Que las palabras construyen el mundo; que con las palabras nos construyen el mundo, al tiempo que nos lo ocultan -que con ellas lo construimos, al tiempo que nos lo ocultamos-; que con ellas nos dominan y dominamos, es, tal vez, la experiencia central del hombre común, cada día. Aún más, para la mayoría, a […]
Que las palabras construyen el mundo; que con las palabras nos construyen el mundo, al tiempo que nos lo ocultan -que con ellas lo construimos, al tiempo que nos lo ocultamos-; que con ellas nos dominan y dominamos, es, tal vez, la experiencia central del hombre común, cada día. Aún más, para la mayoría, a menudo, las palabras tienen unos poderes taumatúrgicos -mágicos-, que, en realidad, no tienen. Damos por sentado que ellas son la realidad, cuando, por lo general, las palabras nos evitan la realidad.
Por ejemplo, alguien habrá que se haya extrañado, o se haya quejado interiormente, de por qué no he utilizado la palabra mujer, a continuación de la de hombre, cuando he hablado del hombre común; puesto que si la realidad hombre/mujer no cambia acaso por ello ni un ápice, la realidad percibida sí cambia, en efecto. Y, a muchos de entre nosotros, el uso de la palabra mujer, junto a la de hombre -por más que se entienda la expresión, tal como está escrita-, nos tranquilizaría, reconfortándonos interiormente, ante una realidad percibida entonces como más adecuada y ordenada, según nuestras convicciones. Aunque no estoy seguro de que esa capacidad apaciguadora -catártica, si se quiere- de las palabras sea un hecho en sí mismo positivo.
Pasa lo mismo que con la palabra paz en las manifestaciones, que lo mismo la puede gritar la buena gente común que De Juana Chaos, Olmert, Aznar, Uribe o Georges W Bush. Y sucede lo mismo con las palabras que nombran la actual crisis del sistema financiero capitalista.
En el mar de palabras y de frases inconexas y balbuceantes en el que, los primeros días, e incluso durante las primeras semanas, se ahogaban -y nos ahogaban- los supuestos especialistas -que algunos se empeñan aún en llamar economistas, sociólogos o periodistas: palabras mágicas donde las haya-, en sus foros, sus parlamentos, sus periódicos o sus tertulias radiofónicas y televisadas, apenas se vislumbraba tablón o pecio al que agarrarse, ni playa en la que embarrancar; y, durante esos días, esas semanas, pareció que por fin volvíamos a ser dueños de algunas de nuestras palabras, explotación, robo, rapiña, plusvalía, control, cambio, planificación… Durante esas semanas, economistas, sociólogos y periodistas braceaban y se agitaban boqueando por los platós y los estudios de radio y televisión, y por las redacciones de los periódicos pidiendo, buscando desesperadamente cualquier resto flotante que les sirviese de asidero; era una verdadera gozada verlos sudar con la sola posibilidad -muy lejana, eso sí- de que la buena gente común pillase su ineptitud, descubriese sus trampas y sus trucos, o se levantase y pidiese responsabilidades a los causantes del caos, y que dijese basta.
Sin embargo, todo resultó ser, al cabo, una ilusión, pues repentinamente aparecieron flotando entre las olas dos tablones a los que agarrarse, y, en el horizonte, se vislumbró la playa en la que encallar y rehacerse.
Se agarraron bien fuerte, y arribaron a ella, y, tras tomar aire, tomaron también -como de costumbre- posesión de la nueva tierra descubierta. Los tablones fueron dos palabras, dos palabras tan sencillas -mágicas- y ligeras que lograron rescatar a la tripulación entera de la nave a la deriva: la crisis era nueva y de origen desconocido. La playa finalmente tomada, una realidad apabullante e incuestionable, la aceptación general y la resignación de los pueblos; esto es, de esa misma buena gente común (de los hombres y las mujeres comunes, sin distinción, que componen los pueblos, se supone); en realidad, se trataba de una frase, un mero sintagma, con una capacidad asertiva y performativa implacable, no hay alternativa.
Es una crisis nueva, de origen desconocido y, además, no hay alternativa, repitieron entonces sin parar, con agitación y entusiasmo ensalmatorio, hasta que, en efecto, la crisis fue nueva, de origen desconocido y no hubo ya alternativa alguna, a pesar de que Público regalase El Capital, por las esquinas, con su edición dominical.
Los aparatos sindicales encontraron entonces -después de pensárselo mucho- su propia palabra, los trabajadores no tienen la culpa de nada (pues de qué vamos a tener la culpa, los trabajadores, en este mundo: se podría haber añadir, no sin malicia).
Y ya estaba, de nuevo, todo en orden. Las palabras habían llevado, una vez más, todo a su ser natural. Sí, eso es -se decían, economistas, sociólogos y periodistas, aliviados-, la crisis es nueva, y, por tanto, impredecible; de modo que no era que ellos fuesen estúpidos, que su ciencia no sirva para predecir o prevenir acontecimiento económico o social alguno; o que no supiesen, ni hubiesen comprendido nunca de qué había ido todo el montaje de trapicheos y estafas piramidales en que habían estado jugando (cuando hasta el más simple de la casa se barruntaba que aquello no era posible, que nadie da duros a pesetas). Tampoco tenían nada que ver, por tanto, en la catástrofe, ni la rapiña, ni la acumulación dolosa, ni la falta de regulación y de controles nacionales e internacionales de los incalculables y fraudulentos movimientos de capitales, durante décadas, ni las políticas neoliberales, causantes de todo ello.
Y como era una crisis nueva, y nadie estaba seguro de qué hacer tampoco con ella, de momento -mientras llegaba el Salvador: Mr. Obama- siguieron con los viejos trucos, y se pusieron, de nuevo, manos al bolsillo (de la buena gente común: de hombres y de mujeres, sin distinción, claro; de los trabajadores y las trabajadoras de todo el mundo, sin distinción de clase, sexo o religión). Se reunieron y decidieron endosar cientos de miles de millones de dólares y de euros (pues no hay alternativa) a los mismos que habían robado cientos de miles de millones de euros y de dólares.
Aunque ni siquiera esto estaba ya claro, que hubiesen sido ellos los causantes del desastre; en realidad, no podía ser cierto, ellos no habían sido, pues la crisis había tenido un origen desconocido (había venido así, de pronto, como del planeta rojo, de Marte). Y, sobre todo, porque nosotros, la buena gente común, los hombre y las mujeres, sin distinción: los trabajadores y las trabajadoras de cuyas espaldas y de cuyos bolsillos estaban sacando, una vez más, como siempre, el botín; que no tenemos la culpa de nada (de qué vamos a tenerla), resignados y resignadas -aceptando lo inevitable como inevitable-; les dábamos la razón. Aunque para desahogarnos nos pusimos a gritar paz por la esquinas y por las plazas.
Porque ¿no es raro que sucedido lo que ha sucedido en estos años, en la Franja y más allá de la Franja, en tantos y tantos pozos de dolor infinito y de miseria -nos cansaríamos enumerándolos-; habiendo hecho lo que han hecho delante de nuestras narices: expoliarnos, robarnos, tratarnos de patanes y de estúpidos, mandarnos a la calle; haciendo lo que hacen, cada día, sea ahora precisamente cuando nos ponemos a gritar -en realidad a suplicar- paz…?
¿No deberíamos gritar algo más? Otras palabras… O hacer algo. Levantarnos airados, por ejemplo; o, en su defecto, apagar las radios, las televisiones; y darles la espalda, cuando se dirijan a nosotros, tratándonos como a seres estúpidos y sin memoria; a ver si encontramos algunas de las palabras que creemos haber perdido; o indagar, al menos, si alguna vez las tuvimos… Pero que no sean ni patria, ni nación, por favor.
Escolio
Hace unos días al salir de casa me encontré con que en el solar de enfrente, de propiedad pública, habían comenzado las labores de replanteo, y, al pasar sobre la única caseta de obra levantada, hasta la fecha, vi un letrero que ponía «Colegio», y un grupo de personas que esperaba y hacía cola junto a ella; picado por la curiosidad, decidí preguntar qué era lo que esperaban. Información, me dijeron. Y, tras unos minutos de conversación, aparecieron varios individuos que nos invitaron a entrar, y a sentarnos.
Para nosotros lo primero es la ideología -fue, en efecto, lo primero: no podía estar más claro-; las palabras nos sobran, porque tenemos claros los valores que defendemos, que vienen dados por nuestro fundador, Monseñor Escrivá de Balaguer; que no son otros que los valores y la ideología cristiana, de la familia y de la educación en el respeto y el orden; por eso, aunque este Colegio sea de régimen concertado (esto es, pagado con dinero público: esto, claro, no lo dijeron así; y el terreno sea también público: esto tampoco lo dijeron), nuestra enseñanza se cimentará sobre la base de la ideología de nuestro fundador, que es la ideología de la verdadera Iglesia. Así que la enseñanza que se impartirá en este colegio será segregada; los niños se educarán con los niños, y las niñas con las niñas, pues se diga lo que se diga -y se escriba lo que se escriba- hombres y mujeres tenemos diversas necesidades, y nos desarrollamos mejor en aulas segregadas. El mundo es duro y salvaje, y tenemos que prepararlos para que sepan cumplir su papel en la vida.
Tras estas y otras afirmaciones por el estilo, los asistentes no tuvieron más que asentir y felicitarse, porque nuestras autoridades hayan cedido un terreno público y vayan a subvencionar un Colegio de tan claro ideario (a pesar de que estuviese destinado a un Colegio público, y que en la zona no haya ninguno de tal titularidad).
Cuando salí de aquella presentación, no estaba indignado, ni siquiera sorprendido (haber vivido en Madrid en los últimos veinte años, especialmente en los del virreinato absoluto de doña Esperanza, te vacuna contra cualquier disparate). No, en realidad, salía maravillado por la claridad de ideas y la contundencia expositiva de aquella gente; ellos no se andaban por las ramas. Actúan; actúan -y ya sé que nadan a favor de corriente, que no es poco- y se dejan de tonterías, no se enredan en ninguna palabra.
¿Desde cuándo no hacemos nosotros/nosotras, compañeros/compañeras, tod@s, esto mismo? ¿Cuándo dejaremos de enredarnos con las palabras, o de creer tan firmemente en el poder mágico de las mismas? Quizás, cuando nos demos cuenta de que decir paz, no impone la paz, ni que decir Escuela pública, Universidad pública, ni impone, ni funda, una Escuela pública o una Universidad pública que merezcan tal nombre; o cuando caigamos en la cuenta de que ni la morfología, ni la sintaxis, ni la letra @ nos evitan actuar como hombres y mujeres verdaderamente libres e iguales (con lo que el apoyo a Hamas, en la Franja, o a los imanes, en Irán, y a la letra @ en la escritura, ¿no es algo que habría que dilucidar cuidadosamente? Me pregunto, sobre todo, leyendo ciertas cosas que he leído en estos días de tribulación).
Actuar, sí; pero ¿en qué dirección? (y esto ya se empieza a parecer a un enredo de los Monty Python). Lo primero sería tener claro qué es lo que queremos de verdad, justo lo que no sabemos, y justo lo que ellos tienen muy, pero que muy claro; de hecho, en septiembre abren el Colegio (segregado, claro; y con dinero público, por supuesto).
No son buenos tiempos, estos, para nosotros (se podrá objetar); y ¿cuándo lo han sido para nosotros? Me pregunto (también). Excusas hay las que queramos y nos inventemos. Como palabras.