Días después de presentar mi exposición ‘Vidas Minadas’ en 1997 viajé de nuevo a Chile. Llevaba cuatro años sin visitar el país austral donde había realizado en la década anterior los primeros trabajos periodísticos de los que me siento orgulloso. Faltaban cuatro días para finalizar el año. El país estaba inmerso en una burbuja de […]
Días después de presentar mi exposición ‘Vidas Minadas’ en 1997 viajé de nuevo a Chile. Llevaba cuatro años sin visitar el país austral donde había realizado en la década anterior los primeros trabajos periodísticos de los que me siento orgulloso.
Faltaban cuatro días para finalizar el año. El país estaba inmerso en una burbuja de aparente democracia. Los políticos democristianos y socialistas gobernaban en coalición y formalizaban reuniones amigables con los antiguos militares golpistas y asesinos. Augusto Pinochet seguía siendo el comandante en jefe del Ejército y estaba a punto de convertirse en senador vitalicio.
La actitud del Gobierno del presidente Eduardo Frei, en el que también estaba presente el ministro socialista Ricardo Lagos, que sería presidente del país a partir de marzo de 2000, era vergonzosa. En cuatro años no había tenido tiempo de recibir a los familiares de los desaparecidos a pesar de las súplicas de aquellas mujeres valientes. Le habían enviado quince cartas en donde le decían que el drama de los desaparecidos «es una herida abierta en el alma de Chile», pero sus portavoces le contestaban con repetidas excusas: «la agenda del presidente está repleta de actos».
Las atrocidades de la dictadura eran un tema tabú. No existía una sola publicación independiente o crítica con la actitud de unos gobernantes entusiasmados por lavar la cara a los militares. Aunque algo empezó a cambiar dos semanas después de mi llegada cuando se presentaron las primeras querellas criminales contra Pinochet, un hecho que desembocaría en su detención en Londres en octubre de 1998.
El relato de las víctimas de la dictadura
Estaba tan indignado que decidí realizar un gran reportaje. Busqué a las protagonistas de los casos más simbólicos de la dictadura militar. Hablé con Fabiola Letelier, cuyo hermano Orlando, ministro del Gobierno de Salvador Allende, fue asesinado en Washington en septiembre de 1976.
Hablé con Joan Jara, la esposa del cantautor Víctor Jara que fue salvajemente torturado y acribillado a balazos días después del golpe de Estado de 1973. Hablé con Carmen Soria, la hija del español Carmelo Soria, funcionario de la ONU asesinado por los sicarios de Pinochet en 1976. Hablé con Ana María Fresno, la esposa de Bernardo Leighton, ex vicepresidente durante el Gobierno democristiano anterior al de Allende, que se opuso frontalmente al golpe de Estado apoyado por la mayoría de sus compañeros de partido. Ambos sufrieron un atentado en Roma, aunque salvaron sus vidas.
Hablé con Carmen Vivanco, que tenía cuatro familiares directos (su esposo, su hijo, su hermano y su sobrino) desaparecidos. Hablé con la española Gregoria Peña, madre de Michelle, desaparecida en junio de 1975 cuando estaba embarazada de ocho meses y medio. El juez de la Audiencia Nacional española Manuel García Castellón investigaba su caso.
Hablé con María Angélica y Sofía Prats, hijas del general Carlos Prats, predecesor del cobarde Pinochet en el cargo del comandante en jefe del Ejército. Prats y su esposa Sofia Cuthbert volaron por los aires en septiembre de 1974 al explotar una bomba accionada por control remoto.
Hablé con Silvia Vera, esposa de un desaparecido en 1975 y compañera sentimental del periodista José Carrasco, asesinado el 7 de septiembre de 1986 en venganza por los cinco escoltas muertos en la emboscada contra la comitiva de Pinochet ocurrida un día antes. Su cuerpo apareció en un vertedero con trece disparos en la cabeza en forma de corona.
Hablé con Carmen Gloria Quintana, que con 18 años fue quemada viva por una patrulla militar durante una protesta contra la dictadura ocurrida once años antes. Hablé con Estela Ortiz de Parada, cuyo esposo José Manuel Parada fue degollado en 1985. Trabajaba, a pesar de que su militancia comunista en la Vicaría de la Solidaridad, el organismo de derechos humanos dependiente del Arzobispado que impidió que una losa de silencio sepultase los crímenes del dictador.
«No se lo tenga en cuenta, señor periodista»
Hable con otras dos personas más. Con la hija y la esposa de Allende. De la casa de Isabel Allende salí muy enfadado y estuve a punto de dar un portazo. Utilizó un tono ambiguamente calculado cuando le comenté cómo era posible que los socialistas chilenos «estuviesen haciéndole la cama a los militares», como me había dicho una de las mujeres entrevistadas. Me habló de la necesidad de pensar en el futuro más que en el pasado. Fue una conversación muy tensa.
Sabía que ella no había querido autorizar que el nombre de su padre presidiese el impresionante pedestal de piedra con la lista de los miles de desaparecidos y ejecutados, que se construyó en el Cementerio General de Santiago y que fue inaugurado el 26 de febrero de 1994, al final del primer Gobierno después de la dictadura. «Mi madre no quiere revolver el pasado», fue la excusa que esgrimió.
Pero la casualidad permitió un encuentro entre Hortensia Bussi, esposa de Allende, y algunas mujeres familiares de desaparecidos unos días antes de la solemne inauguración. Hortensia aclaró que su hija no le había informado y dio la autorización para que el nombre de su marido fuese esculpido junto a los de miles de víctimas.
Al día siguiente visité a la viuda de Allende. Le comenté la frustración que me había provocado su hija. Ella actuó con una buena madre: «No se lo tenga en cuenta, señor periodista». Me impresionó su aplomo y la fuerza de sus palabras a pesar de sus 83 años. Sus palabras fueron proféticas: «Tarde o temprano tendrá que ser enjuiciado. Lamento que ese juicio no se haya realizado todavía en mi país y también lamento la actitud del Gobierno chileno actual, que no está apoyando las investigaciones judiciales realizadas en España (en aquel tiempo Garzón todavía no se había hecho cargo de las querellas), que sí cuentan con el respaldo del Parlamento Europeo, del Ministerio de Justicia norteamericano y de las organizaciones de derechos humanos chilenas. La coalición de democristianos, socialdemócratas y socialistas, no han actuado con dignidad, ni valentía y siguen teniendo miedo a Pinochet y a las fuerzas armadas. En Chile se auspicia el olvido y la amnesia colectiva».
Le dije que su testimonio me reconciliaba con la familia de Allende, pero no incluí a su hija Isabel entre los protagonistas de mi reportaje. No se merecía estar al lado de mujeres tan valientes. A mi vuelta a España busqué un dominical para publicarlo. El domingo 8 de marzo de 1998, dos días antes de que Pinochet se convirtiese en senador vitalicio, apareció en El País Semanal con el título de ‘Mujeres contra el olvido’. Portada y trece páginas. El día anterior nació mi hijo Diego. Dos premios en el mismo fin de semana.
Hortensia Bussi me escribió una emotiva carta dándome las gracias por el reportaje. La gran dama chilena murió la semana pasada a los 94 años. Ojalá pueda descansar en paz después de una larga vida amando a su país.