Ahora que tanto se habla de la memoria histórica y de la necesidad de devolver y desenterrar la dignidad negada a los derrotados, quizá no sea mala cosa echar una mirada hacia atrás para ver los materiales literarios con que los vencedores construyeron la suya. Y no tanto por literaria curiosidad arqueológica cuanto por tratar […]
Ahora que tanto se habla de la memoria histórica y de la necesidad de devolver y desenterrar la dignidad negada a los derrotados, quizá no sea mala cosa echar una mirada hacia atrás para ver los materiales literarios con que los vencedores construyeron la suya. Y no tanto por literaria curiosidad arqueológica cuanto por tratar de entender qué memoria fue aquella que todavía se resiste a dejar de ser intocable y pretende que el olvido sea el único epitafio adecuado para las fosas, tumbas o cunetas donde los perdedores fueron sepultados. Esta novela forma parte de esa memoria falangistoide que sale a relucir en nuestra derecha en cuanto se les rasca un poco las prebendas.
Literatura y guerra son dos palabras que se llevan bien. Dejando a un lado la Biblia, que no deja de ser la epopeya de un Dios guerrero empeñado en sacar adelante a su pueblo elegido, conviene no olvidar que es la guerra de Troya la que dio pie a nuestra tradición literaria. Y luego Julio César y Roldán o el Cid y el Dos de mayo de Galdós o Paz en la guerra de Unamuno o El Don apacible de Sholojov.
Yacen en los desvanes literarios pero no faltó en su momento toda una «narrativa de la Cruzada» que más que reliquia entendemos como raíz de esa imposibilidad de nuestra derecha más derecha, Iglesia incluida, de aceptar que el «Arriba España» no continúe siendo el grito de la tribu. Una narrativa que tuvo con La fiel infantería de Rafael García Serrano su paradigma, en Javier Mariño de Torrente Ballester su visión expurgada y en autores como José María Alfaro (Leoncio Pancorbo, Madrid 1942) o Pedro Álvarez y en Cecilio Benítez de Castro sus momentos de gloria. Releer estas y otras novelas no creo que sea perder el tiempo pues siempre es bueno saber de dónde viene ese griterío que de cuando en vez sale en manifiesta excursión por las calles aireando el Por Dios, por la Patria y el Rey.
Benítez de Castro (Ramales, 1927) fue uno de esos fachas joseantonianos inflamados por la retórica violenta que Ridruejo, Sánchez Mazas, Laín Entralgo, Samuel Ros o Antonio Tovar predicaron firme el ademán antes de que la derrota del alemán les hiciera tomar otros derroteros menos imperiales. Se ha ocupado el kilómetro 6 se editó en 1939 y tuvo un importante éxito alcanzando varias ediciones. El autor acabaría cruzando el charco y convirtiéndose en asesor personal de aquel general Perón a cuya vera creció ese movimiento que los españoles todavía entendemos menos que los propios argentinos, lo que ya es decir.
La verdad es que la novela es una joya, no exactamente literaria aunque tampoco sea un adefesio, y se deja leer si uno pone entre paréntesis sus juicios y prejuicios y la lee con la curiosidad de quien quiere saber qué fraseología pasaba y acaso pasa por la cabeza de los españoles que combatieron a las hordas comunistas bajo la bandera roja y gualda que ahora es, al parecer, la de todos. Ya el prólogo, firmado por Luys Santa Marina, otro de los insignes camaradas del hoy revisionado y canonizado Ridruejo, no tiene desperdicio: «Ya era hora que la literatura bélica se tratara así, pues estábamos hartos del majadero con gafas que, en lugar de apuntar bien, se dedicaba, página tras página, a endilgarnos discursitos sentimentales, como si reblandecer el ánimo fuese el fin de la cultura, y el morir no fuese, a fin de cuentas, una cuestión de fecha». Por si no fuera suficiente, el autor, en el prefacio, nos aclara el motivo del subtítulo, «Una contestación a Remarque» [1], que ha dado a su obra: «Pero Remarque hubiera quedado sin respuesta porque últimamente, en Europa, donde se habla de petróleo, de las crisis, de los salarios y las horas de trabajo, nadie se preocupaba de las banderas, de la Historia, de los afectos, de las tradiciones (…). Y rugieron durante tres años los hijos de los Reyes Católicos, al lado de los voluntarios en legión, contra la plebe asiática de todas las procedencias que esperaba ansiosa, desde hacía más de veinte años, el momento de lanzarse a degüello». Una joya construida alrededor de un pequeño grupo de soldados, al mando del cabo Julio Aguilar, protagonista y narrador, que participan activamente en la batalla del Ebro: el repliegue acelerado pero heroico, la resistencia numantina en Gandesa, el triunfante avance final y en los entretantos cartas a la novia limpia y honesta, machismo de sacristía, loas a Franco y filosofías en plan Ernest Jünger sobre la guerra como el estado natural del hombre. Y por supuesto, el héroe que muere sonriendo, raudo a los Luceros. Y yo con estas gafas.
[1] Erich Maria Remarque, autor del clásico antibelicista Sin novedad en el frente, de 1929.
Fuente: http://www.ladinamo.org/ldnm/articulo.php?numero=30&id=771