Antes de conocer a Sebastián Piñera tuve el placer de departir con su padre, don José, que en plena dictadura me invitaba a tomar el té a su departamento en El Golf. También conocí a don Bernardino, su tío cura, cuando yo era una adolescente y mis abuelos lo contrataban para decir misa a nuestro […]
Antes de conocer a Sebastián Piñera tuve el placer de departir con su padre, don José, que en plena dictadura me invitaba a tomar el té a su departamento en El Golf.
También conocí a don Bernardino, su tío cura, cuando yo era una adolescente y mis abuelos lo contrataban para decir misa a nuestro fundo familiar.
A Sebastián Piñera lo conozco hace dos décadas. Lo entrevisté unas diez veces por lo menos: lanzándose en parapente, cocinando huevos fritos, afeitándose semi desnudo en el baño principal de su casa de Camino La Viña -debo consignar que yo estaba completamente vestida-, en un set con bailarinas emplumadas, ejercitando su laxa musculatura en un gimnasio, acompañado de dos de sus hijos, o mostrándome su dormitorio y su enorme cama matrimonial.
En materias sociales, legislativas, económicas o de política internacional, Piñera es conocido entre los periodistas como «livianito», un señor con ideas más vistosas que profundas, que no se sale de un decálogo de frases populistas. En cambio, cuando se exhibe como personaje mediático, se convierte en un entrevistado creativo, generoso, articulado, dispuesto a todo y que jamás elude las preguntas complicadas.
Creo conocerlo bastante, como para afirmar que Miguel Juan Sebastián Piñera Echenique es, sobre todo, un travesti. No sólo por el detalle patético de que usa tacos altos, se somete a cirugías estéticas -cualquier día se pone tetas- y se pasea por los canales de televisión con un estuche de cosméticos en la cartera.
Piñera es un travesti en el plano social. Creció en una familia de estricta clase media, que no tiene la cultura de su padre, ni el encanto deschavetado de su madre, y desde temprano mostró tendencia al arribismo. Siempre soñó con tener estatus. Sus compañeros del Verbo Divino lo recuerdan como un alumno competitivo, obsesionado con los primeros puestos, tener acceso al poder económico, codearse con los chilenos de estirpe, comprarse una identidad aristocrática. Era entrador, práctico y realista.
Captó que carecía de la brillantez intelectual de su hermano José y que le costaba sofisticar sus gustos y modales más allá de lo cosmético, pero se hizo millonario gracias a la dictadura de Pinochet, a través de negocios especulativos, sin haber creado fuente de trabajo alguna y profitando de las obscenas reglas laborales impuestas por su hermano ministro, regalón del tirano.
Ni todo su poder adquisitivo puede comprar clase, lo que a sus sesenta años cree haber obtenido, mientras la oligarquía tradicional chilena lo considera un aparecido, siútico, mal agestado, sin cuello y con los bracitos cortos, algo chabacano, farandulero y muy poco fino.
Piñera es un travesti en el plano de la seducción. No le iba muy bien con las mujeres. De joven era feúcho, bajito y mal hecho, además de indiferente a los encantos femeninos. Cuando le resultaban sus escarceos con alguna muchacha, resultaba ser demasiado popular para sus planes de subir en la escala social, así que se casó con su primera polola oficial, una joven sin alcurnia, pero perfecta para ejercer de la clásica esposa medio pelo, dispuesta a anularse sin tregua para dedicarse a su familia y a apoyar a su marido en el proyecto de convertirse en nuevo rico.
Hoy, dicen que se siente sexy. El dinero lo ha transformado en un galán. Le gusta rodearse de mujeres atractivas, como Pía Guzmán -antes de la debacle-, Lily Pérez, y, sobre todo, la estupenda Carmen Ibáñez. Eran íntimos amigos, inseparables, veraneaban juntos incluso, hasta que algún acontecimiento misterioso quebró esa cercanía.
Piñera es un travesti en el plano de los negocios. Era gerente general del Banco de Talca cuando éste quebró estrepitosamente. No debe haber sido muy brillante su gestión, pero, entonces, administraba la plata de otros. Es un experto en fusionar empresas y volverlas monopólicas, obteniendo así elusiones tributaria al absorber las pérdidas de unas con las utilidades de otras.
Piñera es un travesti en el plano intelectual. Astuto, rápido, inquieto, no es, un tipo culto. En su juventud se empeñó en ser el más morenito de los neo capitalistas de su generación que fueron a doctorarse a los Estados Unidos.
Eso fue posible, gracias al pituto que le proporcionaba su hermano José, que ya era el mejor alumno en Harvard, muy bien considerado por el cuerpo académico y directivos de esa universidad.
Fue el pivote perfecto para hacer fortuna junto con la hornada de nuevos ricos que apareció en los ochenta, en plena dictadura. Sus temas e intereses no van más allá de las ventajas de la economía de mercado. No es un conocedor del arte ni de otras disciplinas, prefiere los best-sellers a lecturas más complejas. Para él, toda buena idea debe caber en una hoja tamaño carta y se siente más cómodo en escenarios superficiales y frívolos.
Piñera es un travesti mediático. Convencido de que es el Berlusconi del tercer mundo, el candidato del neoliberalismo es uno de los máximos personajes de la farándula nacional, y al mismo tiempo abomina de ese género e intenta «domesticarlo». Adquirió un canal y se compró unos cuantos ejecutivos de la industria televisiva con el objeto de que apoyen centralmente su campaña.
Para él, los medios de comunicación deben usarse como difusores del pensamiento único, conservador, retardatario, consumista, xenófobo y arribista, todo lo que considera «moderno». Entiende como fundamento de la sociedad democrática, que los ciudadanos son consumidores.
Cada individuo elige los bienes que puede comprar, así como elige a sus representantes en el gobierno, en el parlamento y en el municipio. Pero esta doble calidad de consumidores y electores pasa a ser peligrosa para sus intereses en la medida que el rating, el zapping y el telecomando comprometen la exhibición continua de las miserias de los estigmatizados sectores populares, las enormes falencias de la democracia, los actos de corrupción de los políticos, la verdadera ideología autoritaria de la derecha y la posibilidad de liderazgos completamente distintos a los oficiales.
Ahora usa su canal para posar de estadista, serio y profundo, cuando en 1992 todos fuimos testigos del bochornoso episodio en que insultaba de la manera más vulgar a su correligionaria Evelyn Matthei y complotaba contra ella usando un vocabulario muy poco caballeroso.
Piñera es un travesti político. Dice que votó por el NO. ¿Producto de una tendencia mitomaníaca y de una innegable habilidad para construirse leyendas?
Probablemente, porque eso era contradictorio con su irrestricto apoyo al régimen militar y el silencio que mantuvo durante dos décadas respecto de la tortura y los asesinatos políticos. Pero su mayor rasgos de travestismo consiste en haber sido pinochetista, desde 1973 hasta 1988, para luego, transformarse, según él, en «humanista cristiano».
Pero entonces no entregó su aporte a la construcción de la democracia, sino que asumió como entusiasmo la candidatura de Hernán Büchi, como Jefe de Campaña del continuismo dictatorial. Tampoco se afilió al partido que recoge la vertiente «humanista cristiana» que él dice profesar, sino que se sumó al aparato político que se creó para salvaguardar «la obra» de Pinochet durante la transición: Renovación Nacional.
En 1995 promovió la amnistía de los crímenes de la dictadura y en el 2005 los militares en retiro apoyaron su candidatura tras recibir su compromiso de aplicar la prescripción de los asesinatos políticos. Voltereta sobre voltereta, este pinochetista arrepentido, ahora ha vuelto a valorar los supuestos méritos del régimen militar.
La inconsistencia parece ser el sello personal de Piñera. Su sed de dinero, posición y poder lo han transformado en una caricatura de sí mismo, un pelele sonriente que vende una pomada jabonosa, contradictoria y oportunista. Un travesti.