El presidente Álvaro Uribe ha hecho una vehemente defensa del sistema financiero, que, según cuentas alegres, alcanza el 57% de la población, mientras se buscan mecanismos para la inclusión del 43% restante. Lo que el presidente colombiano no ha tenido en cuenta es que la pobreza tiene una cobertura del 45% y la indigencia del […]
El presidente Álvaro Uribe ha hecho una vehemente defensa del sistema financiero, que, según cuentas alegres, alcanza el 57% de la población, mientras se buscan mecanismos para la inclusión del 43% restante. Lo que el presidente colombiano no ha tenido en cuenta es que la pobreza tiene una cobertura del 45% y la indigencia del 17%, según cifras de la CEPAL. Un país entero con una perspectiva social sombría, en el que se apuesta lo que se tiene y lo que no se tiene a burbujas económicas y políticas, legales e ilegales.
«Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia», exclama Arturo Cova, el personaje central de La Vorágine, al inicio de la novela de José Eustasio Rivera, en 1924. Cuarenta y tres años después, en «Cien años de soledad», de Gabriel García Márquez, Apolinar Moscote le completa la frase: «Y lo único eficaz es la violencia.»
Es la historia infeliz de Colombia, desde antes de José Eustasio y hasta ahora. La idiosincrasia apostadora de un pueblo, que tanto tiene que ver con la violencia, como causa, también como consecuencia, y como ambas cosas al tiempo. Una violencia que no sólo se mide en sangre, en abaleados o acuchillados, sino en unas injusticias sociales tremendas, en unos abismos económicos inconmensurables y en una exclusión acendrada.
Ahora, cuando es noticia que tantos colombianos se lo hayan jugado todo, llaman la atención las apuestas aún más baratas de Uribe y su gabinete frente a la inesperada situación. El gobierno anda por estos días jugándose el coco para decir tonterías sin comprometerse, advertir a modo premonitorio que el dinero fácil es diabólico, o evidenciar su presentimiento de que en este país iba a pasar lo que pasó con tanta apuesta de milagro.
Del sombrero paisa salen conejos y conejo le hacen al país. Nigromantes de medio pelo, sacan más leyes de emergencia, en un país que lleva 6 años sedado e indiferente frente a una realidad avisada y denunciada, no sólo por los medios de comunicación masivos, sino por los miles de megáfonos que cacareaban la tentación en cualquier esquina.
«Crea una fascinación, que pronto se devuelve en tremenda frustración», estas palabras del presidente Álvaro Uribe, al contrario de lo que pudiera pensarse, no se refieren a sí mismo. Hablan de otra especulación, la del dinero, específicamente, expresan su preocupación sobre las pirámides. ¡Vaya preocupación tan fuera de lugar y a destiempo! Palabras de «culebrero» con ungüento curativo, en vez de estadista con medidas preventivas y eficaces.
Mientras el «cándido» Santos Calderón «Pachito», el voltaireano vicepresidente, exclama en un compungimiento tan falso como grotesco, que «no es justo que se roben así la platica que los colombianos ahorran con tanto esfuerzo». Como si hubiera otra alternativa en esta «tierra de ladrones», que Rubén Darío nombró con eufemismo «tierra de leones», en la que en vez de que «el esplendor del cielo sea su oriflama», es «el rutilar del dinero la bandera».
Porque para estos inversionistas silvestres y de barrio, a cuya mayoría no le alcanza el capital para entrar en antros sofisticados, pero igual de peligrosos, como las bolsas, el otro camino posible es la banca. Mejor dicho, de Guatemala a «guatepior». Ya lo precisaron bien Tola y Maruja: «Las pirámides tienen una ventaja sobre los bancos: que le roban a uno sin tanto papeleo. Y otra ventaja: que los dueños se desaparecen, en cambio los gerentes de los bancos nos siguen saludando».
Al lado de Luis Carlos Sarmiento Angulo, el mayor banquero del país, el asunto de las pirámides es juego de niños. En las pirámides te roban, pero te tratan bien. En los bancos, que también te roban, te tratan como a perro en misa.
Y la competencia es por el estilo. Los nuevos conquistadores españoles, que ni de España son, como el Banco Santander, del que funge como dueño don Emilio Botín Sanz de Sautuola y García de los Ríos, el viejo «devorador de bancos», que en realidad no se sabe de quién es. Entre bancos custodios (State Street Bank y Chase Nominees) y dueños extranjeros a tres bandas, los dueños y la composición accionaria resultan ininteligibles. Caso similar, o peor, es el de Banco Bilbao Vizcaya Anderis, que ya ni es de Bilbao ni de Vizcaya, donde se sientan los mismos custodios gringos mencionados con sus representados en la sombra.
O Bancolombia, inmerso en uno de los escándalos financieros más grandes del país en las últimas décadas, por la adquisición fraudulenta del Banco Industrial Colombiano (BIC). Este dulce banco, junto a Davivienda, el BBVA y el Santander, mandaron a la Superintendencia de Industria y Comercio a freír espárragos, cuando les solicitó información sobre las tarifas acordadas en las tarjetas de crédito. Qué esperanzas.
Esta es sólo una idea de la retahíla florida de las entidades bancarias que, como dice Uribe, hacen lo que hacen en bien del país. Roban, estafan, atracan los bancos para que sus prohombres puedan seguir adquiriendo los bonos del «Banquete del Millón», a beneficio de las personas necesitadas, que son muchos de los colombianos que han pagado a los bancos hasta tres y cuatro veces el valor de su vivienda, y que ahora deambulan por el país como caracoles, con los enseres y la cobija a cuestas.
El capital que se desbanca
DMG tiene una suerte de fea que la bonita banca la desea. Tampoco sabemos para dónde va, pero por lo menos sabemos de dónde viene y a quién corresponde el acróstico: David Murcia Guzmán, de comerciante muy menor en La Hormiga, departamento de Putumayo, a «Midas» regional, con sedes en varios países vecinos, como Ecuador, Panamá, donde ya se le investiga, y Venezuela, donde se le están cerrando las primeras oficinas.
Es tan iluso creer que al dinero ahorrado, ganado o trampeado le iría bien en las pirámides, como creerle a Sarmiento Angulo que ese mismo dinero estaría a buen recaudo en sus bancos. Tragarse el cuento de que es exacto y de ley el rédito que paga por los pesos guardados, justo y necesario lo que cobra por cualquier transacción, pertinente la comisión que exige por mover la plata ajena, o que los malabarismo financieros de terror con los que se enriquece son más seguros que la almohada.
Que es como tiene que ser. Que se pague un interés de miseria cuando se deposita el dinero en los bancos y que se cobre un interés de usura cuando se requiere un crédito, así sea sobre la plata propia guardada. Que por los ahorros la banca pague el mísero 12% anual y por las tarjetas de crédito cobre la friolera del 36%.
Que es normal que frente al gerente del banco de cualquier sucursal, que se cree el dueño, al subgerente, que se cree el gerente, al asesor comercial, que se cree el subgerente, o a la más modesta secretaria, que se cree la asesora, o al vigilante, que se cree el secretario, o al que sea, nos sintamos como frente al médico o el odontólogo, con alguna culpa inmerecida, y con la certeza atroz de que va a decirnos que algo está mal, que algo no anda bien, que pinta raro, o que más se perdió en el diluvio.
Que es así, y gracias a Dios que es así, pues de lo contrario tendríamos que tener el dinero en casa, con todos los riesgos que eso implica en el país de la «seguridad democrática».
Es un sistema con todos los perros amarrados: Que la banca no vaya a ser pobre con las monedas que nos quita, y que nosotros nunca vayamos a ser ricos por más que metamos todo lo que tengamos.
En un país en el que los juegos de azar proliferan, los casinos están en cada esquina y para todos los bolsillos, los estafadores piramidales fallaron en la esencia. Tendrían que haber fundado bancos. Prometer las mismas mentiras, hurtar lo mismo o más, y exigir el irrestricto apoyo del gobierno, en caso de algún traspié.
A estos estafadores les faltó leer algo de la historia reciente del país, que son las páginas sociales, o las judiciales. Unas cuantas páginas les habría bastado. La sección de Granahorrar, digamos. Ahora no estarían siendo acosados ni acusados. Serían ciudadanos prestantes e influyentes, tenidos en cuenta cual esfinges, tanto por lo del cariz enigmático, como por lo del aire de monstruo fabuloso, dos características reservadas para los pudientes en Colombia. Además, con voz y voto en los consejos comunales del presidente Uribe. Hasta podrían sugerir leyes de conmoción interior y ser oídos.
El club del clan
O, mejor todavía, hacer parte del círculo de poder de dos presidentes consecutivos, Pastrana y Uribe, como los famosos socios del fondo de inversiones WestSphere Capital Andin, un nombre rimbombante para una banda de avivatos, que se hizo dueña del tristemente célebre Banco del Pacífico, de origen ecuatoriano con sede en Colombia, un banco desvalijado en el que los socios lograron recibir depósitos por impuestos que sumaron 35 millones de dólares.
Nunca se ofreció recompensa por la cabeza de Luis Alberto Moreno, el cerebro de esta triquiñuela, y más bien se lo nombró y mantuvo como embajador en Washington, y Uribe le hizo mucho cabildeo para que llegara a la presidencia del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), como dijo el columnista Fernando Garavito alguna vez, «el queso en la cueva del gato».
Los demás miembros de la cuadrilla directiva también alcanzaron el curubito. Fernando Londoño, premiado con el ministerio de Interior y Justicia, ahora tremebundo locutor, periodista justiciero y adalid de la moral uribista. O Luis Fernando Ramírez, un despintado ministro de Defensa de Pastrana. O Camilo Gómez, Alto Comisionado para la Paz de Pastrana, como todos los Altos Comisionados, venido a menos por cuenta propia. O sus compinches, como Fanny Kertzman, que partió con los cancerberos bravucones de la DIAN rumbo a la embajada en Canadá.
No se sabe qué suerte le espera a David Murcia Guzmán, ni a la estigmatizada familia DMG. Pero si en vez de montarse en esos escamoteos financieros de tarjetas prepago, electrodomésticos de bolsillo y Holdings raros, Murcia se hubiera dedicado con seriedad a batir su honda de David, déle que déle corrompiendo burócratas, de cierto que el Goliat gubernamental habría caído pronto, y el palurdo sería egregio.
Un trauma en la memoria
Eterno, mas no monótono, es el recuento del pillaje y los atropellos de la banca legal a las ilusas víctimas.
En 1972, en Colombia se implantó el sistema de financiación hipotecaria a largo plazo en Unidades de Poder Adquisitivo Constante UPAC, un procedimiento que permitía el cobro de intereses sobre intereses. Con el señuelo inevitable de la vivienda propia, la gracia desembocó en una fuerte crisis inmobiliaria en el país, que provocó la pérdida de muchos inmuebles hipotecados y la ruina de muchas familias.
Las pirámides, que se sepa, han causado la muerte de un hombre, quien se suicidó en Bogotá. Por culpa del deplorable sistema UPAC, según una investigación del diario «El Espectador», más de dos mil usuarios se suicidaron apenas en un año, entre 1998 y 1999. Los deudores, retrasados en las cuotas, bebían vermífugos baratos o volaban por los aires al ver que no sólo lo perdían todo, sino que toda su descendencia quedaba hipotecada de por vida a la banca.
El sistema, tardíamente, como siempre, fue declarado inconstitucional, y reemplazado por el sistema de Unidades de Valor Real, el UVR. El remedio resultó peor que la enfermedad. El cobro de intereses sobre intereses se mantuvo, haciendo igualmente impagables los créditos. Según cifras oficiales, cerca de 400.000 viviendas han sido y siguen siendo expropiadas en menos de 10 años.
El asunto no ha merecido pronunciamientos airados ni decretos especiales, ni alocuciones pedagógicas, porque los que ahí se pasan las leyes por la faja, cobran 7 y más veces los créditos, aplican intereses improcedentes, y desplazan unas 100 familias cada día, son los bancos, los mismos que donan alcancías para algún niño inválido, en connivencia y complicidad con jueces y autoridades.
La nueva interventora de DMG
La abogada María Mercedes Perry Ferreira, nombrada por decreto, es la nueva agente interventora de DMG. Una buena liquidadora. Con su motosierra leguleyera, de tinterilla con traje de sastre, al comienzo del gobierno de Uribe, despedazó entidades estatales como la Caja Agraria y el Banco del Estado.
El Banco del Estado, por ejemplo, le entidad que recogió los entuertos del Banco Popular, privatizado y vendido a huevo al mismo Luis Carlos Sarmiento Angulo que ahora nos advierte contra los saqueadores. Como si los saqueadores particulares fueran más perniciosos que los estatales y estatutarios. Mala memoria la suya.
Un Banco del Estado que cuando lo liquidó la señora Perry alcanzaba activos acumulados por más de siete mil millones de los pesos de los años noventa, que eran mucho más pesos que los de ahora. El Banco del Estado fue absorbido por el Banco Cafetero, que en 2007 sería a su vez adquirido por Davivienda, en cabeza de José Alejandro Cortés. Mal llamadas capitalizaciones, que concluyeron en lo que en realidad eran: descaradas privatizaciones.
Maniatados o cruzados de brazos
Los oficinistas se tiran la pelota unos a otros. Acusaciones y rodeos van y vienen. Lo cierto es que la miopía general de los más altos funcionarios del estado, incluido el presidente, dejó que la pelota de nieve rodara hasta alcanzar más de dos billones de pesos, según estimaciones iniciales. Unos 500 mil podrían ser los hogares estafados, según cálculos del economista Luis Jorge Garay.
Una verdadera catástrofe, para la cual, otra vez, están los paños de agua tibia de las emergencias por decreto, mediante las cuales Álvaro Uribe faculta a su propio gobierno para matar, por parejo, marchas y marchantes («conmoción interior»), ladrones y robados («emergencia social»).
La Supersociedades tendrá la facultad para tomar la posesión de bienes, haberes y archivos de las empresas investigadas. Mejor dicho, de lo que le dejen los allanadores después del allanamiento, de los restos que se le escapen a la policía y a los funcionarios encargados de evitar que los manilargos originales se los lleven.
Los decretos 4333 al 4336 son memorables. Aunque ahora se ha bajado el tono, el mediático enfrentamiento entre el presidente de Colombia, Álvaro Uribe Vélez, y el artífice de DMG, David Murcia Guzmán, llegó a alcanzar un tono de pelea de rufianes inocultable. Y los decretos son parte de esa pendencia, y exudan el mismo tono. Quieren ponerle punto final a la bronca, pero tienen dejo de pataleta.
Son decretos con nombre propio, retroactivos y revanchistas, mediante los cuales se le quiere aplicar un remedio excesivo, de un día para otro, a una actividad que lleva años y frente a la cual el gobierno se cruzó de brazos.
Y no es que no tuviera herramientas legales para actuar. La captación masiva y habitual de ahorros del público sin autorización oficial está prohibida en la legislación colombiana, por el decreto 2920. Se trata de una conducta tipificada como delito desde 1982. Como afirmó Juan Camilo Restrepo, ex ministro de Hacienda, «el Gobierno debió aplicar con rigor la legislación que estaba vigente, en vez de ponerse a proponer nuevas leyes, que, con cambios más bien marginales, no hacen más que prohibir lo que ya estaba prohibido desde hace 25 años».
Ojalá los recientes decretos expedidos, para lo que sea que van a servir, que lo hagan más temprano que tarde. Tienen la vida efímera de 30 días, que es un lapso insuficiente para revertir una inercia ancestral y una transformación cultural que el narcotráfico ha afianzado en décadas, pero que basta y sobra para acabar de arruinar a los idiotas útiles de «una economía para imitar», como lo creía a fe ciega el ministro de Hacienda, Oscar Iván Zuluaga, hasta que hace unas semanas le estallaron en la cara las pompas de jabón de su chapucería.
Citas citables
En un soliloquio digno del personaje, mas no del cargo, el ministro de Interior y Justicia, Fabio Valencia Cossio, dijo que ya se han dictado medidas precautelativas, investigativas, dictadas «en beneficio de todos los colombianos. Una práctica que debemos abolir en todos los colombianos, que es creer que el enriquecimiento fácil puede ser un elemento de nuestra sociedad.»
Parece que el ministro todavía viviera en Roma, haciendo pinitos para el título de Caballero de Gran Cruz de la orden al Merito de la República Italiana, colgando en la billetera liras en vez de pesos. Que se despabile y entienda que el enriquecimiento ilícito es una práctica «mágica» y mafiosa, que lo persigue como su sombra a donde quiera que va, en la Medellín de Pablo (Escobar), en los intríngulis de la calabresa y las AUC en la Italia de Berlusconi, o en el cobertizo republicano de Uribe, al lado de «Crespón», el potro presidencial predilecto. Y que acepte que de donde hay que empezar a abolir prácticas insanas es de la «Casa de Nari», donde, en medio de tanto escándalo y componendas, el enriquecimiento ilícito es un mal menor.
En esta feria de frases, hay que subrayar la dicha por el superintendente de Sociedades, Hernando Ruiz López: «Estos establecimientos sí estaban siendo sometidos a la presión de las visitas, tanto de la Superfinanciera, como de la Superintendencia de sociedades, y pienso que finalmente eso es lo que ha producido que más temprano que tarde se hayan evaporado algunas, y ya la gente tenga claro cuál es el propósito final de ellas». El funcionario lo pronunció y ni siquiera se mamaba gallo a sí mismo.
Y hay que recordar otra del presidente Uribe, poco antes de estallar la crisis de las pirámides: «A los inversionistas internacionales tenemos que decirles: Cualquier dólar que haya logrado escapar de esa pirámide de Wall Street, tráiganlo para acá, que aquí les queda seguro». Un golpe bajo a la «seguridad inversionista», otra pata nacida de la coja «seguridad democrática».
La coda
En Colombia, desde muy temprano los niños deben jugar a ser más grandes de lo que son, y trabajan y sufren en los socavones o en las calles de las capitales. Los adolescentes le apuestan el alma al diablo y, por unos pocos pesos, se hacen sicarios. Los adultos retan la vida con la incertidumbre del rebusque, y viven en carne propia la azarosa actividad de la catástrofe. Los ancianos ya no juegan barajas en los pórticos o sentados bajo los mangos, sino el dominó aterrador de su salud y sus pensiones privatizadas, mientras acaba rapidito la vida.
¿Por qué resultará entonces tan extraño que unos y otros se jueguen el todo por el todo en unas pirámides de ensueño, que se llaman «Horizonte», «Oportunidades» o «Buen Futuro», y que de paso prometen acabar con el desastre de jugarse la vida día tras día y sin esperanza?
El gobierno ofrece el principio de oportunidad, para cesar la persecución penal a los tramposos. Es un precepto que suena a ruego. Más cuando el propio presidente lo explica, y le pide a los estafadores que sean buenos y que le devuelvan la platica a la gente. Un estado débil, un gobierno engomado, un presidente cogido de la tarde, que no tienen más que hacer que denominar cautela a la desidia, ordenar capturas preventivas, expedir decretos inconstitucionales, de madrugada y tras la puerta, maquinarle delitos y penas al Código Penal, insistir en esquemas de garantías porque saben de sobra que no habrá ninguna, y orar para que la perturbación social no avance.
El gobierno, el fiscal, el «modelo de celeridad» del Grupo Interinstitucional de Policía Judicial, tres o cuatro ministros, acopian pruebas y ven llover en un país inundado de marchas. Las secretarias y los empleados de medio pelo de las «pirámides» caen por doquier. Los desplumados inversores lloran y le dan cabezazos a las ilusiones rotas.
Y los faraones vernáculos, en un santiamén, se hicieron «polvo de estrellas». Como dice la misma «Vorágine» en las líneas finales, contando la suerte de Arturo Cova y sus compañeros: «Ni rastro de ellos. ¡Los devoró la selva!»