La educación consolida las diferencias sociales. Esta es la conclusión tras observar los resultados de la última prueba Simce para estudiantes de cuarto y octavo básicos. Si la función de la educación es reducir la brecha social heredada desde la cuna y aumentar las oportunidades, en Chile parece apuntar en la dirección opuesta. En cuarto […]
La educación consolida las diferencias sociales. Esta es la conclusión tras observar los resultados de la última prueba Simce para estudiantes de cuarto y octavo básicos. Si la función de la educación es reducir la brecha social heredada desde la cuna y aumentar las oportunidades, en Chile parece apuntar en la dirección opuesta. En cuarto básico la diferencia promedio entre los niños de los niveles socioeconómicos más alto y más bajo es de 65 puntos; en octavo básico este margen sube a 73 puntos. Si nos concretamos a Matemáticas, esta diferencia es aún mayor: 72 puntos en cuarto básico y 98 en octavo. A mayor educación, mayor desigualdad.
Aquí algo parece haber fracasado. No sólo un proyecto educacional, sino un proyecto de país. La nación recientemente admitida en la OCDE, el club de los países desarrollados -o con pretensiones de serlo-, exhibe de manera casi impúdica sus falencias para avanzar hacia ese deseado desarrollo. Porque la OCDE no sólo está formada por naciones industrializadas, sino por países que han hecho del capitalismo un modelo que intenta la cohesión social, la creación de una sociedad de oportunidades, la reducción de las diferencias que genera el libre juego del mercado.
La educación chilena está en crisis. Otro palmario resultado del Simce demuestra que los alumnos de cuarto y octavo básicos tienen un rezago de dos cursos en su nivel de aprendizaje. En Matemáticas, el 34 por ciento de los alumnos de cuarto básico sólo tiene conocimientos de los contenidos de segundo y parte de los de tercero básico, en tanto un 37 por ciento no tiene ni los conocimiento de segundo básico. Aún peor es el panorama en los chicos de octavo: el 62 por ciento no tiene conocimientos de sexto básico, en tanto el 25 por ciento apenas conoce los contenidos de sexto y séptimo.
Esta dramática información sobre el nivel de la educación chilena aparece de manera simultánea con datos de carácter económico que apuntan en la misma dirección, de reforzar la desigualdad. Las grandes corporaciones aumentaron sus utilidades en un 43 por ciento promedio durante el primer trimestre del año. Resultados sobresalientes, sin duda, en un país golpeado por la crisis y por un reciente cataclismo. Puede ser una gran noticia para los directores y accionistas de estas empresas, pero no es una gran información para el resto del país. Como la educación, la gran economía chilena trabaja consolidando las desigualdades.
Las políticas mercantilistas, empujadas a toda marcha durante los últimos treinta años, han creado un patrón económico y social que ha generado la mayor desigualdad en la distribución de la riqueza en la moderna historia económica de Chile. Una distorsión que no han logrado torcer diez años de políticas asistenciales impulsadas por la Concertación, y tampoco lo logrará el gobierno de derecha de Sebastián Piñera.
Los resultados están a la vista. Aun cuando el peor momento de desigualdad en la distribución de la riqueza se produjo tras la gran oleada globalizadora de la década de los noventa, los resultados de las políticas públicas que han buscado amortiguar los efectos del libre mercado y de la mercantilización de todas las actividades económicas -desde el transporte y las comunicaciones a la salud y la educación- han sido mínimos. La desigualdad en la distribución de la riqueza en Chile se ha mantenido. Diez años de políticas asistenciales exhiben no sólo su fracaso, sino la consolidación de una sociedad basada no en la inclusión ni en la cohesión social, sino en la diferencia, la discriminación, la desigualdad.
La región más desigual del mundo
La Cepal acaba de publicar La hora de la igualdad , un informe preparado para el trigésimo tercer período de sesiones del organismo, que tuvo lugar entre el 30 de mayo y el 1º de junio, en Brasilia. En el documento se recoge la realidad económica y social latinoamericana, golpeada nuevamente por la fuerte crisis mundial. Tras la recesión internacional, que afectó los flujos de inversión y las exportaciones de la región, Latinoamérica es más pobre que antes. La pobreza pasó entre 2008 y 2009 de 33 a 34,1 por ciento, lo que en números absolutos se traduce en nueve millones de pobres más.
Para la Cepal, Latinoamérica es la región más desigual en el mundo en cuanto a la distribución de la riqueza. «El ingreso medio por persona de los hogares ubicados en el décimo decil (diez por ciento más rico) supera alrededor de 17 veces al del 40 por ciento más pobre». Esta relación -explica el organismo- es altamente variable de un país a otro. Va de alrededor de nueve veces en la República Bolivariana de Venezuela y Uruguay, hasta 25 veces en Colombia. Por su parte, el ingreso per cápita del quintil (20 por ciento) más rico supera, en promedio, 19 veces el del más pobre, con un rango que va desde menos de diez veces en los países ya señalados a unas 33 veces en Honduras.
Comparativamente con los inicios de la década recién pasada, la Cepal estima avances. Porque entre 1990 y 2002 la región mostró una marcada rigidez en la distribución del ingreso, luego de haber elevado los valores históricos en la década de 1980. «El período 2003 a 2008, en cambio, no sólo se caracterizó por un crecimiento económico sostenido, sino por una tendencia, leve pero evidente, hacia una menor concentración del ingreso». El índice de desigualdad -dice el organismo- cayó un cinco por ciento a nivel regional con respecto al nivel que tenía en 2002, empujado principalmente por las disminuciones en Argentina, Bolivia, Panamá y la República Bolivariana de Venezuela, todas con caídas superiores al diez por ciento. Pero también hubo disminuciones, aunque menores, en Brasil, Chile, Ecuador, Nicaragua y Paraguay, en estos casos a tasas en torno a un siete por ciento.
Lo que puede deducirse de estas cifras es el grado de impacto que tienen las políticas públicas para suavizar el libre juego del mercado, que tiende naturalmente a la desigualdad. Es mayor en aquellos países que han impulsado políticas para empoderar a la ciudadanía y restarle espacio, no sin grandes tensiones, a las grandes corporaciones. Entre ellos están Venezuela y Bolivia, pero también Argentina.
La participación de Chile en este grupo de países obliga a otra interpretación. Es el único país, junto a Uruguay -nación cuyos indicadores sociales han sido tradicionalmente diferentes al del resto de Latinoamérica- cuyas políticas económicas se rigen bajo el libre mercado. Chile logra moderados avances en la lucha contra la desigualdad bajo un sistema económico de corte neoliberal, patrón económico en vigor desde hace treinta años y consolidado por consenso con la institucionalidad política vigente.
El actual gobierno, así como los anteriores, argumenta que bajo este sistema Chile puede alcanzar el desarrollo en los próximos ocho años. Puede lograr situarse entre los países de la OCDE con un capitalismo y, supuestamente, sistemas de bienestar social desarrollados. Un proyecto que ha sido puesto en duda al considerar que está basado en la baja recaudación fiscal obtenida por el crecimiento económico, lo que relativiza las posibilidades de alcanzar la meta en el plazo establecido. Porque desde el primer gobierno de la Concertación, los chilenos hemos venido escuchando de las autoridades la misma promesa, con los efectos por todos conocidos y padecidos.
Impuestos amortiguan la desigualdad
Para la Cepal hay una vía principal para reducir de manera efectiva la desigualdad y avanzar hacia el desarrollo: un pacto fiscal que permita al Estado obtener mayores recaudaciones para invertir en políticas públicas. Otra es contar con empleos mejor remunerados y mejores pensiones, entre otras medidas. Pero el pacto fiscal es una de las herramientas principales para hacer una inversión sostenida, por ejemplo, en educación, la palanca básica para reducir la brecha social y apuntar hacia el desarrollo.
Actualmente la recaudación tributaria en América Latina es de un 18 por ciento del PIB, que en Chile sube un poco, para alcanzar a 21 por ciento. Pero «este nivel es muy bajo tanto en relación con el grado de desarrollo relativo de la región como, sobre todo, con las necesidades de recursos implícitas en las demandas de políticas públicas que enfrentan los Estados latinoamericanos». Ello, pese a que la recaudación tributaria creció en la región desde un trece por ciento en 1990 al 18,9 actual (en Chile pasó desde un 15,5 en 1990 al 21 por ciento de 2008).
Si Chile quiere integrarse en pleno, y no sólo en la forma, al grupo de países de la OCDE, debiera acercarse a sus indicadores. Pero la distancia es aún enorme. En 2007, la carga tributaria de los países de la OCDE fue del doble de la de América Latina. En el caso de Chile, debiera aumentar la recaudación tributaria desde el 21 por ciento del PIB a cerca del 40 por ciento. Un salto, una quimera, si atendemos a la actual polémica por un alza tributaria a la gran empresa de escasos tres puntos porcentuales.
El problema no sólo apunta a la cantidad, sino también a la forma de recaudación, orientada principalmente a los impuestos indirectos, como el IVA, que paga mayoritariamente toda la población, pobres incluidos. En América Latina sólo un tercio de la recaudación procede de impuestos directos: el grueso recae en impuestos al consumo y otros impuestos indirectos. Esto conduce a una situación extremadamente grave: «la distribución del ingreso después del pago de impuestos es más inequitativa que la distribución primaria». Si consideramos, dice la Cepal, que el impuesto a la renta es el más progresivo de los impuestos, «es posible inferir que la estructura tributaria de los países latinoamericanos es más regresiva que la que corresponde a las economías desarrolladas, lo que afecta negativamente la distribución del ingreso y constituye uno de los factores que hacen de América Latina una de las regiones más desiguales del planeta».
Los impuestos constituyen en los países de la OCDE una gran herramienta para amortiguar las desigualdades. La carga tributaria en los países de la Unión Europea reducen en promedio la desigualdad (entre antes y después de los impuestos) en -32,6 por ciento, aun cuando hay países como Dinamarca en que esta reducción llega a casi -41 por ciento. En Latinoamérica, la reducción es irrisoria: un -3,8 por ciento promedio (-4,2 en Chile, -2 por ciento en Argentina, -3,6 en Brasil).
Ante esta evidencia, la Cepal destaca «la necesidad de generar un pacto fiscal que permita dotar al Estado de mayor capacidad para distribuir los recursos y desempeñar un papel más activo en la promoción de la igualdad». Tanto desde el punto de vista de la recaudación, señala, como en la estructura tributaria, «hay márgenes significativos para avanzar y fortalecer el rol redistributivo del Estado».
El desarrollo, tal como lo ha vivido Chile y América Latina, ha llegado a un punto de inflexión. Aspectos como las crisis financieras, dice la Cepal, y como el cambio climático, ponen en entredicho los paradigmas de crecimiento económico que predominaron en las décadas precedentes. Por tanto, la única salida en Chile y la región es rediseñar el modelo económico y político, sobre una base de mayor presencia estatal que se haga cargo de las nuevas realidades que surgen de la crisis y «de los imperativos que plantea la agenda de igualdad de derechos». De lo contrario, dice Cepal, «no habrá futuro». De lo contrario, decimos nosotros, toda política basada en el actual padrón económico y político estará destinada a la conservación de nuestras desigualdades. El camino al desarrollo será un cuento más.