El once de enero, a escasos días de la segunda vuelta presidencial, Michelle Bachelet firmó el ingreso de Chile a la OCDE. La inscripción fue calificada por la gobernante como el fin del camino de modernización y apertura comercial iniciado por el primer gobierno de la Concertación. Tras veinte años de persistentes políticas a favor […]
El once de enero, a escasos días de la segunda vuelta presidencial, Michelle Bachelet firmó el ingreso de Chile a la OCDE. La inscripción fue calificada por la gobernante como el fin del camino de modernización y apertura comercial iniciado por el primer gobierno de la Concertación. Tras veinte años de persistentes políticas a favor de la inserción de Chile en los mercados globales, a través de profusos acuerdos comerciales con naciones de todo el planeta, Bachelet resumía el evento: «Lo que ha ocurrido durante estos veinte años es histórico. Chile deja atrás el subdesarrollo y se encamina a paso firme para convertirse en una nación desarrollada en unos años más».
Una satisfacción más bien personal que no pudo impregnar a la opinión pública del mismo modo como lo lograron las firmas de tratados comerciales con Estados Unidos y la Unión Europea, interpretados entonces como el «ingreso de Chile a las grandes ligas».
La pesadumbre por la baja votación conseguida por Eduardo Frei en la primera vuelta electoral del 13 de diciembre y la inquietud por los resultados de la segunda vuelta del 17 de enero pasado, oscurecían tanto la mirada retrospectiva de las políticas de la Concertación como la visión futura. Porque muchos de los temas levantados por el candidato de Izquierda, Jorge Arrate, y el independiente Marco Enríquez-Ominami fueron críticas directas a las políticas económicas de veinte años que destacaba, erradamente, Michelle Bachelet.
Si el gobierno ha considerado el ingreso del país a la OCDE como el salto hacia una correa transportadora que conducirá al pleno desarrollo, la percepción en la opinión pública se mueve por otras realidades: los efectos directos, individuales y sociales, de aquel anunciado y nunca alcanzado desarrollo.
Las consecuencias locales de la inserción de Chile en los mercados mundiales de la globalización económica y financiera, han sido la desregulación de todos los mercados nacionales y la concentración de la propiedad en las grandes corporaciones, lo que llevó, durante los últimos veinte años, a una entrega sin precedentes del poder al sector privado, a todo tipo de abusos corporativos, a la pérdida de derechos ciudadanos y a un aumento persistente de la desigualdad en la distribución de la riqueza. Durante estas dos décadas las grandes corporaciones de los sectores industriales, de servicios y, de modo especial, financiero, lograron ganancias inéditas en Chile, las que, pese a la negada pero vigente política del chorreo económico, no se extendieron al resto de la población. Todo Chile ha trabajado para el enriquecimiento ilimitado del gran capital.
Un ciego malestar
Tras más de veinte años de neoliberalismo sin efectos favorables en la calidad de vida, el ciudadano finalmente ha expresado su malestar. Y nada más claro que el voto. Pero no se trata de un fenómeno reciente. La votación contra la Concertación es resultado de un proceso nacional subterráneo escasamente medido y poco escuchado por los gobernantes. Desde comienzos de la década, y tras la crisis asiática, los reiteradamente anunciados beneficios de la apertura comercial y la globalización económica y financiera ya eran interpretados por el país con creciente sospecha. Porque a la prédica de «más y mejores empleos» la evidencia era otra: un alto desempleo y deterioro, mediante externalización y flexibilización laboral de hecho, de los trabajos. Frente al discurso de más y mejor consumo, el ciudadano se vio prisionero de la concentración de la propiedad y de prácticas de colusión de precios -algunas evidentes pero muchas ocultas-, y de un sistema crediticio abiertamente usurero y amparado por la institucionalidad económica sostenida por los gobiernos de la Concertación. Un consumo pagado en cuotas bajo la intimidación permanente de Dicom, castigo no sólo económico, sino que significa la supresión de la condición de consumidor, de ciudadano. Ante éstas y numerosas otras evidencias, los chilenos fueron alimentando un amargo resentimiento tanto a las políticas y a la falsa retórica de la Concertación.
Aunque los gobiernos de la Concertación, y en especial el saliente de Bachelet, intentaron destacar una vertiente social -desde el crecimiento con equidad de Ricardo Lagos a la redes de protección social de Bachelet-, la realidad, medida el 13 de diciembre y el 17 de enero, ha sido otra. Ya hacia la mitad de la década la Iglesia Católica tuvo que interceder varias veces en conflictos sociales y laborales derivados de una institucionalidad hecha a medida de la gran empresa, debió proponer un salario ético más justo para los trabajadores y, tal vez el llamado más concreto, criticar la esencia del mal: el modelo neoliberal.
Sondeos muy poco difundidos hablaban desde comienzos de la década del fuerte malestar que había producido en los chilenos la ampliación y consolidación del modelo de libre mercado. Estudios del PNUD concluían que una gran mayoría de la población quería más intervención del Estado en la economía. No bastaba con una mayor regulación, cuyos resultados sólo han demostrado la debilidad del Estado para fiscalizar y castigar a las grandes corporaciones, sino un giro en la ortodoxia del mercado.
En noviembre pasado, la BBC divulgó un sondeo mundial sobre el apoyo al modelo neoliberal, el que fue en su momento silenciado por la gran prensa chilena. Sólo meses más tarde el periodista chileno Ernesto Carmona rescató el estudio y lo hizo circular a través de Internet. Los datos son contundentes y reflejan que más del 90 por ciento de los chilenos estima que el Estado debe asumir un rol más activo en la economía.
Entre otros datos, la encuesta reveló que casi la mitad de los chilenos «está de acuerdo en declarar que el capitalismo de mercado libre tiene problemas que requieren resolverse con más regulación y reformas, pero el 20 por ciento cree que se necesita un sistema distinto (…) en tanto un 72 por ciento de los encuestados aprueba más control gubernamental de industrias importantes, un 91 por ciento opina que el gobierno debe tener un rol más activo en la distribución uniforme de la riqueza y un 84 por ciento pide una mayor presencia del gobierno en la actividad reguladora del capitalismo».
Tal vez la conclusión más rotunda es que Chile, tras Brasil, es el país, entre 27 naciones estudiadas, con mayor rechazo al sistema neoliberal. De acuerdo a la encuesta, los chilenos repudian sin más el actual modelo económico, fenómeno tal vez percibido por la Concertación, que incluyó en su discurso electoral la idea de «más Estado», eslogan que se levantó como una paradoja al observar las políticas de los últimos veinte años. Para ello basta recordar que durante el gobierno del derrotado Eduardo Frei se entregaron al sector privado áreas tan sensibles como el agua potable y los puertos.
Frankenstein de la Concertación
La resistencia al neoliberalismo en un país que ha desarrollado y acariciado este modelo con una fruición sin parangón en el mundo durante más de treinta años, es un caso que ha de tenerse en cuenta. Porque el malestar sucede también en una nación despolitizada, carente de organizaciones sociales y sin una prensa masiva que ejerza la crítica, rasgos que han favorecido al populismo de la derecha. El modelo neoliberal, instalado a la fuerza por la dictadura, fue moldeado por la Concertación para regocijo de la derecha, y financiado por el gran sector privado, que ha convertido el consumo de masas en el único objetivo de la democracia. Un largo proceso que abarca ya más de una generación y que terminó por identificar a la Concertación con las penurias del modelo. Aun cuando es la derecha económica amparada por los militares la que detenta la paternidad neoliberal, fue la Concertación quien alimentó, fortaleció y embelleció a la criatura. Hoy, con rasgos de Frankenstein, ha destruido a quien la tomó en tan cálida adopción.
Los efectos del modelo no están sólo en el mall y en artilugios de consumo, presentados a modo de zanahoria a los ojos del burro. Los verdaderos efectos, que son el garrote, están en la comercialización de todas las actividades de la vida, partiendo por la salud, la educación y todos los servicios. Y también están en el alto desempleo, en el pavor producido por la inestabilidad laboral, en la inequidad, en la desprotección social. Se trata de efectos negados por el sector privado y, si bien últimamente y muy tardíamente reconocidos por los gobiernos, nunca resueltos. Un ejemplo de la mínima incidencia de estas políticas asistenciales ha sido la pensión asistencial que creó el gobierno saliente para las personas que quedan al margen del sistema privado de pensiones. Esta ley, celebrada como un triunfo de las políticas públicas ante el mercado, se estrelló a poco andar con el colapso financiero internacional, que generó pérdidas millonarias a los fondos de pensiones de todos los trabajadores. Tras la debacle masiva, el gobierno, sin intervenir ni criticar el sistema privado, sólo observó los movimientos del mercado.
Las condiciones laborales han quedado al arbitrio del mercado, lo que ha sido amparado durante veinte años por los gobiernos de la Concertación. Una encuesta de la Dirección del Trabajo, publicada la primera semana de enero, reflejó las condiciones laborales en el sector privado: más de la mitad de los trabajadores chilenos (55 por ciento) gana sueldos que no superan los 257 mil pesos brutos y sólo en el 5,1 por ciento de las empresas existen sindicatos activos.
La Concertación se presentó en estos años como la representante de la gobernabilidad, de la estabilidad política, de la armonía social. Una política basada en los consensos con la derecha que ha derivado en una política acotada -expresada por el sistema binominal-, en acuerdos entre las elites y en una fuerte exclusión de las demandas de la ciudadanía y de sus organizaciones sociales. Así como en estos veinte años la economía fue entregada a saciar el apetito del sector privado, la política, limitada a las elites y redes de poder crecientemente corruptas, ha clausurado cualquier posibilidad de mayor democratización.
Las políticas de los consensos fueron decisiones de grupo impuestas de un modo autoritario. Un modo de gobierno que tuvo efectos en todos los aspectos de la vida política y social -derechos humanos, pueblos indígenas, políticas públicas, etc.- y que en economía se expresaron en un pacto para mantener y reforzar la ortodoxia neoliberal. Una fusión ideológica que tuvo su expresión en las propuestas de ambos candidatos. Porque si hubo diferencias, éstas fueron pequeños matices, como quedó en evidencia en la oferta del «bono marzo» anunciado por ambos candidatos.
La Concertación, enquistada en el poder político y también en el económico por medio de relaciones gozosas pero peligrosas con las grandes corporaciones, fue incapaz de ofrecer un cambio real, el que ha tomado la derecha más como figura retórica que como propuesta política ante un pueblo despolitizado, ignorante, amnésico y desmovilizado. Porque si hay algo que la derecha ha defendido durante los últimos treinta años, es el libre mercado, que es su esencia, su ley, su naturaleza. Pero como gran paradoja, esta ciudadanía, explotada por las grandes corporaciones y endeudada con el sector financiero, ha confiado de forma candorosa en los causantes de sus males.
En Chile ha terminado el ciclo de los gobiernos de la Concertación. La ruptura de las fuerzas de Izquierda pudo haber sido una causa, las oscuras redes políticas y la corrupción otras, pero en especial ha sido por el descrédito de sus políticas económicas, piedra de tope para la Concertación que crecerá con la derecha. En medio de una crisis internacional que impedirá altos crecimientos del PIB para generar chorreo económico, que es la única política redistributiva aceptada por la derecha, el malestar ciudadano aumentará.
Piñera habla de cambios. Pero en los hechos, habrá continuidad en el modelo económico. La Concertación deja el gobierno. Pero el mercado seguirá gobernando a sus anchas.
(Publicado en «Punto Final», edición Nº 703, 22 de enero 2010 – [email protected])