Recomiendo:
0

Sobre el incendio que arrasó parte del Valle del Tiétar

Fuentes: Rebelión

Hace ahora un mes del incendio que asoló el valle del Tiétar, con consecuencias desastrosas -un amigo muerto, varias casas incendiadas, miles de árboles y animales desaparecidos- y, además, con unos procedimientos por parte de «las autoridades» realmente escandalosos. Todavía no hemos conseguido que el ayuntamiento, ni nadie, por otra parte, nos explique las medidas […]

Hace ahora un mes del incendio que asoló el valle del Tiétar, con consecuencias desastrosas -un amigo muerto, varias casas incendiadas, miles de árboles y animales desaparecidos- y, además, con unos procedimientos por parte de «las autoridades» realmente escandalosos. Todavía no hemos conseguido que el ayuntamiento, ni nadie, por otra parte, nos explique las medidas recientemente adoptadas (hasta hace muy poco, se contaba con las gentes del lugar para atajar los fuegos) y que están dando unos resultados tan atroces. El texto que sigue a continuación, «sin autor», es una reflexión poco habitual y, tal vez, sólo quienes viven en el campo o habitan en pueblos que todavía se conserven como tales puedan compartir plenamente lo que ahí se dice porque, ciertamente, las cosas son muy diferentes si suceden o se ven desde la ciudad. Pero me parece importante que, alguna vez, se escuchen las voces de quienes no somos «ciudadanos», sino vecinos y habitantes de una tierra que están haciendo todo lo posible por matar. Porque, en definitiva, todas y todos estamos realmente amenazados.

María Tabuyo

…………………………………………………………………………………………………..

Sobre el incendio que arrasó parte del Valle del Tiétar

Si se aspira a que una catástrofe como el incendio que arrasó una parte importante del valle del Tiétar el pasado 28 de julio no vuelva a repetirse, se impone, antes de nada, una reflexión sobre los diversos aspectos del suceso. Dejaremos de lado aquí cuál pueda haber sido el origen del fuego y todo lo relativo a lo que parece su probable carácter intencionado. Tampoco se ocupa este escrito de las circunstancias «ambientales» relativas a la prevención de los incendios, como el tema «pinos frente a bosque autóctono», «limpieza del monte», etc., y tampoco se hablará aquí, por ejemplo, de los criterios que se deban seguir para la recuperación de las zonas afectadas, temas que exigirían otras tantas reflexiones independientes.

La perspectiva de este escrito se limita estrictamente a la forma en que se actuó en el proceso de la extinción y a algunas de las medidas que se tomaron para apagar -o, mejor dicho, para no apagar- un fuego que atravesó libremente y en repetidas ocasiones caminos, carreteras y cortafuegos, un día en que no hacía demasiado viento, en lo que resultó ser un ejercicio de incompetencia difícilmente superable. Tampoco se pretende buscar responsabilidades personales (independientemente de que pudieran existir y de que sea pertinente hacerlo) sino ahondar en las motivaciones subyacentes de las decisiones adoptadas.

Entre esas decisiones hay dos, con muy distinta incidencia sobre el desarrollo global del fuego pero de idéntica naturaleza y, de algún modo, indisociables, que parecen particularmente significativas: la prohibición de acceder al incendio a los numerosos voluntarios que se ofrecían a colaborar y la evacuación forzosa de los residentes en la zona. Aunque la segunda de ellas -es decir, la evacuación- pueda tener una relevancia muy escasa o nula en cuanto al desarrollo global del incendio, no deja de ser cualitativamente importante por lo que significa y por afectar vitalmente a un número nada despreciable de personas.

En efecto, la evacuación forzosa es, por encima de todo, una injerencia inadmisible en la libertad individual, propia de un Estado totalitario, y una negación flagrante del legítimo derecho de toda persona a defender lo que es suyo y, más en particular, su vivienda y su tierra. Análogamente, la prohibición a los voluntarios de participar en las labores de extinción -circunstancia que sí fue decisiva en la propagación del fuego- es, aparte de un ridículo acto de arrogancia y de paternalismo por parte de los organismos oficialmente encargados de la extinción, una actitud idénticamente atentatoria contra la colectividad, en tanto que prohibición a todo un pueblo de defender la tierra que legítimamente le pertenece y a la que pertenece. El acto es tanto más patético cuanto que entre el voluntariado se contaban personas con sobrada experiencia en este tipo de sucesos y con un conocimiento concreto del terreno, absolutamente esencial en la extinción de un incendio, conocimiento del que demostraron carecer por completo no sólo las brigadas llegadas de otras comarcas más o menos próximas (lo que es, naturalmente, comprensible) sino también todo el personal «oficialmente» encargado de la extinción, en particular quienes se encontraban al mando de las operaciones.

Ahora bien, estas dos medidas, más allá de las personas concretas que las pudieran dictar, están sustentadas en unas actitudes sociales hoy en día generalizadas, que es preciso poner de manifiesto, tanto más cuanto que, probablemente, sean inconscientemente apoyadas, en mayor o menor medida, de forma tácita o expresa, no solo por quienes puedan aprobar la gestión de la extinción sino también por muchos de quienes la critican.

Básicamente, parece haber cuatro razones de fondo -o, al menos, relativamente de fondo– detrás de las dos medidas mencionadas.

1) La ilusión tecnológica. Es decir, la difundida creencia de que la tecnología lo resuelve todo y de que, en este caso concreto, la extinción del fuego podía encomendarse básicamente a aviones y helicópteros. Sin duda la imagen de un grupo de paisanos con azadas y rastrillos debió de parecer a nuestros tecnologizados políticos vergonzante y «tercermundista» (la peor ofensa que en el ámbito político se le puede hacer a cualquier institución de nuestro mundo tan orgullosamente «moderno y democrático»); sin embargo, cualquier persona con una mínima experiencia en incendios forestales sabe que la realización de cortafuegos, por ejemplo, es una tarea absolutamente esencial, y que solo una masa humana considerable tiene la movilidad y la capacidad suficiente para hacer un cortafuegos de una longitud importante en escasos minutos, tarea de todo punto irrealizable por unos pocos bomberos por muy cualificados que se los suponga y por mucha tecnología de la que dispongan.

2) La especialización de las funciones sociales. Vivimos en una sociedad que ha decidido -es decir, en la que la inmensa mayoría de sus ciudadanos ha decidido o, al menos, acepta- que todas las funciones colectivas que en una sociedad normal debería asumir personalmente cada cual, ya fuere de forma individual o grupal, sean asumidas ahora por personal especializado al servicio del Estado o de grandes empresas. Todas las actividades esenciales de la vida a través de las cuales el individuo se mantiene en relación directa y real con el mundo -con el cosmos, propiamente hablando: construir o cuidar la casa en la que vive, conseguir o cultivar los productos con que se alimenta, confeccionar las ropas con que se cubre, cortar la leña con la que se calienta, etc,- y que pueden contribuir decisivamente a dar sentido a la existencia, tienen ahora un carácter estrictamente funcional y son asumidas por macroentidades de carácter anónimo y despersonalizado. El ciudadano trabaja (suponiendo que pueda hacerlo) en una actividad habitualmente impersonal, ajena por completo a su vocación existencial, cobra un dinero y, paga, de un modo u otro, para que otros se encarguen de las actividades que normalmente deberían ocupar su vida y a través de las cuales se podría realizar como ser humano. En definitiva, paga para que otros vivan su vida por él, función para la que habitualmente se encuentra demasiado atareado y sin suficiente tiempo disponible.

De este modo llega a contemplarse como algo completamente normal la especialización despersonalizante de todas las tareas básicas, una de cuyas consecuencias, por ejemplo, es que apagar el fuego que amenaza su tierra -tierra que, de no haber sido reducida a la mera condición de «medio ambiente» por el cientifismo ecologista, debería tener para él un valor sagrado- no sea un asunto vital en el que se encuentra existencialmente implicado de forma natural e inevitable, sino un problema técnico del que deben ocuparse exclusivamente los especialistas designados por la burocracia estatal.

3) La obsesión paranoica por la seguridad. Nunca a lo largo de la historia, hasta la aparición de la sociedad industrial, se había llegado a poner en peligro de forma global, como ahora, la existencia de la vida en el planeta. Es probablemente esta nueva situación la que, a través de una red de mecanismos intermedios, acaba generando en los individuos, a modo de defensiva compensación, la obsesión paranoica por la seguridad, que actualmente comparten la inmensa mayoría de los habitantes del llamado primer mundo. Parece que dentro de poco va a ser obligado asegurar hasta el bolígrafo que uno lleva en el bolsillo, circular por las calles con mascarilla permanente -haya o no haya gripe- y esterilizar la vajilla antes de cada comida.

En la medida en que las múltiples amenazas que la actual forma de vida implica son indiscutiblemente reales, esa obsesión podría tener su justificación y su eficacia si hubiera sido encauzada de una manera no neurótica y siempre que por el camino no se hubiera perdido lo esencial. En efecto, se olvida que el gran riesgo, la gran amenaza que el moderno sistema industrialista proyecta sobre los que vivimos en él no es tanto de orden físico (con toda la importancia que esto pueda tener), cuanto prioritariamente anímico: lo que, por encima de todo, en estos momentos está en peligro de muerte inminente no es tanto el cuerpo como el alma, el alma de los individuos y el alma de las colectividades, que perecen indefectiblemente en un sistema uniformizante que obliga a una existencia reductoramente física y cuantitativa, enajenada y despersonalizada. Así se promueven ridículas normativas que vigilan hasta el último detalle las esquinas de un juguete de plástico o que controlan la asepsia integral de unos alimentos plastificados, mientras se asfixia al planeta bajo millones de toneladas de basura inútil, subproductos de la fabricación de la basura «útil» entre la que diariamente nos movemos, y mientras los nuevos «ciudadanos responsables», muy preocupados por el uso de la mascarilla a la hora de pintar una puerta con titanlux, envenenan satisfechos sus inteligencias con la inmundicia intelectual que devoran cotidianamente a través de todos los canales mediáticos de la «sociedad de la información».

Esta maníaca y generalizada obsesión por la seguridad física -que se diría extrañamente combinada con un subliminal complejo de culpa que busca el suicidio colectivo-, y el pánico ante la posibilidad de asumir conscientemente ciertos riesgos específicos, explícitos pero naturales, necesarios y relativamente menores, está probablemente, de forma decisiva, detrás de esa negativa a permitir el acceso de los voluntarios al área del incendio.

4) El clima de inestabilidad generado entre la clase política por las responsabilidades supuestamente derivadas de cualquier catástrofe. En efecto, la justa y necesaria búsqueda de responsabilidades se convierte sistemáticamente en oportunista petición de dimisión de algún ministro y varios cargos políticos por parte de la oposición -sea ésta la que sea- cada vez que a la naturaleza se le ocurre la intolerable idea de asolar con un terremoto o una inundación un país democrático, dejando tras de sí la consiguiente estela de víctimas humanas. Al margen de que, dada la catadura de nuestro estamento político, toda dimisión es buena, es éste un mecanismo que el sistema sociopolítico vigente ha conseguido interiorizar hábilmente y con pleno éxito en los ciudadanos, para convencerles de que, cuando algo no funciona, la culpa es siempre de algún individuo irresponsable o incompetente, pero jamás del propio sistema; menos todavía, una fatalidad irremediable, inseparable de la precaria condición humana, posibilidad que la arrogante conciencia del homo technologicus ni siquiera se digna contemplar.

En definitiva, se puede criticar a las personas pero no poner en cuestión el orden establecido. De este modo, la crítica de los funcionamientos (actitud ahora propia de todo ciudadano bienpensante y progresista) reprime y abroga el derecho a rechazar la estructura (actitud propia de indeseables elementos antisociales). Esta institucionalización de una crítica blanda, por la que todo el mundo considera un deber protestar, reivindicar, acusar y pedir dimisiones a diestro y siniestro, pero que jamás cuestiona el «orden» global, se une al apego al cargo; y, naturalmente, cualquier político se lo pensará dos veces antes de permitir una actuación que, por muy justa y necesaria que sea, caso de salir mal, podría costarle el puesto.

Este mecanismo se acompaña, por otra parte, de un argumento supuestamente «humanista», pero en realidad radicalmente demagógico, en virtud del cual se proclama de manera cínica y pomposamente teatral que es preferible que se quemen miles y miles de hectáreas de bosque a que una persona corra el riesgo de perder la vida, como si ambas magnitudes fuesen comparables y como si no hubiese causas que justificasen la asunción de un riesgo que cada cual, por lo demás, es libre de asumir o rechazar. Esta sobrevaloración ostentosa y descontextualizada de la vida humana no pasa de ser una expresión particular del superhinflado ego colectivo del hombre contemporáneo.

En definitiva, es el modelo social ampliamente aceptado por la mayoría de la población y defendido con idéntico énfasis por todas las fuerzas políticas, de derechas y de izquierdas, el que se encuentra de forma directa y relativamente inmediata detrás de la ineficacia para apagar el incendio del valle del Tiétar. Búsquese, pues, si ha lugar, a los responsables inmediatos de tanta incompetencia, pero no se caiga en la ingenuidad de pensar que una mera sustitución de personas o partidos resolverá ningún problema.

En la consciencia de que los análisis teóricos no excluyen la propuesta de medidas concretas (lástima que, a la inversa, quienes con mentalidad supuestamente pragmática y eficiente dicen ocuparse «críticamente» de lo urgente jamás tengan tiempo para ocuparse de lo esencial), se hace desde aquí un doble llamamiento a la población para que en futuras ocasiones, es decir, de cara a futuros incendios que sin duda se producirán, se adopten dos medidas específicas con respecto a los temas aquí considerados, independientemente, claro está, de las que se puedan adoptar en relación a otros aspectos:

1. Resistirse individualmente de forma inflexible (que la resistencia sea más o menos pasiva o activa quedaría a la decisión y el coraje de cada cual) a cualquier intento de evacuación forzosa e indiscriminada de quienes no quieran marcharse, de modo que, como mínimo, las «fuerzas del orden» tengan que sacar literalmente a rastras a los interesados.

2. Ignorar colectivamente, desde el primer momento, de forma tan resuelta y contundente como fuere necesario, todo intento por parte de los burócratas de turno (sean municipales, autonómicos o estatales, «progresistas» o «conservadores») de impedir o dificultar la legítima e imprescindible acción de los voluntarios en las tareas de extinción, es decir, dar la respuesta que se merece a la totalitaria pretensión de conculcar el legítimo derecho de los hombres y mujeres de este pueblo a defender lo que es suyo.