Los medios nos informan, de vez en cuando, de tal o cual ataque contra la historia por parte de los herederos biológicos o políticos de genocidios y razias relativamente recientes. Cuando un cementerio judío es profanado en Argentina, la noticia aparece destacada en el último rincón del mundo, traducida simultáneamente a todos los idiomas imaginables. […]
Los medios nos informan, de vez en cuando, de tal o cual ataque contra la historia por parte de los herederos biológicos o políticos de genocidios y razias relativamente recientes. Cuando un cementerio judío es profanado en Argentina, la noticia aparece destacada en el último rincón del mundo, traducida simultáneamente a todos los idiomas imaginables.
Los protagonistas de semejantes excesos son perseguidos por la justicia, recriminados en público y, si el delito lo exige, multados y encarcelados. La apología de la ideología totalitaria ha sido desterrada de la educación y de los medios tanto públicos como privados, con un control exhaustivo de sus brotes estacionales.
La excepción, sin embargo, confirma la regla general. Aquí, cerca de casa, en España, sus instituciones, sus medios de comunicación, sus universidades, gran parte de su sociedad, se pasa por el forro el sentir civilizado de estas normas, escritas y no escritas, y evolucionan con un desprecio supino hacia los crímenes históricos. Los que tenemos más años lo hemos vivido: durante décadas nos han vendido propaganda en vez de historia. De un tiempo a esta parte, en cambio, el negacionismo cubre con su manto la España oficial. Desde Pelayo, a pesar de la contumacia vasca y catalana, España ha sido la antesala del paraíso.
No me excedo, ni son producto de un calentón mis impresiones. A las pruebas me remito, como diría el fiscal. No hay que hurgar demasiado y como botón de muestra, mis andanzas de este fin de semana. Sin orden pero con concierto. La constatación de semejantes cuestiones me dejaron, eso sí que lo reconozco sin pudor, un amargo sabor de boca. El mundo que hemos desbrozado a hijos y nietos es, en muchas ocasiones, nauseabundo.
Abrí el domingo una página de un diario del grupo Vocento y descubrí que un catedrático de historia de la universidad vasca regentada por los jesuitas se daba un festín laudatorio a cuenta de José María Areilza. Mentía escandalosamente, tapaba sus crímenes, su estancia en el Consejo Nacional de Falange cuando los matarifes de Franco linchaban por limpieza étnica y reubicaba al personaje en las esferas «mundanas» de la historia. Un artículo para conservar. Bochornoso para la universidad vasca aunque sea privada.
Cambié de medio para encontrarme en otros dos diarios un mismo texto diferenciado únicamente por el idioma: miembros de una asociación dedicada a la recuperación de la llamada memoria histórica se quejaban amargamente del aumento de ataques contra los símbolos que recuerdan a las victimas del franquismo. En Artica había sido destrozada una placa que recordaba a los 17 fusilados en el pueblo. En las cercanías de Arritxulegi los disparos de una metralleta, o quizás de una pistola, habían segado, por segunda vez, el recuerdo de los ekintzales asesinados por el fascismo. La lista de canalladas continuaba y encogía el corazón. Cerré los periódicos y bajé al garaje.
Comenzábamos una nueva campaña en Amaiur, siguiendo la estela de los últimos años. Llegamos en un santiamén, gracias a la nueva carretera. No mereció la pena la velocidad. En el cartel de la entrada del añejo castillo desmochado por Cisneros y que defendieron los hermanos de san Francisco Javier, una inscripción, «Cristo rey», y un símbolo pintado a grandes trazos, el de Orden Nuevo, el mismo que trajeron a Donostia los falangistas que reivindicaban a Hitler tras los escudos de la Policía Autónoma.
Me vino a la cabeza, de nuevo, el artículo del catedrático, y el descubrimiento de una vieja edición de La Vanguardia donde se relataban los últimos momentos del sacerdote Ariztimuño, Aitzol. Acababa de rescatar la crónica con motivo del homenaje de parte de la iglesia vasca a los curas fusilados por Franco. Y el diario catalán señalaba que Aitzol debió quedar malherido tras su fusilamiento por lo que un joven falangista de una conocida y rica familia de Bilbao fue el encargado de darle el tiro de gracia. ¿Por qué unos crímenes se airean y otros se ocultan bajo la alfombra? Lo de Amaiur era denigrante. Intenté imaginar una pintada con algo así como «Gora Euskadi» en la puerta de la Basílica del Pilar de Zaragoza, en la Cibeles de Madrid o en la Giralda de Sevilla. Ya sé que la comparación no vale, porque la villanía de los criminales no tiene parangón. Y que el gora es inofensivo. Pero déjenme recrearme en el símil. El escándalo sería mayúsculo. El Parlamento de Gasteiz se pronunciaría de inmediato y pediría perdón a quien fuera. Se harían manifestaciones y comunicados de intelectuales, entre ellos Saramago y Boadella sin duda, y la Policía practicaría las pesquisas y detenciones pertinentes. Ni una más ni una menos.
Puesto a imaginar, me metí en un pozo sin fondo. Imaginé, sin la poesía de John Lennon, un escenario absolutamente radical al presente. Cientos de energúmenos llegados de todos los puntos de Europa, escupiendo y orinando en la plaza de Oriente, destrozando a martillazos el acueducto romano de Segovia y defecando en los símbolos de los defensores del Madrid pintado por Goya. No pude mantener la pesadilla por mucho tiempo. Los sueños son frágiles.
Volví a la realidad y recordé. Recordé las expediciones españolizantes, desde la del entonces príncipe cuando el Gobierno celebró en Gernika el día de la Raza (¿quién dijo bombardeo?) hasta el desfile de la Virgen del Rocío por las calles de Bilbao, para bajar los humos a la de Begoña que, por lo visto, después de tantos años había aprendido euskara.
Recordé el reciente atropello de la Plaza del Castillo. Las ruinas que se dejaron entrever hace poco, como quien dice, se remontaban a los dos mil años: un menhir, una necrópolis musulmana, unas termas romanas y una gran muralla. El Ayuntamiento de Pamplona, sin embargo, prefirió la especulación urbanística. En el vertedero de la localidad de Beriáin aparecieron según El País, «abundantes restos arqueológicos, datados entre los siglos I-II de nuestra era hasta el XVI». Provenían de la Plaza del Castillo que el consistorio pamplonés entregó a los constructores del aparcamiento. Vergüenza ajena.
¿Recuerdan Praileiatz? Seguro que sí.
Almorcé precisamente en Pamplona y conocí, perplejo, la imposición de la alcaldesa del nombre de uno de los verdugos españoles del siglo XX para una de los centros culturales de la capital. Dice la burgalesa que lo del nombre, Tomás Domínguez Arévalo, es lo de menos y lo que importa de veras, es el título nobiliario, Conde de Rodezno. Un escarnio a los demócratas. Se imaginan que en Berlín o cualquier otras ciudad alemana Himmler, Goebbeles o Eichamn recibieran en 2009 semejantes honores. Yo tampoco. La alcaldesa de Pamplona, en cambio, recuerda el fascismo con cariño y se desternilla en la memoria de los más de 300 pamploneses fusilados cuando el tal Tomás éste era ministro de «Injusticia» de Franco.
Volví abrumado a casa y, de paso, recordé que entre nosotros, el desprecio por la historia no está muy alejado del que profesan los dirigentes navarros. En un espacio público como Urgull, pulmón de la ciudad, reposan con todos los honores los restos de la tropa inglesa que apoyó la causa liberal en 1835. Veinte años antes, villanos con el mismo uniforme habían quemado la ciudad y violado a sus mujeres y niñas. No conozco en ningún otro lugar del mundo, aunque probablemente exista, tantos honores a los hijos de asesinos y violadores. Todo ello porque Inglaterra apoyó la causa liberal en un medio en el que el carlismo era abrumadoramente mayoritario.
E imaginé nuevamente un escenario de sarcasmo. Graffitis en Atapuerca, demolición de la catedral de Burgos para edificar viviendas unifamiliares, desfiles provocadores de seguidores de Nelson y Napoleón en la Plaza Mayor de Madrid, venta al por mayor de los capiteles de la aljama de Córdoba, ametrallamiento de las placas que recuerdan a los defensores de Numancia… Y es eso lo que siento, salvando las distancias, que están haciendo en mi país. «I´am a dreamer», soy un soñador, cantaba Lennon. Quizás radique ahí el problema.