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El veredicto de un tribunal no invalida el juicio moral que los ciudadanos podemos y debemos hacer sobre las actuaciones de los cargos públicos

Ética y política

Fuentes: Rebelión

Quizás un tanto ingenuamente me sorprende cómo de forma cotidiana y generalizada, cuando se trata de valorar el grado de decencia o indecencia de la actividad política, se confunde la responsabilidad ética con el derecho a la presunción de inocencia que explicita el artículo 24.2 de la Constitución Española, derecho esgrimido cual bandera al viento […]

Quizás un tanto ingenuamente me sorprende cómo de forma cotidiana y generalizada, cuando se trata de valorar el grado de decencia o indecencia de la actividad política, se confunde la responsabilidad ética con el derecho a la presunción de inocencia que explicita el artículo 24.2 de la Constitución Española, derecho esgrimido cual bandera al viento por todos los imputados en los incontables casos de corrupción que uniformizan el territorio patrio. Sin embargo, estar acusado por cargos englobados en el cajón de sastre de la corrupción y, por tanto, tener que esperar lógicamente al veredicto de los Tribunales para ser condenado por la legalidad o ilegalidad de unas determinadas actuaciones no equivale en ningún caso a que estemos obligados a desechar el juicio moral que todos los ciudadanos podemos y debemos hacer sobre la responsabilidad pública del cargo político que se comporta de manera inadecuada o inmoral en el ejercicio del cargo.

Sin tener que irnos muy lejos en el espacio ni en el tiempo, tenemos el ejemplo del vicepresidente del Gobierno de Canarias, José Manuel Soria, quien podrá ser declarado culpable o no por el Tribunal Superior de Justicia de Canarias (TSJC) de los cargos de prevaricación y cohecho por los que se le imputa en el llamado «caso salmón»; y podemos escuchar -casi ya perdida la capacidad de asombro- al consejero de Presidencia, José Miguel Ruano, defendiendo en el Parlamento de Canarias la inocencia de su compañero del Ejecutivo autonómico. Pero nadie puede dudar, sobre todo porque el propio Soria así lo ha reconocido, que el entonces presidente del Cabildo de Gran Canaria viajó a Noruega en el año 2005 a pescar salmón, invitado por el empresario Bjorn Lyng, propietario del complejo turístico Anfi Tauro, poco antes de que la institución insular diese el visto bueno a la habilitación de 3.600 camas hoteleras para el citado grupo, acogiéndose a las excepciones de la moratoria turística.

Este comportamiento político será considerado finalmente delictivo o no, legal, ilegal, simbiótico o fronterizo; el presidente del Partido Popular podrá aportar o no las supuestas facturas de parte o incluso de la totalidad de los gastos de su periplo; podrá llegar a demostrarse -o quizás no- ante los Tribunales la presunta relación causa-efecto en el proceso que dio lugar al otorgamiento de las plazas hoteleras al empresario noruego. Pero no albergo la menor duda de que este viaje y la decisión política que lo siguió en el tiempo constituye una actuación execrable y criticable desde un punto de vista ético. Lo mismo que son absolutamente soeces las relaciones de continuo trasvase que se producen entre los mundos político y empresarial, sin que prácticamente nadie cuestione su flagrante inmoralidad, como ya muestra un largo listado de representantes públicos de todos los colores que han dado el gran salto a las empresas, respetando o no los plazos de la Ley de incompatibilidad, tras tomar decisiones que han beneficiado en muchos casos a las mismas firmas de las que pasan a formar parte.

La reiteración y la costumbre -también la cortedad de miras- han conseguido desplazar del ojo público el antiguo parámetro del «deber ser» que ha de regir el comportamiento político decente, provocando que este criterio se haya visto sustituido gradualmente por una valoración de la actividad pública basada solamente en si los actos son o no constitutivos de delito y, por tanto, sólo criticables si de ellos se desprende condena judicial.

La ética determina qué debe hacerse, a qué se está obligado. Para Victoria Camps el discurso ético existe antes y después de la práctica política: antes, porque fija horizontes; después, porque critica sus fallos, desviaciones y omisiones. Rousseau sostenía que el modo de garantizar la coincidencia del interés general y el particular es la negación del individuo y de sus fines personales. El Estado no escapa a la jurisdicción del bien, opinaba Platón, porque tiene como uno de sus fines principales el perfeccionamiento de sus miembros, y esto no es posible sin la ética. La política debe estar al servicio de la moral, sobre todo porque la sociedad ha de poder confiar en sus políticos y valorar sus acciones; y no hay duda de que los comportamientos carentes de ética no sirven al objetivo fundamental de la credibilidad democrática.

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