Juan Ramón Jiménez, otro intelectual defensor, amigo de la República. En el fragor de la guerra el gobierno elegido por el pueblo le destinó como agregado cultural en EEUU. Tras la caída de Madrid, su casa fue asaltada por los fascistas y desvalijada. Destrozaron y quemaron, y nos hicieron perder tanto sus efectos personales como […]
Juan Ramón Jiménez, otro intelectual defensor, amigo de la República. En el fragor de la guerra el gobierno elegido por el pueblo le destinó como agregado cultural en EEUU. Tras la caída de Madrid, su casa fue asaltada por los fascistas y desvalijada. Destrozaron y quemaron, y nos hicieron perder tanto sus efectos personales como las obras que allí guardaba. El exilio, no se olvide, y 50 años han transcurrido desde que murió en 1958 en Puerto Rico.
El nombre de Juan Ramón Jiménez lleva prendido el título de «Premio Nobel de Literatura» a partir de 1956.
Juan Ramón Jiménez fue un escritor cuya plena dedicación dejaba un ejemplo literario de influencias muy notables en otros. Es sabido su afán perfeccionista. Más conocido como poeta que como prosista, a pesar de «Platero y yo», escribió cuentos, retratos y cuadros magistrales muchos de ellos con un carácter social, crítico, de denuncia, que no se le ha reconocido porque la blandenguería con que se le presenta oculta su observación de la realidad, de la que construye historias de ficción. Tenía una gran capacidad para plasmar en cada momento la sensación que le producía el encuentro con el mundo que le rodeaba.
Conozco dos volúmenes que recogen sus ficciones cortas, microficciones, microcuentos, prosas poéticas. El primero, «Historias y cuentos», no lo encontrará en las librerías, es antiguo, de la antigua editorial Bruguera, una lástima, en el se recogen algunos trabajos presentes en otros cuatro libros del autor: «Edad de oro (Historias de niños)», «Hombro compasivo (Mano amiga), «Cuentos largos» y «Crímenes naturales». El segundo título, este sí puede encontrarlo pues hace poco que ha salido a las librerías, se titula «Cuentos largos y otras prosas narrativas breves», en Ediciones menoscuarto, en ellos se aprecia la tendencia a eliminar la carga retórica, el sentimentalismo y la ensoñación decadente, en favor de lo breve caracterizado por la narratividad. Lagmanovich define la narratividad así: «situación básica, incidente que cambia la situación inicial, y, final que nos hace volver al comienzo o que cambia la situación. En ellos ha de hacerse notar la temporalidad, la tensión entre el silencio y la escritura»
Entre las narraciones breves encontramos aforismo como este: «Escribir largo, ancho y seguido (tendido) es mucho más fácil (lo pueden intentar todos los que lo duden) que escribir breve, corto y aislado (separado)». Como pueden leer es toda una defensa de lo micro.
Su contenido de gran vivacidad, textos de acertadísima sensibilidad, sociales, con esa visión del entorno que eleva al lector para contemplarlo todo, hace que sea un libro recomendable.
La muerte, el sueño, la identidad personal, la infancia, la sinrazón, la crueldad, el destino, la extrañeza, se encuentran entre sus temas. El material aquí contenido, se nos advierte en el prólogo, proviene de 22 de los libros de un gran microrrelatista.
Les invito a leer conmigo de «Historias y cuentos»: «Rafael Vazquez…»
«Me lo cuenta su madre. El, que está delante, lo oye absorto, cuando yo no lo miro, con toda su vida fina delicada en sus ojos celestes, como un tallo de junquillo que abriese en lo alto, en su afán, dos flores. Cuando lo miro, esconde la cabeza rubia, como en un nido, en su corazón.
Viven en la Avenida ya cerca de la Plaza de Toros, que él, sentimental y lleno de luz, odia. Su madre dice que él dice:
- El domingo, cuando vengan ya a la plaza los toreros y los picadores y la gente, yo me voy a poner en medio de la calle con los brazos abiertos, diciendo: «¡Atrás, atrás; ya no hay plaza de toros! ¡Ya no hay plaza de toros! ¡Yo la he echado abajo porque soy arquitecto, y he hecho donde estaba casas para obreros!»
- El acompaña, absorto, el cuento de su madre con un fuego vivo, anhelante y perfumado en los ojos, que dejan sin vida todo lo demás de su flor sutil y grácil. Luego, cuando yo lo miro y le acaricio el pelo, esconde la cabeza, como en un nido, en su corazón.»
De «Cuentos largos y otras prosas narrativas»: «Los presos (Madrid)»
En el calor vertical de las doce, por la orillita de sombra, diez centímetros de la ancha calle en cuesta, dos policías llevan a tres presos, dos atados entre sí y uno solo, con los brazos prendidos por la espalda.
Los presos son unos muchachos robustos, frescos, abiertos, desvergonzados.
A mi lado, bajo la sombra de un árbol, en el aguaducho del Paseo del Prado, un niño y una niña, únicos amos del tendín en aquel instante, trabajan un poquillo en esto y lo otro y juegan un pocazo.
De pronto, ven subir a los presos, y se quedan quietos, fijos, silenciosos. Luego, él:
«Menuda pareja llevan ahí presa».
La niña: «Y a lo mejor, no han hecho nada».
El niño: «Algo bueno habrán hecho cuando los llevan así».
Ella: «¡Qué vergüenza, qué vergüenza!».
Él: «sí, sí».
Ella: «Y son jóvenes…».