Preguntarnos si los nacidos en Chile somos todos chilenos plantea una respuesta compleja. Se aparta de lo establecido y del clima emocional de las Fiestas Patrias. Sin embargo, es una cuestión pertinente a 199 años de nuestra Independencia. Si bien existe un Chile profundo y un sentimiento indudable de chilenidad, enormes sectores de la población […]
Preguntarnos si los nacidos en Chile somos todos chilenos plantea una respuesta compleja. Se aparta de lo establecido y del clima emocional de las Fiestas Patrias. Sin embargo, es una cuestión pertinente a 199 años de nuestra Independencia.
Si bien existe un Chile profundo y un sentimiento indudable de chilenidad, enormes sectores de la población ven negada su ciudadanía por grupos privilegiados que se han adueñado del poder, y que hacen suyo el nombre de Chile y la condición de chilenos que niegan a los demás. En realidad, sólo la cédula de identidad es igual para todos los chilenos.
La desigualdad -somos uno de los países con mayor desigualdad en el mundo-, ha cavado un abismo entre ricos y pobres, estableciendo categorías diferentes de ciudadanos. Los estamentos inferiores, en términos rigurosos, son chilenos sólo de nombre porque no tienen acceso a los derechos más elementales que la ciudadanía permite alcanzar en un país democrático. Esta realidad se quiere disfrazar con paliativos que hacen del ciudadano un consumidor. El mundo evanescente de las tarjetas de crédito, que agudiza la explotación fomentando un consumismo irracional -en loca imitación del modo de vida de las clases adineradas-, no logra esconder las carencias de educación, salud, vivienda y salarios dignos que sufren las mayorías.
Sin duda ha habido momentos o períodos en que hemos sido plenamente chilenos en un sentido colectivo. Como en medio de la lucha por la Independencia de España o en el gobierno del presidente José Manuel Balmaceda, antes de la conspiración que originó la guerra civil de 1891. Después hubo otros todavía más significativos, como la administración del presidente Pedro Aguirre Cerda y el Frente Popular en 1938, que tuvo como centro el mejoramiento de las condiciones de vida del pueblo y su acceso a la difusión y a la cultura, así como la industrialización del país a través de la Corfo. Y sobre todo, en el gobierno del presidente Salvador Allende que recuperó el cobre para Chile y dio comienzo a un proceso de cambios estructurales destinado a abrir camino al socialismo en democracia, pluralismo y libertad.
Fueron también destacables los momentos culminantes de la lucha contra la dictadura de Pinochet y su pandilla. O el comienzo de la transición a la democracia, que se vio frustrada por los pactos con la derecha y los militares. El enorme esfuerzo popular -con derroche de valor cívico y heroicas acciones de resistencia- fue convertido en sal y agua por los manipuladores políticos de siempre. Se mantuvo la institucionalidad de la dictadura militar-empresarial; el modelo económico neoliberal, levemente retocado, mantuvo su esencia individualista basada en el lucro; la impunidad debilitó la lucha por la verdad y la justicia, y las Fuerzas Armadas -culpables de horrendas violaciones de los derechos humanos- se retiraron del gobierno sin asumir responsabilidades institucionales, sin depurarse de los oficiales fascistas -que hasta hoy permanecen en sus filas- ni comprometerse ideológicamente con la democracia y la defensa efectiva de la soberanía.
La igualdad según O’Higgins
En esos momentos clave ha habido grandes proyectos nacionales capaces de concitar el compromiso y entusiasmo creativo de la abrumadora mayoría de la población. En esos momentos el sentimiento nacional pudo convertirse en patriotismo, que ahora ha sido sustituido por un chovinismo despectivo hacia pueblos hermanos o un ridículo patrioterismo que emerge con ocasión del fútbol o de actividades asistencialistas, como la Teletón. En 1819 en la Gaceta Ministerial, el periódico oficial del gobierno, Bernardo O’Higgins estableció los objetivos principales que debía cumplir el gobierno en su relación con los ciudadanos: «La igualdad es el derecho de invocar la ley en su favor que tiene lo mismo el rico que el pobre… La libertad es la facultad de usar como uno quiera los bienes adquiridos, no vulnerando las acciones de los demás hombres ni leyes directivas de la sociedad… La seguridad es el derecho de no ser violentado ni la víctima del capricho del que manda… La propiedad es aquella prerrogativa concedida al hombre por el Autor de la Naturaleza de ser dueño de su persona, de su industria, de sus talentos y de los frutos que logra por su trabajo». Y al mismo tiempo advertía: «Pero la misma naturaleza le impone ciertos deberes a que debe ceder el dominio exclusivo, o más bien, hay casos en que se suspende ese dominio porque un objetivo de preferencia llama a cierta porción de esas propiedades: toda aquella que no es indispensablemente necesaria para la vida. Nacido el hombre para la sociedad y constituido en ella, sería un criminal si viendo morir de hambre a otro de los asociados lo dejase perecer…». ¿Se cumplen hoy esos objetivos? Evidentemente, no.
Hay una justicia para ricos que les asegura que no llegarán a la cárcel o quedarán en la más irritante impunidad, y hay una justicia para pobres, que significa o indefensión ante los poderosos, que les den migajas en vez de lo que realmente deben recibir, o que los condenen a la cárcel en condiciones inhumanas en las que pasan, casi siempre, mucho más tiempo que el que finalmente les asigna la sentencia. Hay una salud para pobres -con hospitales públicos que trabajan en condiciones paupérrimas- y una salud al nivel de países del primer mundo, para los ricos. Sus clínicas de lujo han crecido vertiginosamente mediante las transferencias de recursos públicos del Plan Auge. Hasta en la leche y los medicamentos impera la discriminación entre ricos y pobres. Lo mismo sucede con casi todos los alimentos. Los de peor calidad y menor valor nutritivo, son para los pobres.
Existe, asimismo, una educación para pobres y otra para ricos, que asegura a los hijos de éstos ventajas escandalosas para su desarrollo profesional y cultural y que los prepara para que hereden el poder económico y político. La educación se ha convertido en un enorme negocio -en que participan empresarios, organizaciones religiosas, ejército, partidos y dirigentes políticos, incluso de Izquierda- y está siendo absorbida por corporaciones extranjeras en el proceso de transnacionalización de la economía y colonización cultural que sufre el país.
¿Existe libertad plena? Tampoco. No hay, por ejemplo, verdadera libertad de expresión y pluralismo informativo. Un par de conglomerados -que actúan como monopolio ideológico- controlan los medios de comunicación escritos que actúan sistemáticamente sobre los ciudadanos concienciándolos sobre las ventajas del modelo de dominación. Tampoco existe libertad en el plano laboral, porque los trabajadores no pueden sindicarse sin correr graves riesgos, incluyendo la cesantía, y porque los sindicatos están bajo permanente presión de los patrones. En el caso de los grandes consorcios, éstos manejan -mediante dádivas y contribuciones a cajas electorales- a las autoridades de gobierno, parlamentarios y magistrados. Ni siquiera existe con plenitud la libertad de elegir y ser elegidos, porque los dirigentes sindicales y sociales están inhabilitados para ser parlamentarios, alcaldes y concejales. En cambio, no lo están los directivos de empresas ni de organizaciones patronales. En cuanto a la libertad de elegir, tanto el sistema binominal como los quórums de las leyes orgánicas constitucionales la convierten en una caricatura.
La propiedad es sacralizada por el modelo y ni siquiera es posible afectarla con expropiaciones ni devolverla al patrimonio nacional, al que pertenecen las riquezas básicas y los recursos naturales como el agua de los ríos y lagos, los glaciares y espacios marinos.
Muchas veces la injusticia ha sido la vencedora en la historia de los chilenos. Muchas veces se ha impuesto la desesperanza. No es primera vez que la República experimenta el estado de ánimo derrotista que vive en estos tiempos, herencia de desmoralización que dejó la dictadura, y del pragmatismo e hipocresía descarados que se adueñaron del país.
Recabarren y la emancipación del pueblo
Después de grandes masacres obreras, Luis Emilio Recabarren escribía, en 1909, con motivo de las Fiestas Patrias de aquel año: «¿Qué es, pues, lo que hemos ganado con la llamada independencia nacional? ¿Acaso el pueblo de Chile no es ametrallado, asesinado, encarcelado y perseguido cuando pretende hacer uso de sus derechos constitucionales? El pueblo en realidad nada tiene que celebrar. La verdadera emancipación del pueblo no ha sonado aún, ni sonará hasta tanto el pueblo mismo se organice y se emancipe de la tiranía burguesa y capitalista que hoy lo oprime, social, política y económicamente, como lo ha oprimido toda la vida».
Lo que se ha avanzado en derechos lo ha conseguido la lucha del pueblo, actor determinante en la búsqueda de la justicia, de la dignidad y en el anhelo de un Chile que sea la Patria de todos sus hijos. Toda sociedad supone una base mínima de entendimiento -un pacto social que interprete a los integrantes de la misma-. Ese pacto social está en crisis en Chile. Hay un sector privilegiado, de no más del 10% de la población, que maneja los grandes negocios, ligado al capital extranjero y a los verdaderos centros de poder. Los miembros de esa minoría plutocrática son considerados chilenos -ciudadanos con todos los derechos- y así lo hacen notar, apoderándose de los elementos simbólicos que los convierten en intérpretes de la esencialidad nacional. Junto con ellos, son privilegiados los militares que tienen hasta seguridad social propia y atención médica superior a la del resto de los chilenos. Además disponen de bolsa abierta -con oscuras comisiones por medio- para comprar armamentos; Chile se ha convertido en uno de los países que más gasta en armas, casi tanto como el gigantesco Brasil y más que Colombia, que vive un prolongado conflicto armado. Las armas se llevan casi el 4% del PIB, mientras el Fisco niega recursos que podrían mejorar sustancialmente la educación y la salud.
También la jerarquía de la Iglesia Católica juega su papel en defensa de lo establecido, que es decir la injusticia, la desigualdad y las restricciones conservadoras, ahogando las manifestaciones disidentes. Sus denuncias sobre el «escándalo social» de la desigualdad se quedan en la retórica, sin identificar el sistema que genera la injusticia y sin presionar a los empresarios y políticos católicos, responsables de esa situación.
«Apartheid» a la chilena
Los partidos políticos y la llamada «clase política», que incluye parlamentarios, voceros y dirigentes -de derecha, centro y de la Izquierda convertida al neoliberalismo-, también son privilegiados; pertenecen a la clase de los ricos y se sienten, por lo mismo, plenamente chilenos, ciudadanos de verdad. Se han convertido en un grupo cuya función es conservar el sistema mediante retoques y un maquillaje ocasional. La trenza política y social se amalgama en intereses comunes, alianzas familiares y de negocios, soslayando diferencias ideológicas que para ellos han perdido toda significación. Toman vacaciones en los mismos balnearios, viajan a los mismos países -donde muchos tienen propiedades-, sus hijos estudian en los mismos colegios y universidades, se atienden en las mismas clínicas, visten en las mismas tiendas, viven en los mismos barrios, etc. La Dehesa, en los faldeos cordilleranos, es el lugar con más alta densidad de políticos por metro cuadrado de todo el país. Lo mismo ocurre con Lo Barnechea, Vitacura y Las Condes, comunas que -por su nivel de riqueza- pertenecen al primer mundo.
Frente a la riqueza de la oligarquía que controla Chile, está la pobreza que grita su dolor sin ser escuchada. Sus demandas caen en el vacío o retumban entre muros de indiferencia. Un ejemplo dramático es el hermano pueblo mapuche, el más pobre entre los pobres, cuya lucha tenaz por la tierra y por su identidad le han ganado el respeto y admiración de los chilenos de corazón bien puesto y de amplios sectores internacionales. La desigualdad ha marcado a fuego fronteras inviolables en las grandes ciudades. Las reglas de este apartheid han instaurado formas diversas y odiosas de discriminación. Desde luego la exclusión por el aspecto físico y color de piel. Pero también la discriminación por el domicilio, que impide a los pobres acceder a determinados trabajos por vivir en poblaciones criminalizadas por la prensa. Sólo unos cuantos pobres -nanas, jardineros, choferes, guardianes, obreros municipales, trabajadores de supermercados- son admitidos cada mañana en los barrios de los ricos. Un pobre no puede caminar por los barrios de los ricachones sin ser denunciado como sospechoso. Pero los ricos, a su vez, no se atreven a pisar el territorio de los pobres. Temen entrar a poblaciones donde imperan las leyes que dictan los miserables. Conocen mejor París, Roma o Nueva York que los barrios de Santiago donde viven aquellos que han perdido hasta las esperanzas de una vida digna, que sólo conocen a través de la televisión.
Los pobres, sin duda, quisieran sentirse también chilenos. Los rechazados, los oprimidos de siempre, los explotados, son la mayoría en este país. Ellos son los verdaderos patriotas porque aman a Chile sin intereses subalternos de por medio. Han vinculado su suerte al destino del país. Ellos levantan la bandera chilena en la lucha social, la clavan en tierra cuando demandan una vivienda, la agitan en los estadios deportivos y caen con ella cuando son reprimidos y masacrados. Los pobres son chilenos a toda hora, todo el año y todos los años de su vida. No como esos ricos que se disfrazan de huasos para el 18 de septiembre pero que han demostrado -una y otra vez- que son capaces de entregar la Dulce Patria a la intervención extranjera o venderla a pedazos como una mercancía cualquiera.
A los pobres -a los chilenos de verdad-, debe dedicarse el próximo Bicentenario de la Independencia. Porque a ellos -y a su capacidad de organizarse- pertenece el futuro de una Patria sin privilegiados y libre de toda forma de opresión.
(Editorial de «Punto Final«, edición Nº 694, 17 de septiembre, 2009)