«¿Hasta cuándo, Catilina, abusarás de nuestra paciencia?», preguntó Marco Tulio Cicerón al senador Lucio Sergio Catilina el 8 de noviembre del año 63 a.C. en Roma. Agarrado en actitudes criminales, Catilina se niega a renunciar a su cargo. Cicerón, orador eminente, respetado por su conducta ética en la política y en la vida personal, puso […]
«¿Hasta cuándo, Catilina, abusarás de nuestra paciencia?», preguntó Marco Tulio Cicerón al senador Lucio Sergio Catilina el 8 de noviembre del año 63 a.C. en Roma. Agarrado en actitudes criminales, Catilina se niega a renunciar a su cargo.
Cicerón, orador eminente, respetado por su conducta ética en la política y en la vida personal, puso en su boca la indignación popular: «¿Por cuánto tiempo más todavía se va a burlar de nosotros esa locura tuya? ¿A qué extremos va a llegar tu audacia sin freno? Ni la guardia del Palatino, ni la ronda nocturna de la ciudad, ni el temor del pueblo, ni la afluencia de todos los hombres de bien, ni este local tan protegido para reunirse el Senado, ni la mirada y el aspecto de estos senadores, ¿nada de eso ha conseguido perturbarte? ¿No sientes que tus planes están a la vista de todos?»
«¡Oh tiempos, oh costumbres!», exclamó Cicerón movido por su atormentada perplejidad ante la insensibilidad del acusado. «¿Qué vas a esperar todavía, Catilina, si ni la noche con sus tinieblas puede mantener ocultas tus criminales confabulaciones; ni una casa particular puede contener, a pesar de sus paredes, los secretos de tu conspiración; si todo sale a la luz del día, si todo aparece en público?»
Como jurista que era, Cicerón se esforzó para que Catilina admitiese sus graves errores: «Es tiempo, créeme, de cambiar esas disposiciones; desiste de las matanzas y los incendios. Estás copado por todas partes. Todos tus planes están para nosotros más claros que la luz del día».
Si Catilina permanecía en el Senado no era sólo porque su propia voluntad lo mantenía, sino sobre todo por la complicidad de quienes podían perder, con su renuncia, privilegios políticos. De ahí la exclamación de Cicerón: «¿En que país del mundo estamos entonces? ¿qué gobierno es el nuestro?»
Cicerón no temía las amenazas y expresaba lo que le dictaba el decoro: «Ya no puedes convivir por más tiempo con nosotros; no lo soporto, no lo tolero, no lo consiento… ¿Qué mancha de escándalos familiares no ha sido grabada a fuego en tu vida? ¿Qué ignominia de vida particular no va unida a tu reputación?… Me refiero a datos referentes no a la infamia personal de tus vicios, no a tu penuria doméstica y a tu mala fama, sino a los intereses superiores del Estado y a la vida y la seguridad de todos nosotros».
Los crímenes de Catilina eran patentes ante la nación. Sus mismos pares lo evitaban, como señaló Cicerón: «Y ahora, ¿qué vida llevas? Deseo en este momento hablarte de modo que se vea que no estoy movido por el rencor, que te debería tener, sino por una compasión que tú para nada mereces. Entraste hace poco en este Senado. ¿Quién, entre esta amplia asamblea, entre todos tus amigos y parientes, te saludó? Si esto no le ha pasado a nadie desde que hay memoria de los hombres, ¿todavía esperas que te insulten con palabras cuando te encuentras apabullado por la pesadísima condena del silencio?»
Catilina fingía no darse cuenta de la gravedad de la situación. Daba oídos sordos, juraba inocencia, se agarraba desesperadamente a su mandato. «Si mis esclavos me temiesen del modo que todos tus conciudadanos te miran -clamó Cicerón-, yo, por Hércules, me sentiría impulsado a dejar mi casa; y tú, en esta ciudad, ¿no piensas que es tu deber abandonarla? Si yo me viera, incluso injustamente, tan gravemente sospechado y detestado por mis conciudadanos, preferiría quedar privado de su vista antes que ser blanco de la mirada hostil de todo el mundo; y tú, a pesar de que reconozcas, por la conciencia que tienes de tus crímenes, que es justo y muy merecido el odio que todos te tienen, ¿aún dudas en huir de la vista y de la presencia de todos aquellos a quienes te sientes ligado de alma y de corazón?»
Cicerón no tenía esperanza de que su petición fuese escuchada: «¿De qué sirven mis palabras? ¿Podrá algo lograr que des tu brazo a torcer? ¿Cómo podrás corregirte algún día?» Y no exculpó a los políticos que, a pesar de todo, apoyaban a Catilina: «Hay todavía en este Senado algunos que o no ven lo que nos amenaza o fingen ignorar lo que ven».
Arrinconado, Catilina se refugió en Etruria y murió en el 62 a.C. Cicerón, separado del Senado por Julio César, fue asesinado en el 43 a.C. Un siglo después, Calígula, disgustado con el Senado, nombraría senador a su caballo Incitatus, con derecho a 18 asesores, un collar de piedras preciosas, mantos de color púrpura y una estatua de tamaño natural, de mármol con pedestal de marfil.