Si el narcotráfico no fuese una red que hoy cubre todo el planeta y que se instala en la vida cotidiana de millones de personas, en miles de ciudades, Gema Silva no tendría sus propias narcohistorias que contar. Son los relatos de las mujeres de su familia, que de una u otra forma, voluntaria o […]
Si el narcotráfico no fuese una red que hoy cubre todo el planeta y que se instala en la vida cotidiana de millones de personas, en miles de ciudades, Gema Silva no tendría sus propias narcohistorias que contar. Son los relatos de las mujeres de su familia, que de una u otra forma, voluntaria o de manera inconsciente, contribuyen a perpetuar un sistema criminal que cobra vidas en todo Chile.
«Aunque mi hermana sufría de cáncer y tenía problemas con el alcohol, cuando me avisaron por teléfono que estaba muerta yo pensé que había pasado algo raro», recordó Gema Silva mientras sus ojitos verdes se perdían en el agua oscura de la taza de té. La policía dijo que Begoña Silva, de 70 años, murió de un ataque al corazón, a las 8 de la mañana, el sábado 5 de abril de 2008. La encontraron a eso de las 9, sentada en una esquina del patio delantero de su casa, con una botella de vino en la mano.
Begoña vivía en la población Tristán Matta, en la comuna de Pedro Aguirre Cerda, al sur de Santiago. En el sector sur de la capital es donde ocurren la mayor cantidad de homicidios de todo Santiago. «Esto es el Brooklyn», dijo una vez el jefe de Delitos Sexuales y Violentos de la Fiscalía Sur de Santiago, Pedro Orthusteguy. En el 2007 hubo 610 homicidios en todo Santiago, y 216 sucedieron en la zona sur. Pero el barrio en el que vivía Begoña no es conocido como un lugar peligroso.
Según la policía, Begoña se levantó temprano ese sábado de otoño. Sin abrigarse, salió al patio con la botella en la mano. Estando afuera se sintió mal, se recostó en la pared y lentamente se agachó por el dolor en el pecho, hasta quedar sentada en el piso, sin soltar la botella. La muerte de Begoña es un caso cerrado.
Pero para Gema «las cosas a veces no son como parecen»: Begoña no era buena para madrugar (como bebía mucho, por lo general se acostaba y levantaba tarde), rara vez salía al patio, y menos aún sin chaleco a esa hora de la mañana. «Begoña prefería ganar la plata fácil». Gema lo dijo como reprochándoselo a la muerta. Pero Begoña no podía trabajar porque pasaba borracha. A veces se quejaba de fuertes dolores al tragar pues llevaba un par de años sin controlarse el cáncer a la tiroides que padecía desde los 17 años. Había perdido mucho peso y Gema sufría al verla borracha y disminuida. Begoña ya no era la mujer grandota de antes. Tal vez el vino le ayudaba a soportar el malestar, o puede que fuera parte de su propia terapia de resignación para olvidar que de todas maneras se estaba muriendo.
Begoña recibía 30 mil pesos mensuales (casi 55 dólares) por cuidar en su casa a Rebeca, la hija de su pareja. Rebeca era una joven de unos 25 años, flaca, delgada y con retardo mental, lo que la hacía comportarse como una niña de 8 años. En realidad, no eran muchas las opciones de Begoña para sobrevivir: alquilar habitaciones en su casa (arrendaba una), dedicarse al comercio ambulante (no le interesó), la prostitución (estaba muy vieja) o entrar al microtráfico.
Como si en el té que sorbía mirara un álbum de fotos, Gema vio a su hermana. «La Beña era la hermana que más quería. Ahora sí me siento sola».
1. Es peor en la casa que en la vía pública
El funeral de Begoña fue el domingo, al día siguiente de su muerte. Se presentaron al velorio una decena de vecinos y familiares. El único hijo de Begoña llegó manejando el taxi con el que trabaja. También estaba Raúl, la pareja de Begoña, y su hija Rebeca a la que todos miraban con lástima y se preguntaban -incluyendo el propio Raúl- quién la cuidaría ahora.
En un principio, Gema pensó que a Begoña la había matado Raúl. «Como el hombre siempre le pegaba, y la dejaba toda moreteada, yo pensé que esta vez se le había pasado la mano». Begoña nunca denunció a Raúl en Carabineros. Tal vez pensó que no le iban a creer porque era alcohólica y todos lo sabían, hasta la policía.
Gema en cambio ha denunciado a su marido unas cinco veces. «Un día me cansé de que Alfredo me pegara. Agarré a mis dos chiquillos y me fui a la casa de mis papás. Eso fue hace más de 40 años. Después viví sola con mis hijos y nietos. Cuando éramos novios no nos veíamos en la noche sino durante el día. Yo no sabía que Alfredo bebía hasta que nos casamos. Ahí supe cómo era él en realidad. Salía todas las noches, pasaba días sin llegar a la casa, se gastaba su sueldo en juergas. Lo peor es que cuando está borracho se vuelve loco y le da contra mí». Alfredo ha vivido los últimos 10 años en la misma casa que Gema, pero en una habitación aparte.
Una noche del 2006, mientras Gema veía la telenovela mexicana «Rubí», Alfredo rompió la puerta del dormitorio y entró con una pistola para matarla, como si saliera de la propia televisión. Temprano, uno de sus nietos le había dicho a Gema que su abuelo tenía un arma en el patio y ella se lo contó a su hijo. Pero nadie hizo nada. Cuando en la noche Alfredo atacó a Gema con el arma, Alfredo hijo entró en la habitación de su madre, tomó la pistola y llamó a la policía. Alfredo padre estuvo unos días detenido por porte ilegal de arma y regresó a la casa «como si nada», cuenta Gema.
La noche de Año Nuevo de 2007, Alfredo y Gema quedaron solos en la casa y él de nuevo la atacó. Esa vez le fracturó una mano y Gema estuvo seis meses sin trabajar. «Justo esa semana me había dicho que cuando se muriera me iba a dejar todos sus ahorros. Pero el día anterior yo fui a pedir hora para operarme las cataratas y me enteré que el infeliz me había sacado de su plan de seguro de salud». El tribunal dictaminó que Alfredo no se podía acercar a menos de 100 metros de Gema, pero siguió viviendo en la casa con ella. «Es que a mí me da pena que esté tirado en la calle ¿dónde más podría vivir?», se preguntaba Gema.
En marzo de 2009, Alfredo llegó borracho a la casa y con machete en mano le gritó que ahora sí la iba a matar. Gema se encerró en su cuarto y buscó desesperada su teléfono celular para llamar a los Carabineros. «Nunca había sentido tanto miedo.
Temblaba sin parar, sentía que el corazón se me salía del pecho y lloraba. Marqué el 133 y me contestó una señorita que no entendió nada de lo que yo decía. Así estaría de nerviosa. Me dijo ‘señora cálmese y dígame qué pasa’. Yo no pude decir nada. Así que puse el teléfono en la ventana para que ella misma escuchara lo que me gritaba el hombre. Luego la señorita me dijo ‘no se preocupe que ya salió una unidad para allá’. A los cinco minutos llegaron dos patrullas y el hombre se fue a esconder a su dormitorio. Los Carabineros me dijeron que si no encontraban un arma o algo que demostrara que me estaba agrediendo no se lo podían llevar preso. Alfredo se hacía el tonto. ‘¿qué pasa señores Carabineros?, ¿qué buscan?’, decía el desgraciado. Yo me di cuenta que él estaba muy parado junto a una mesita, casi sin moverse. Así que me acerqué, un policía lo corrió y yo pude revisar hasta que encontré envuelto en un trapo el machete y se lo mostré al Carabinero. ‘¿Qué es esta guevá?’ dijo sorprendido el oficial. ‘Esposen a este hombre’, mandó el policía y así se lo llevaron». Gema hizo su declaración y por fin comenzó el juicio contra Alfredo. Ahora no puede acercase a ella a menos de un kilómetro. Alfredo hijo lo sacó de la casa y se lo mandó a su hermana Adela que vive en Valparaíso. En tanto, Gema espera que el juicio avance, pero estos casos se dilatan. Las audiencias preparatorias demoran entre seis y ocho meses, lapso en que a veces ya han muerto las denunciantes. Además, los jueces interpretan de manera muy dispar una ley que ya es alambicada, sostiene el abogado Alejandro Lecaros.
Carlos Flores trabaja hace más de una década litigando casos civiles y sostiene que con la actual legislación «los delitos cometidos dentro del hogar quedan prácticamente impunes, lo que no sucedería si los mismos ataques, entre las mismas personas, se perpetraran fuera del hogar. Las personas que sufren la violencia en sus propios hogares están más desprotegidas que si estuvieran en la vía pública, lo que constituye un absurdo».
En el año 2005 aparecieron en Chile los nuevos Tribunales de Familia para instruir juicios de divorcio y causas por violencia intrafamiliar de manera eficiente, especializada y humana. A los tres meses los tribunales colapsaron. De las 160 mil causas con que comenzaron pasaron a más de 400 mil y dejó en evidencia un diseño defectuoso, implementación deficiente y recursos insuficientes. Para gente como Gema, la reforma procesal penal fue un acto de gatopardismo: cambiar todo para que no cambie nada.
«No sé si Begoña creyó que mi esposo me mataría a mí primero, pero yo sí pensé que a ella la mataría Raúl. Mira las cosas que a uno le pasan por la cabeza. Por eso, cuando me dijeron que la Beña estaba muerta yo pensé en Raúl. Después fue que lo relacioné con el asunto de las drogas».
2. Culpa, crispación y disimulo
Adela, la hija mayor de Gema, vistió el cuerpo de Begoña. La peinó con esmero y le puso un poco de rubor en las mejillas. «Ella fue la que se dio cuenta que la cara de mi hermana estaba llena de moretones. También vio que tenía un corte en la cabeza. Pero lo que más le llamó la atención fue lo hediondo del cuerpo de Begoña». La muerte siempre huele mal.
«En el funeral de Begoña la que más lloraba era Adela», comentó Gema. Era posible que Adela se sintiera un poco culpable de la muerte de Begoña. Cinco años atrás, el marido de Adela, Fabián, le pasó a la Beña unos papelillos para que los vendiera. Ella siempre necesitaba dinero y él la ayudó a resolver su problema. «A lo mejor Fabián pensó que con meterla a vender cocaína le estaba haciendo un favor.
Pero fue peor el remedio que la enfermedad», piensa Gema. «Además, mi yerno es un delincuente y no puede pensar en otra forma de ayudar a alguien que no sea haciendo cosas malas. A él tampoco se le da la gana de salir a trabajar aunque mi hija se lo pida todos los días». Fabián es drogadicto desde los 13 años.
Ni vecinos ni parientes le contaron a la policía que la noche del viernes escucharon a Begoña discutiendo con un hombre. Tampoco mencionaron que la puerta de la calle estuvo abierta toda la noche y la madrugada. Gema tampoco relató que al llegar a la casa de su hermana revisó su habitación y encontró unos papelillos de falopa que tiró en el baño.
Gema Silva y los habitantes del barrio tienen una teoría sobre la muerte de Begoña distinta a la de la policía, y que es más o menos la misma explicación para decenas de muertes violentas que ocurren en Santiago cada año: esa noche llegó un muchacho a la casa de Begoña pidiendo cocaína, pero sin dinero para pagar. Begoña estaba un poco borracha, y no le dio lo que pedía. Descontrolado, el hombre entró a la fuerza buscando drogas y algo de dinero. Begoña lo enfrentó, forcejearon un poco y el hombre la mató. Después la dejó sentada en una esquina del patio, con la botella en la mano, para que pareciera un accidente típico de alcohólica. De paso, le robó la poca plata que tenía pero no encontró el escondite en el que guardaba los papelillos.
Muchas veces Gema le dijo a la Beña que se dejara de vender droga porque era muy peligroso. Ella le contestaba, con su voz ronca por el cáncer, «qué me va a pasar si es muy poquito lo que vendo». La Beña más o menos percibía el riesgo del negocio, por eso sólo le vendía a conocidos, como si esa medida ofreciera alguna garantía.
La policía simplificó lo suficiente el caso de Begoña como para dejarlo en la estadística nacional sobre enfermedades y problemas relacionados con la salud, en lugar de agregarlo al registro de muertes vinculadas al narcotráfico. Las nóminas oficiales suelen ser más oficiales que reales.
En Chile no hay coincidencia entre las estadísticas sobre muertes violentas entre el Ministerio Público, División de Seguridad Pública del Ministerio del Interior y el Servicio Médico Legal. Cada uno recolecta la información de manera distinta y concluyen de manera contradictoria en alzas y retrocesos de las muertes violentas del país para un mismo período, reveló un estudio del 2008 del Centro de Investigación e Información Periodística (CIPER). Según las fiscalías de la Región Metropolitana en el 2007 hubo una baja de 2,4 por ciento en las muertes violentas reportadas en Santiago, en comparación con el año anterior. Pero el Servicio Médico Legal revela que los homicidios aumentaron de manera sostenida en los últimos diez años, alza que llega a un 25.5 por ciento a nivel nacional.
El estudio del CIPER muestra, por ejemplo, que en los recuentos del Ministerio Público hay casos que dejan dudas; primero aparecen en la categoría de «muerte y hallazgo de cadáveres» pero en el transcurso de la investigación se concluye que hubo participación de terceros y no cambian de categoría. También están los casos de «lesiones graves», tan graves que al llegar al centro de atención de salud terminan en muerte, pero quedaron registradas como lesiones graves y no como asesinatos. Como la muerte de Begoña, deben haber más casos que al escarbar un poco conducen a una narcohistoria; relatos que no aparecieron en la prensa al día siguiente y que quedaron cristalizadas entre las «muertes naturales» del 2008. Chile está muy lejos de los 5 mil asesinatos relacionados con narcotráfico que se registraron en México en el 2008. Sin embargo, las 600 muertes anuales en Santiago indican que ya no hay lugares totalmente libres de la narcoviolencia.
«Yo pienso que a la Beña no le parecía tan malo lo que hacía porque en nuestra familia, por el lado de mi papá, siempre ha habido alguien metido en drogas. Yo no sé cómo mi papá no cayó en eso. En todo caso, por suerte, yo salí más parecida a mi mamá». Aunque no lo diga, Gema también se da cuenta de que el tema de las drogas ya no sólo viene del lado del «papá». Si el narcotráfico no fuese una red que hoy cubre todo el planeta y que se instala en la vida cotidiana de millones de personas, en miles de ciudades, Gema no tendría sus propias narcohistorias que contar.
3. Casi una tradición familiar
Gema Silva cumplió el 21 de abril 75 años. Es una señora bajita -no pasa del metro y medio-, rellenita, de ojos verdes, pelo castaño claro entrecano y con una pequeña nariz respingada. Es bastante guapa, aunque le faltan casi todos los dientes de arriba. Su aspecto es el de una abuelita clase media alta, pero sus manos ásperas son las de mujeres que llevan años lavando platos y desinfectando baños. En la mano izquierda sigue usando su argolla de matrimonio con Alfredo. «Es que es la única joya que tengo y me parece bonita», explica.
Desde que en los años 70 quebró la fábrica de brochas que le pertenecía a su padre y en la que trabajaba, Gema ha sido empleada doméstica, igual que su abuelita.
«Cuando tenía entre 3 y 4 años mi abuelita me llevaba a las casas donde limpiaba mientras mi mamá trabajaba o estaba embarazada de alguno de mis hermanos. Yo acompañaba a mi abuelita todo el día, ella me daba almuerzo, después la leche y un pancito con mantequilla. Así pasaban los días hasta que entré al colegio».
A veces Gema sale a trabajar con su nieta Diana, la hija menor de Adela que tiene cinco años. A Diana le gusta ayudar a Gema echando todo lo que encuentra en el lavaplatos. Por lo general todo lo que tira adentro se quiebra y Gema le pide que mejor la ayude a sacudir y nada más. Diana es igual a Gema; tiene la misma nariz, la cara redonda y regordeta como su abuela, pero con los ojos oscuros y el pelo negro.
Es la versión de Gema en miniatura, y blanco y negro. La pregunta que ronda en el aire es si su vida seguirá tan parecida a la del resto de las mujeres de su familia.
Diana y sus dos hermanos, Fabiola de 16 y Andrés de 12 pasan largas temporadas en Santiago con su abuela cuando su papá «se pone loco» con la cocaína. Los niños interrumpen el colegio, dejan Valparaíso, y huyen de Fabián y Adela. «Yo me acuesto y me levanto pensando cómo estarán esos tres niñitos. Voy cada 15 días a verlos al puerto. Los llevo a comprar un helado, les regalo algo de vestir, le doy dinero a mi hija Adela para que compre comida y me regreso a Santiago. Ellos son para mí una angustia constante. Es como un hoyo que tengo en el corazón», dice Gema.
El año 2006 Gema estuvo a punto de denunciar a Fabián a la policía. Desde un teléfono público llamó al 135, la línea de denuncias de Carabineros, pero cuando le contestaron le dio miedo y colgó. «Lo que pasa es que aunque uno no diga su nombre esta gente siempre sabe quién los acusó. Si el hombre sabe que fui yo es capaz de mandarme a matar. Y si yo me muero ¿qué será de los tres niños?», se pregunta Gema, con tanto miedo aún como para contar su historia con su verdadero nombre.
Los residentes del pasaje también sabían que Begoña vendía drogas en su casa, pero nadie la delató aunque hay un convenio entre la Municipalidad de Pedro Aguirre Cerda y el Centro Jurídico Antidrogas para apoyar y proteger a los vecinos del sector que denuncien a los traficantes en forma anónima. Según Gema, los vecinos la estimaban y hasta lamentaron su muerte. Begoña nunca tuvo problemas con nadie, a diferencia de Angélica, la otra hermana de Gema, alcohólica y adicta a la pasta base, a la que los vecinos viven denunciando por agresión, robo, ingesta de alcohol en la vía pública, amenazas, etc.
«Cuando viví con mis hermanas y mi madre viejita cada tarde regresaba del trabajo con el corazón apretado pensando en que algo malo le habría pasado a mi mamá.
De repente la encontraba tirada en el piso de su dormitorio porque Angélica le había pegado y después mi mamá no había podido levantarse. Ella podía pasar toda la tarde en el piso, mojada de pipí y con hambre, sin que nadie la ayudara. Angélica dormía de día y de noche se drogaba o emborrachaba y salía a robar. Begoña pasaba borracha también, así que tampoco era mucho lo que colaboraba. Yo vivía angustiada en esa casa hasta que mi mamá murió en el 2001 y me fui donde mi hijo Alfredo. Yo creo que Angélica se volvió loca de culpa con la muerte de mamá. Veía su fantasma por toda la casa y le lloraba pidiéndole perdón», recuerda Gema.
En 2005, por orden del tribunal Angélica estuvo un año en el Hospital Psiquiátrico, por pegarle en la calle a un vecino y a su novia. Después cayó presa en la Cárcel de Mujeres por robo en un supermercado y así entró a las estadísticas de reclusión femenina por robo, pero no por drogas. Ahora que murió Begoña, Angélica volvió a la casa. Sigue bebiendo y aspirando pasta base. «Yo no la visito ni le hablo. Sólo estoy esperando que se venda la casa para no verla más», dijo Gema con desdén, como si hablara de un fantasma. En cambio, a Fabián todos le temen en su cuadra. Según estudios del Consejo Nacional para el Control de Estupefacientes (CONACE) el 97 por ciento de las personas que en Chile no denuncia a los traficantes que conoce es por temor a represalias, como Gema.
Unos meses después del intento de Gema por denunciarlo, la policía lo detuvo con unos papelillos en un operativo en las calles de Valparaíso. Fabián pasó tres meses preso porque además, la policía revisó la casa, a vista y paciencia de los tres niños y Adela, y halló mucha más droga.
En el año 2008, la policía informó 38.274 detenciones por infracción a la Ley de Drogas en todo el país. La mayor cantidad fue por porte (60.4 por ciento), seguido por tráfico (28.2) y consumo (8.5). A Fabián lo procesaron por porte y tráfico de drogas. En comparación con el año anterior, las detenciones aumentaron en un 52.1 por ciento, lo que equivale a 13.103 detenciones más que en el 2007. De las mujeres presas por drogas, las estadísticas indican que en Chile la mayoría está recluida por porte y tráfico.
De acuerdo al catastro anual de la Dirección Nacional de Gendarmería sobre los reclusos en las cárceles de Chile, más del 50 por ciento (incluyendo mujeres y hombres) están presos por razones asociadas a la venta ilegal de drogas. Del total de 56.986 presos en todo Chile para el 2008, 7.087 corresponden a casos por drogas.
En tanto, la población penal femenina del país alcanza las 4.030 mujeres, y 1.858 de ellas están presas por drogas, seguido por 1 mil acusadas de robo. Pero a estas alturas todas las cifras (de robo, homicidios, violencia) conducen a las drogas.
Adela le pidió a Aura, su hija mayor, que le diera nombres de abogados o le consiguiera alguien que pudiera representar a Fabián en el tribunal. Pero Aura, a punto de graduarse de abogada, no movió ni un dedo. Mientras, Gema le pedía a Dios que Fabián no saliera de la cárcel.
En 2006, Aura fue por última vez a visitar a sus tres hermanos en la casa de Valparaíso. Mientras tomaban un té Fabián le dijo en tono de burla «que bueno que tendremos una abogada en la familia para que me ayude por si me pasa algo». Aura le contestó «ni pienses que te voy a ayudar. Yo voy a ser una abogada que defiende a gente decente y no a delincuentes como tú. Si pudiera te metería preso ahora mismo».
Desde ese día Aura no pudo entrar más a la casa de sus hermanos en Valparaíso. En adelante se encontraba con ellos en una plaza o en casa de algún vecino.
Adela conoció a Fabián en los años 80, en la fábrica de zapatos en la que trabajaban. Ella era jefa del taller y él modelista de calzado. Nadie entiende cómo Adela se enamoró tan frenéticamente, al punto de dejar a su hija Aura de un año. «Mi hija entró al mundo de las drogas con ese hombre. Cuando lo conoció se transformó.
Ella fue siempre muy trabajadora pero con él empezó a drogarse y se perdía por días. En la noche él la iba a buscar a mi casa y yo en la ventana le tiraba agua con un balde, pero no se iba hasta que Adela saliera. Yo me hice cargo de Aura legalmente. Después Adela se fue a Valparaíso con él y tuvo tres hijos, pero nunca más se ocupó de Aura y ahora que es una mujer no se lo perdona a su madre y lo único que quiere es salvar a sus hermanos».
Mientras Fabián estuvo preso, Adela vendió casi todos los muebles de la casa y pagó la fianza de 900 dólares. Al mes siguiente se hizo el juicio y lo sentenciaron a tres años de cárcel. Fabián no se presentó en el tribunal ni en las citaciones posteriores. Estuvo escondido en casa de unos amigos y después regresó a la casa de Valparaíso donde lo esperaba Adela con los niños. Nadie se explica por qué la policía todavía no ha ido a buscarlo si está prófugo.
4. Cosas de mujeres
En el verano, Fabiola (16) se cortó las venas y pasó su recuperación con Aura en Santiago. A la semana volvió a su casa de Valparaíso y sus padres estuvieron cariñosos con ella hasta que al cabo de un mes volvieron a beber, les pegaron a los dos hijos mayores y en medio de la noche los sacaron a empujones de la casa. Esta vez Fabiola se decidió a vivir con Aura y juntas fueron a la policía a denunciar a Fabián por maltrato. Aura (22) ya se graduó de abogada y pidió la custodia de sus tres hermanos. Pero ella bien sabe que puede pasar mucho tiempo antes que el tribunal decida.
«Adela sabe que va a perder a sus hijos y eso la tiene triste. Sabe que tarde o temprano la policía atrapará a Fabián y se quedará sola. Yo le pedí tantas veces que lo abandonara y viviéramos juntas con los niños y Aura. Pero ella nunca lo quiso dejar, lo quiere. Ojalá que el hombre drogado no la mate antes que llegue la policía a buscarlo», dice Gema, entre serena y resignada.
Las autoridades insisten con que Chile no es una «especie de paraíso de los narcotraficantes», aunque ya está considerado entre las naciones «plataforma» de drogas desde Argentina hacia México y EE.UU. Según el informe anual del Departamento de Estado estadounidense, en el 2008 Chile tuvo la categoría de «país corredor para el narcotráfico». Pero entre los «ires y venires» por el pasadizo intercontinental, más de algo se queda para los narco intermediarios locales.
En Chile el narcotráfico es una amenaza real mas no un hecho de alarma para las autoridades. En marzo de 2009 se dio a conocer el último informe de la Dirección de Seguridad Pública e Informaciones (DIPSI), organismo dependiente del Ministerio del Interior, en el que de manera escueta se indica que el narcotráfico en Chile está «en expansión»: hay mayor incautación de drogas, aumentó el volumen de cocaína que ingresa al territorio, se incrementó la oferta consistente de estupefacientes y el mercado está en crecimiento. El narcotráfico es inquietante en el mundo entero, y Chile no está blindado ante los «efectos colaterales negativos», de la globalización, como es el narcomundo.
La policía chilena considera como microtraficante a una persona detenida a la que se le incauta una cantidad de droga que no supera los 999 gramos o unidades, según sea el caso. Desde este punto de vista, Begoña era apenas una pequeña microtraficante. Dentro del narconegocio, por lo general las mujeres ocupan los eslabones más bajos de la jerarquía criminal: son repartidoras, «burreras» («muleras») o abastecedoras minoritarias dentro de las cárceles y en la calle. Aunque hay pocos estudios sobre delincuencia femenina, en Chile se observa la misma tendencia de toda América Latina. La mayoría de las mujeres encarceladas es por uso, transporte y venta de drogas, afirma la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO) en un informe del 2008 titulado La cárcel: problemas y desafíos para las Américas.
Son pocos los casos de mujeres que logran llegar a la cima y dirigir una banda, como la mexicana Sandra Ávila Beltrán, conocida como «la Reina del Pacífico», o la chilena Jessica Pérez Carranza, «la Keka». A fines de 2004 «la Keka» acaparó las portadas de los diarios. Lideraba al menos tres bandas de ladrones y secuestradores de narcotraficantes en Santiago sur. Plagió a capos de la droga para luego exigir un rescate en dinero, joyas y drogas que volvía a traficar. A la Keka la llamaban también «la viuda negra» y la «mujer de los mil disfraces» porque varias de sus parejas murieron de manera extraña, y por su habilidad para hacerse pasar por detective de la policía para secuestrar a sus víctimas.
El día que la detuvieron, la Keka se paseaba por las afueras de la Penitenciaría de Santiago en una camioneta robada al municipio de San Joaquín, haciéndose pasar por abogada. Iba a visitar a alguien en la casa para pedirle un «encargo».
«¿Se acuerda Usted de la tal Keka que cayó presa hace un año? Esa es una sobrina mía, pero por parte de padre», explica Gema.
*) Javiera Carmona Jiménez nació en Santiago de Chile. Periodista, Magíster en Arqueología (Universidad de Chile) y Doctora (c) en Historia (Universidad de Chile). Ha hecho periodismo deportivo, científico y social en radio, prensa y televisión. En la actualidad es académica de la Universidad de Santiago de Chile. Este artículo fue publicado en el libro «¡Sin nosotras se les acaba la fiesta» [América Latina en perspectiva de género], publicado en Bogotá, 2009, por el Centro de Competencia en Comunicación para América Latina, Friedrich Ebert Stiftung y Artemisa Comunicación.
http://cultural.argenpress.info/2009/09/narcohistorias-de-mujeres-en-chile-todo.html