Cullera es un municipio turístico del litoral valenciano de unos 24.000 habitantes. Apacible durante el invierno, bulle en verano por la presencia masiva de turistas que buscan el sol y la playa para pasar sus vacaciones. Esta pequeña localidad situada en la desembocadura del río Júcar ha cobrado protagonismo esta semana por la aprobación de […]
Cullera es un municipio turístico del litoral valenciano de unos 24.000 habitantes. Apacible durante el invierno, bulle en verano por la presencia masiva de turistas que buscan el sol y la playa para pasar sus vacaciones.
Esta pequeña localidad situada en la desembocadura del río Júcar ha cobrado protagonismo esta semana por la aprobación de un macroproyecto urbanístico, conocido popularmente como «Manhattan», que no sólo cambiará su fisonomía, sino que pone negro sobre blanco los delirios del urbanismo valenciano de la última década.
33 torres de 25 alturas, dos hoteles de 40 pisos, un nuevo puerto deportivo (justificado en su día por la celebración en Valencia de la Copa del América), un palacio de congresos, 5.000 viviendas y todas las infraestructuras previstas en la legislación urbanística conforman un megaproyecto de sostenibilidad más que cuestionable. En total, está prevista la urbanización de 600.000 m2 de suelo.
El alcalde de Cullera, Ernesto Sanjuán (PP), defiende la iniciativa con el argumento de convertir al municipio en un «referente turístico». En este contexto se inscribe, para el jefe del consistorio, el proyecto de nuevo puerto deportivo con capacidad para cerca de 800 amarres y un moderno club náutico. Está previsto, incluso, que en un futuro el municipio triplique sus plazas hoteleras.
La actuación no sólo causa asombro por sus dimensiones. De hecho, supone la construcción de una ciudad nueva dentro de otra ya existente y al menos duplicar la población. Tampoco por las cifras, aunque los costes de urbanización rondarán los 92 millones de euros. Ni porque se apruebe en un contexto de crisis inmobiliaria, que sacude especialmente a territorios como el país valenciano abonados al monocultivo del ladrillo. Ni por sustituir un modelo urbanístico de tipo compacto, característico de la ciudad mediterránea, por la implantación de rascacielos.
Lo que llama poderosamente la atención es la mínima contestación política que el Plan Parcial Bega-Puerto (denominación oficial del Manhattan) ha tenido en el consistorio, donde ha sido aprobado (en un pleno extraordinario) con los votos del PP -que cuenta con mayoría absoluta- mientras que el PSPV-PSOE ha decidido abstenerse (una «abstención crítica», según sus portavoces). Tan sólo Alternativa Progresista de Cullera-Izquierda Unida ha votado en contra del plan urbanístico.
La historia del «Manhattan» es larga. Arranca con la aprobación del Plan General de Ordenación Urbana (PGOU) de Cullera, en 1995, donde ya se establecía el desarrollo urbanístico de la zona. Quince años después, y tras superar diferentes recursos ante los tribunales, la primera teniente de alcalde y portavoz del PP en el Ayuntamiento ha anunciado que «si todo va a buen ritmo, el proyecto se pondrá en marcha a principios de 2011».
Algo parece tener Cullera, sin embargo, para aparecer de modo permanente en el punto de mira de la megalomanía urbanística, ya que el «Manhattan» no constituye un caso singular. Planean sobre el municipio desde el año 2006 otras dos actuaciones («Marenyet» y «Brosquil») que supondrán la urbanización de casi diez millones de metros cuadrados para la construcción de 14.000 viviendas y varios campos de golf.
No es de extrañar, por tanto, que este municipio turístico situado a 40 kilómetros de Valencia aparezca en un lugar destacado dentro de un estudio de Ecologistas en Acción, presentado recientemente, que localiza doce «puntos negros» en el litoral valenciano, amenazados por vertidos incontrolados, escasa protección del territorio o construcciones en zonas sensibles de la costa.
Las organizaciones ecologistas no lo han tenido difícil para escoger Cullera como un buen ejemplo de los desmanes de la actividad urbanística en el País Valenciano, y también en el estado español, durante los últimos años. Dos fotografías de este municipio -una actual y otra anterior a los procesos intensivos de construcción- ilustran el informe de Greenpeace «Destrucción a toda costa» de 2010.
El documento de los conservacionistas subraya con cifras un argumento central. Más allá de los casos particulares, el País Valenciano ha vivido en la última década una alarmante dependencia del ladrillo ligada a la especulación inmobiliaria y la depredación del territorio. Cada kilómetro cuadrado del País Valenciano recibió en 2004 una media de 288 toneladas de cemento, una cantidad cinco veces superior a la media europea, según Greenpeace.
«La situación de asfixia y artificialización se refleja directamente en el estado de las costas valencianas, con problemas de erosión cada vez más severos. En 2005, los niveles de urbanización de la franja costera eran elevados, con un 33% de su primer kilómetro de litoral ocupado por el cemento».
«La tendencia general observada entonces en la costa era la de continuar construyendo, a través de la desclasificación de suelo agrícola, transformando miles de hectáreas de cultivos a hormigón. De igual forma, se constataba q ue una vez agotada la primera línea de playa, la presión urbanística se traslada hacia el interior (…) Poco o nada se ha hecho para intentar revertir el problema», añade el informe.
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