Durante los últimos ocho años, distintos funcionarios y agentes del gobierno central han asumido como algo normal el decretar y aplicar la pena de muerte a muchos colombianos, sobre todo a aquellos que empezaron a ser calificados como «terroristas» o «cómplices del terrorismo», una noción tan vaga que en ella cabe todo.
En términos formales se nos dice que Colombia es un Estado Social de Derecho (sic) y nos lo repiten hasta el cansancio leguleyos, políticos, «violentólogos», periodistas, dueños de ONG y catedráticos en todos los rincones del país. En concordancia, se afirma que en Colombia no existe la pena de muerte, la cual fue abolida legalmente hace un siglo exacto, en 1910. Esto no pasa de lo puramente formal, porque en la vida real en este país se aplica la pena capital, de manera generalizada desde, por lo menos, 1946, cuando los conservadores retomaron el control del gobierno.
En ese sentido Pena de Muerte, lo que se dice Pena y de Muerte, ha sido una constante de la historia colombiana, hasta el punto de que podría decirse, sin exagerar, que los colombianos que hemos nacido durante los últimos 70 años pertenecemos a una interminable generación, la de la Pena de Muerte.
Sin embargo, en los últimos ocho años se ha presentado un cambio con respecto tanto a la aplicación como a la legitimación que desde el Estado -contando con la complacencia de las clases dominantes, de sus medios de comunicación y de una parte de la población- se ha hecho de la pena de muerte, como se demuestra con algunos acontecimientos recientes.
1. 1910: Se decreta la abolición legal de la pena de muerte
La pena de muerte legal ha existido en el territorio de lo que hoy se llama Colombia en diversos momentos de la historia, desde la época colonial. Su primera abolición se produjo en 1851, en medio de las llamadas Reformas de Medio Siglo, bajo el gobierno de José Hilario López. Volvió a ser implantada por la Regeneración Conservadora, en la Constitución de 1886, para delitos como el parricidio, la traición a la patria, el asesinato, la piratería, el asalto en cuadrilla de malhechores y el provocar incendios, pero se prohibió taxativamente para delitos políticos.
Durante la dictadura de Rafael Reyes (1904-1909) se presentaron las últimas ejecuciones legales en Colombia, es decir, amparadas en la propia Constitución. Los penúltimos connacionales en ser llevados al patíbulo fueron los cuatro autores materiales del fallido atentado de Barro Colorado (carrerá 7 con calle 45, en Bogotá) contra el Presidente de la República, lo que aconteció el 10 de febrero de 1906. Juan Ortiz, Carlos Roberto González, Fernando Aguilar y Marco Arturo Salgar fueron juzgados y condenados por organizar un ataque en cuadrilla de malhechores y luego ejecutados en el mismo lugar donde habían atentado contra Reyes.
Y el último colombiano sometido a la pena de muerte legal fue el abogado negro Manuel Saturio Valencia, el 7 de mayo de 1907, cuando un grupo de fusileros le disparó directo al corazón. El delito por el que se le condenó fue su responsabilidad, nunca probada, en unos leves incendios en la ciudad de Quibdó, pero la verdadera razón estaba en que había tenido relaciones sexuales, de las que resultó un hijo, con una dama blanca. La familia de esa mujer juró vengarse y aprovechó la ocasión de un incendio que se presentó en Quibdó el primero de mayo de 1907, para inculpar a Valencia. El joven abogado fue juzgado y condenado en forma por demás acelerada, ya que entre el momento del incendio y la ejecución pública sólo transcurrieron 6 días. ¡Un raro ejemplo de celeridad en la justicia colombiana, cuando ésta se aplica a pobres o a negros! ¡Con sobrada razón se dice que la justicia es para los de ruana!
En 1910, luego del fin de la dictadura, la Asamblea Constituyente que reformó la Constitución de 1886 abolió la pena de muerte. En el artículo B de las disposiciones transitorias de esta reforma constitucional se determinó que «los delitos castigados con pena de muerte en el Código Penal, lo serán en adelante con veinte años de presidio, mientras la ley dispone otra cosa».
Nunca más, hasta el día de hoy, un texto constitucional vigente en este país avaló la pena capital, porque el artículo 11 de la Constitución de 1991 establece que «el derecho a la vida es inviolable. No habrá pena de muerte«. Como se muestra enseguida, tan lacónica afirmación constitucional está tan lejos de la realidad que parece un mal chiste.
2. La pena de muerte nunca reconocida
Aunque, constitucionalmente hablando, en 1910 se hubiera abolido la pena capital, en la práctica ésta se siguió aplicando en forma generalizada desde la violencia que se extendió por el país luego del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán en abril de 1948.
En efecto, el partido conservador, en alianza con gamonales, terratenientes y sectores de las jerarquías católicas, para conservar el poder, pese a ser minoritario en términos políticos, organizó grupos de criminales, auspiciados y financiados desde el Estado, entre los cuales sobresalen los pájaros, los chulavitas y la tristemente célebre POPOL, policía política, todos los cuales se dieron a la tarea de asesinar a quienes eran considerados como enemigos del régimen conservador, entre ellos liberales, gaitanistas, y comunistas.
Los asesinatos perpetrados por miembros del Estado se hicieron cotidianos y esa práctica no ha desaparecido hasta el día de hoy, porque luego del fin del laureanismo (1950-1953) y de la dictadura militar que le siguió, la de Gustavo Rojas Pinilla (1953-1957), el Frente Nacional no abandonó las viejas prácticas del conservadurismo y más bien las extendió, enmascaradas ahora con un abierto anticomunismo, para perseguir la protesta social y popular.
De esta forma, han sido asesinados miles de colombianos de organizaciones políticas y sociales de izquierda, así como sindicalistas, dirigentes agrarios, líderes comunitarios, estudiantes, profesores, mujeres pobres, defensores de derechos humanos, campesinos, jornaleros, indígenas y un interminable etcétera. Un buen número de las personas asesinadas en Colombia después de 1948 fueron ejecutadas de manera directa por el Estado, o por grupos privados que han sido auspiciados por el mismo o porque desde el mismo Estado los representantes del bipartidismo liberal conservador se daban a la tarea de señalar a los enemigos de la «democracia colombiana» y del «mundo libre» para que fueran perseguidos, exiliados o ejecutados por bandas criminales, rabiosamente anticomunistas.
Estas prácticas criminales tenían, sin embargo, como característica distintiva que, en general, los funcionarios del Estado jamás reconocían su participación en esos delitos, y en raras ocasiones se ufanaban en público, o a través de los medios de comunicación, de ser responsables de la muerte de ningún colombiano. Incluso, los responsables de los crímenes se lavaban las manos y proclamaban su inocencia, como sigue sucediendo hoy en algunos casos con respecto al respaldo, apoyo y financiación a los paramilitares.
3. El uribismo o el sicariato estatal
En 2002 se produce un cambio radical en cuanto a la pena de muerte aplicada por el Estado colombiano, ya que se instaura en el manejo estatal la lógica y la práctica de los sicarios, asesinos a sueldo cuya labor consiste en ejecutar a sangre fría a sus víctimas.
Durante los últimos ocho años, distintos funcionarios y agentes del gobierno central han asumido como algo normal el decretar y aplicar la pena de muerte a muchos colombianos, sobre todo a aquellos que empezaron a ser calificados como «terroristas» o «cómplices del terrorismo», una noción tan vaga que en ella cabe todo. Esa práctica se ha impulsado desde la propia Presidencia de la República, como ha quedado demostrado con las continuas invitaciones de Álvaro Uribe Vélez a matar a todo aquel que fuera señalado como enemigo del régimen. Frases como «Si parece culpable, échenlo a la fosa», «Fumíguelos a mi nombre, general», «Hay que matar a los bandidos», son típicas de esa incitación cínica y desvergonzada a matar, con toda la impunidad del caso y protegidos con el manto estatal. El cambio fundamental estriba en que ahora no se niega el asesinato de adversarios sino que se impulsa y apoya desde el propio Estado. Eso fue lo que hicieron el régimen uribista y sus más encumbrados funcionarios, como Juan Manuel Santos y Francisco Santos.
Ahora el primer funcionario del Estado llama abiertamente al asesinato de sus adversarios, y además se ufana en hacerlo, y lo mismo hacen otros miembros del gobierno, como el Vicepresidente de la República.
Son tristemente célebres dos hechos:
-Primero, el asesinato de 3 dirigentes sindicales en Arauca en agosto de 2004, crimen que fue aplaudido por el vicepresidente de entonces, Francisco Santos, con la descarada afirmación de que «eran terroristas» que habían sido «dados de baja» en combate. Como para que no quedaran dudas del reconocimiento de la acción por parte del Estado, el entonces Ministro de Defensa, Jorge Alberto Uribe, ante la pregunta de un periodista de los Estados Unidos que le indagó si los muertos eran sindicalistas, le respondió: «Sí, los que fallecieron allí eran sindicalistas. Pero estaban en una lista con órdenes de captura justificadas. Son dos cosas separadas. Hay criminales que son médicos o pilotos. Ellos estaban comprometidos con el ELN. Cayeron en una operación en la que se les estaba buscando (por ser del ELN)».
-Segundo, la masacre de 8 campesinos, entre ellos varios niños, de la Comunidad de Paz de San José de Apartadó en febrero de 2005 por parte de miembros del ejército. Un mes después el propio Álvaro Uribe justificaría el crimen con estos términos: «En esta comunidad de San José de Apartadó hay gente buena, pero algunos de sus líderes, patrocinadores y defensores están seriamente señalados, por personas que han residido allí, de auxiliar a las FARC y de querer utilizar a la comunidad para proteger a esta organización terrorista».
Lo significativo de estos dos hechos radica en que, como ahora ya está confirmado, los sindicalistas no eran guerrilleros y no murieron en ningún combate, sino que fueron asesinados a mansalva por miembros activos del ejército. A su vez, los miembros de la Comunidad de Paz no pertenecían a ninguna organización insurgente y fueron ultimados por miembros del ejército, que han sido condenados a muchos años de cárcel. Por lo demás, resultaba poco creíble que niños de cinco años pudieran atacar a mano armada al ejército. Sin embargo, por esta apología del crimen, no han sido juzgados ni el Presidente ni el Vicepresidente de la República, y estos personajes nunca le han pedido perdón ni a las victimas ni al país por los señalamientos y por los crímenes cometidos por las fuerzas armadas del Estado.
Como puede verse, desde el Estado se avala el sicariato y se justifican todas las acciones de las fuerzas represivas, como se ha puesto de manifiesto con los mal llamados falsos positivos, un crimen sistemático de Estado, que no puede ser interpretado con la equivocada denominación de «ejecuciones extrajudiciales», porque sencillamente en Colombia no existen las «ejecuciones judiciales», esto es, la autorización legal y constitucional para matar a alguien. Ese nombre tiende a ocultar que simple y llanamente son crímenes de Estado, sin asidero legal de ninguna clase, aunque cuenten con el apoyo de la fuerza militar y de los medios de comunicación, para presentarlos como legales y legítimos.
Por si hubiera dudas de que estamos hablando de crímenes de Estado, es bueno recordar que los militares fueron los organizadores y ejecutores de las muertes de miles de colombianos pobres y humildes, hay que subrayarlo, porque que se sepa no ha habido ni un solo oligarca entre los «falsos positivos» y, además, esta práctica criminal tuvo patrocinio estatal con la Directiva No. 29 del Ministerio de Defensa de noviembre de 2005, en la cual se indica que se pagaran recompensas por «la captura o abatimiento en combate de cabecillas de las organizaciones armadas al margen de la ley, material de guerra, intendencia o comunicaciones e información que sirva de fundamento para la continuación de labores de inteligencia y el posterior planeamiento de operaciones».
Comentando este hecho criminal, el investigador Samuel Barinas concluye un estudio sobre los eufemísticos falsos positivos de esta forma lapidaria: «Le quitaron valor a la vida y le pusieron precio a la muerte. Querían medir el éxito de su criminal política de seguridad en litros de sangre. Como consecuencia de esta directiva los noticieros de la radio y la televisión y los titulares de la prensa se llenaron de muertos, casi todos presentados por los militares como «jefes de finanzas» de la guerrilla, «mano derecha» del comandante tal, o simplemente, «terroristas» muertos en combate…»
Otro hecho que rubrica la legitimación pública de la pena de muerte que se realiza desde el Estado, con la violación de la Constitución Nacional, ha sido el del ataque de Sucumbíos en Ecuador en marzo de 2008, cuando fueron masacradas 26 personas, entre ellas 4 ciudadanos mexicanos y 1 ecuatoriano. A raíz de esto hecho, típico de la guerra preventiva made in USA, el régimen uribista intentó justificarlo de mil maneras, con el respaldo abierto y cínico de la «gran prensa», diciendo que Colombia tenía derecho a defenderse y que por eso atacaba a las FARC en Ecuador y violaba la soberanía territorial de ese país.
El que tuvo bien claro lo que había sucedido fue un humilde juez de Sucumbíos, quien desde el principio señaló que había sido un crimen, y por eso inició el juicio contra los responsables, entre los que se encuentra el actual Presidente de la República de Colombia. Éste nunca se ha arrepentido de los hechos de Ecuador, antes por el contrario ha manifestado en repetidas ocasiones que se siente muy feliz y satisfecho por la acción criminal, como muestra del cambio que hemos señalado, que consiste en no ocultar los crimines sino en exaltarlos en público.
No sorprende que los abogados de oficio que tiene J.M. Santos ante la justicia ecuatoriana hayan recurrido al sensacional argumento jurídico que intenta ocultar las manifestaciones públicas del hoy Presidente de Colombia en las que se ufana del asesinato de Raúl Reyes. Dicha argumentación jurídica, sin ningún asidero ni legal ni lógica dice textualmente: «La decisión de bombardear el campamento donde se encontraba Raúl Reyes fue de Estado, amparada por legislación internacional en la lucha contra el terrorismo, y que por consiguiente no hubo ninguna acción o prueba que demuestre que Santos actuó de manera personal». Como quien dice, la pretendida legislación internacional de lucha contra el terrorismo avala la pena de muerte en cualquier país y por eso hasta el Presidente de la República puede violar la constitución del país que preside, amparándose en una etérea legislación internacional (que si existiera, que no es el caso, no podría reclamar extraterritorialidad), para bombardear otro país y asesinar a un grupo de personas, sin importar que ni en Ecuador ni Colombia exista la pena de muerte. ¡Si existiera el Premio Nobel de Jurisprudencia se lo ganarían sin ninguna duda los abogados de Santos, por tamaño descubrimiento jurídico!
4. Los sicarios del aire
En el uribismo se implementó un nuevo tipo de sicariato, que consiste en el uso masivo de la aviación militar para bombardear de manera indiscriminada y desproporcionada con el objetivo exclusivo de matar al adversario. A este tipo de acción criminal bien se le puede llamar sicariato aéreo, que no es sino un refinamiento técnico del sicariato en motocicleta, que fue inventado en la década de 1980 en las calles de Medellín y luego se exportó a otros lugares del país y del mundo, como producto de lo cual los sicarios colombianos gozan de gran reconocimiento internacional por su frialdad, sangre fría y puntería para matar a sus victimas. Este sicariato se ha convertido en un producto de exportación típicamente colombiano, porque en estos momentos los sicarios colombianos gozan de gran prestigio entre los círculos criminales de México y otros lugares del planeta.
Valiéndose de los dineros del Plan Colombia y de las «ayudas» de los Estados Unidos, el Estado ha comprado aviones sofisticados con los cuales adelanta sus labores sicariales, consistentes en bombardear de manera permanente a la insurgencia y a campesinos e indígenas. Esta arma de guerra se ha venido utilizando de manera reiterada y sin limitación alguna, como se puso de manifiesto el 23 de septiembre cuando fue asesinado el líder militar de las FARC, Alfonso Briceño, conocido como el Mono Jojoy.
Las declaraciones de los altos funcionarios del Estado indican claramente que el objetivo de esta acción desde un principio era la de masacrar al Mono Jojoy, como se evidencia con esta afirmación de uno de los militares que participó en la operación:»Sabíamos que teníamos dos objetivos grandes: acabar con el ‘Mono Jojoy’ y combatir a los 1.300 hombres que lo custodiaban».
Y el Ministro de Defensa (sic), Rodrigo Rivera, un mediocre burócrata de segunda categoría, se regodea de la aplicación ilegal de la pena de muerte: «Fue una operación quirúrgica porque no iba dirigida a desmantelar el campamento sino contra el objetivo. Sabíamos que tenía la costumbre de levantarse entre la 1:00 y las 4:00 de la mañana y consultar documentos (…) por eso se decidió que (el operativo) fuera a las 2:00 de la mañana». Una operación quirúrgica, vale decir destinada a matar a una persona, como las que realizan cotidianamente Israel contra los palestinos o Estados Unidos en Iraq, Afganistán y Pakistán. Por eso no sorprende que ésta haya sido una operación en la que participaron directa e indirectamente Estados Unidos. Éste suministró 30 bombas «inteligentes», equivalentes a 7 toneladas de explosivos (7.000 mil kilos) para matar a un guerrillero de 59 años y enfermo, como lo relatan con deleite los militares que hablan en la prensa amarilla y pornográfica de Colombia: «Tenía diabetes aguda por lo que las heridas tomaban tiempo en sanar. No podía tomar licor, sufría impotencia sexual, estaba deprimido, había sido operado del apéndice, tenía otitis en el oído izquierdo, sufría de hipoglicemia, de hipertensión. Regularmente se le inflamaban los pies y por eso no usaba botas de caucho, sino militares. Por eso cada vez que podía, se ponía sandalias».
Fue contra este hombre que se realizó esta operación sicarial en la que se emplearon, ya no se sabe con exactitud cuál es la cifra, porque ya se habla de 72 naves aéreas, incluyendo aviones y helicópteros, con la participación de casi 1.000 miembros de los cuerpos especiales y emplearon bombas muy sofisticadas, como cuenta uno de los participantes: «Usamos bombas construidas con un material exclusivo que, al reventar, produce tres efectos: uno que enciende fuego; uno de onda explosiva, que es lo que tumba lo que encuentra; y uno de fragmentación, que son las esquirlas. En este caso, el efecto de la onda explosiva destruyó el búnker».
¿A esto lo llaman combate? ¿Este crimen fue el resultado de un enfrentamiento militar, similar al que libran los israelíes cuando asesinan a los palestinos?
Como ha dicho hace poco Fidel Castro: «Imagino que no pocos militares colombianos estén abochornados por las grotescas versiones de la supuesta batalla en la que murió el Comandante Jorge Briceño Suárez. En primer lugar, no hubo combate alguno. Fue un burdo y bochornoso asesinato. El almirante Edgar Cely, tal vez embarazado con el parte de guerra con que la autoridad oficial informó la noticia y otras versiones oscuras, declaró que: «Jorge Briceño, alias ‘Mono Jojoy’, murió por ‘aplastamiento’ cuando […] la construcción en la que estaba escondido en la selva se le vino encima.» El líder cubano añade que «Lo más grave es lo que falta por contar, que ya hasta el gato lo sabe, porque los propios yankis lo han publicado. El gobierno de Estados Unidos le suministró a su aliado más de 30 bombas inteligentes. En las botas que le suministraron al jefe guerrillero, le instalaron un GPS. Guiadas por ese instrumento, las bombas programadas estallaron en el campamento donde estaba Jorge Briceño. ¿Por qué no se explica al mundo la verdad? ¿Por qué sugieren una batalla que nunca tuvo lugar?»
Por otra parte, el cadáver de Briceño presenta las mismas características de los muertos de la masacre perpetrada por Israel en diciembre de 2008/enero de 2009 en Palestina, cuando se veían los cuerpos inflados y derritiéndose. Es un resultado del uso de fósforo blanco, un componente químico que está prohibido en las guerras. ¡Ése es otro de los grandes logros del ejército colombiano, usar armas prohibidas por las convenciones internacionales!
Los medios de comunicación, periodistas, políticos, pseudointelectuales, todos convertidos en chacales de la muerte, aplauden la maniobra artera y criminal que es la aplicación de la pena de muerte en estos tiempos pretendidamente posmodernos. Y Juan Manuel Santos fue a la ONU a decir que había matado a uno de los peores terroristas de Colombia en su guarida y fue felicitado por Barack Obama, Premio Nobel de la Muerte, quien manifestó su beneplácito por el crimen, y lo mismo hizo José Miguel Insulza, uno de esos raros casos en que el apellido coincide con al perfil moral e intelectual del sujeto. Si Santos dice que se mató a uno de los principales enemigos del pueblo colombiano, nos preguntamos ¿por qué se dice eso si a Álvaro Uribe Vélez no le ha pasado nada, ni tampoco se ha bombardeado a la Casa de Narquiño, la sede Presidencial?
Ante todo lo dicho, flotan otras preguntas en el aire: ¿Qué van a decir Amnistía Internacional, la Cruz Roja, las ONG de derechos humanos y, sobre todo, los juristas colombianos sobre este tipo de crímenes efectuados por el Estado colombiano? ¿Qué tienen que decir todas estas instancias ante el uso de fósforo en las bombas suministradas por los Estados Unidos? ¿Por qué ese silencio mudo de la «izquierda democrática» ante este crimen de guerra perpetrado por el Estado colombiano? ¿Acaso está muy distante el día en que desde los aviones y los helicópteros, como sucede en Israel, se ametralle a otros colombianos en campos y ciudades, so pretexto de ser terroristas?
5. Los macabros rituales de la pena de muerte a la colombiana
En casi todos los países del mundo donde ha existido y hoy existe la pena de muerte legal, aplicada por el Estado, se práctica una ritualidad macabra que acompaña a las ejecuciones. No solamente es el acto de matar a un ser humano lo que cuenta sino todas las horrorosas prácticas que se desarrollan durante y después de la ejecución. Al respecto se debe recordar, para citar un ejemplo, que cuando se mataba a alguien en Europa en los siglos XVI y XVIII se obligaba a la gente a asistir a la ejecución y luego se dejaba el cadáver clavado en postes de madera por semanas para que fuera presa de las aves de rapiña. Este ritual tenía la finalidad de generar escarnio y crear terror entre la población. Algunos podrán decir que esos eran otros tiempos, pero que hoy en el capitalismo posmoderno eso ya no se practica. Nada de eso, aunque hoy los rituales se han sofisticado son igual de escabrosos, máxime con el papel enajenante que cumple la televisión, la cual muestra con morbo y saña los cadáveres de los enemigos de la «democracia», como se hace en Israel, Estados Unidos y ahora en Colombia.
A propósito de ese estilo, en Estados Unidos se prohíbe que en televisión se muestren los cadáveres de los soldados muertos en Iraq o Afganistán -lo mismo que sucedió con las victimas del 11 de septiembre de 2001-, pero se irrespetan y se profanan los cadáveres de los enemigos, como sucedió con los hijos de Sadam Hussein y con el propio líder iraquí. En esas condiciones, lo que ahora vemos en Colombia no es ni siquiera original, pues es una burda copia de los métodos de matar de Israel y Estados Unidos, pues mediante bombardeos indiscriminados y el empleo de fósforo blanco se masacra y luego se presenta el espectáculo morboso de exhibir los cadáveres desfigurados de sus adversarios para diversión de la «opinión pública». Por eso, lo que últimamente se ha visto en Colombia es una simple réplica de lo hecho por los estadounidenses con sus victimas en Iraq o Afganistán.
En la pena capital a la colombiana, tal y como ahora se aplica por parte del Estado traqueto, también se escenifican unos rituales despreciables, en los cuales los medios de comunicación desempeñan un papel central. Se trata en primer lugar de rebajar al extremo al otro, que no es presentado como un ser humano sino como una bestia, sin ni siquiera reconocer su carácter de adversario. En el caso reciente resulta escalofriante que se exalten las virtudes de Sascha, una perra antiexplosivos del ejército que murió en el bombardeo, como una pérdida lamentable para la democracia colombiana, mientras se solazaban mostrando de manera morbosa el cadáver desfigurado de Alfonso Briceño.
La oligarquía colombiana ni siquiera respeta a los muertos, lo cual es casi una ley universal, que por supuesto no se aplica en estos lares traquetizados. Por eso, ese regodeo sangriento de presentadores y presentadoras de televisión, de periodistas, de opinadores y charlatanes que se deleitaban mostrando de manera pornográfica y criminal, muy al estilo de la prensa de Estados Unidos o de Israel, el cadáver desfigurado de un campesino, cuyo principal crimen fue el de combatir a esa oligarquía, y de propinarle memorables derrotas, durante 40 años.
Porque, precisamente, si algo se destaca de ese ritual despreciable que no respeta ni a los muertos, es el odio de clase hacia todos aquellos de origen humilde que se han revelado para enfrentar, en este caso con las armas, a las clases dominantes de Colombia. Lo peor del caso radica en que los pobres, tan despreciados por esa oligarquía, también participen en la fiesta de clase que celebran los de arriba contra uno de los suyos. Algo similar a lo que sucede con muchos admiradores del nazismo que, pese a su extracción pobre y cetrina, admiran a Hitler, un personaje que de existir no dudaría ni un momento en matarlos con su mano homicida.
Finalmente, que la pena de muerte se ha legitimado en este país, aunque no necesite legalizarse, lo demuestra la efusividad de todos los altos funcionarios del Estado, cada uno de los cuales quiere llevar la delantera en hacer meritos en la campaña criminal por saber cuál de ellos es el más asesino, como sucedía en los tiempos de lejano oeste en Estados Unidos. Cada uno de ellos quiere convertirse en el Matoncísimo Kid para ganar puntos ante sus amos de los Estados Unidos. Y por eso, hasta la tribuna de la ONU se considera adecuada para que un personaje que ocupa el solio presidencial, de tan dudosa moralidad y con tan pésimos antecedentes en materia del respeto a las vidas ajenas -es prófugo de la justicia ecuatoriana, está involucrado en el asesinato de 4 mexicanos y un ecuatoriano y de miles de colombianos pobres, por lo de los mal llamados «falsos positivos»- ahora venga a presentarse como el salvador de Colombia e incluso haya comparado el asesinado del Mono Jojoy con la gesta libertadora de Bolívar.
Tamaño atrevimiento sólo puede caber en una mente enferma y megalómana, que cae muy bien en una Colombia embrutecida por los medios de comunicación y en la que se ha impuesto la lógica del «todo vale», tan propia de esa combinación letal de neoliberalismo con las subculturas del narcotráfico y del paramilitarismo. ¿Qué más se le puede pedir a un genuino representante de la lumpemburguesia colombiana?
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
rCR