Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández
Cuando me desplazaba por las carreteras de AfPak antes y después del 11/S hace diez años, el volumen que llevaba conmigo en la mochila era una edición en francés de la «Yihad» de Gilles Kepel. Noche tras noche, en muchas ocasiones en casas de adobe y ante interminables tazas de té verde, fui poco a poco empapándome de su principal tesis: que el Islam político no estaba precisamente en auge sino, de hecho, en decadencia.
Por una parte, teníamos organizaciones como al-Qaida, autodesignadas vanguardias volcadas en despertar de su letargo a las masas musulmanas a fin de desencadenar una revolución global islámica; en realidad, no eran sino versiones musulmanas de la Brigadas Rojas italianas y de la Fracción del Ejército Rojo alemán.
Por otra parte, teníamos islamistas como, por ejemplo, los del Partido turco por el Desarrollo y la Justicia, listos para sumergirse en la democracia parlamentaria de estilo occidental y que apuestan por la soberanía del pueblo, no de Alá.
En el apogeo de la «guerra contra el terror» -con todos esos B52 bombardeando Tora Bora sin enterarse de que Osama bin Laden había escapado ya a Pakistán-, en Occidente se tendía a agrupar a la mayoría de los musulmanes, cuando no a todos, en el catálogo de yihadistas desquiciados.
Estoy de acuerdo con Kepel en que el «choque de civilizaciones» no era nada más que un concepto estúpido, chapuceramente investigado e instrumentalizado por los neoconservadores para legitimar su «cruzada». Pero eso necesitaba que la historia lo corroborara de alguna manera.
Diez años después, uno puede finalmente decir que el análisis de Kepel daba en el clavo. El islamismo de núcleo duro, estilo al-Qaida, es un desastre de taquilla musulmán. En todo lo que se refiere a su miríada de manifestaciones -en Iraq, el Magreb, en la Península Arábiga-, al-Qaida no es sino una secta desesperada, destinada al basurero de la historia al igual que todos esos dictadores apoyados por Occidente como el derrocado presidente tunecino Zine el-Abidine Ben Ali y el ex presidente de Egipto Hosni Mubarak, que solían ser los pilares de la lucha de Occidente contra el Islam radical.
Kepel está hoy al frente del Programa de Estudios para el Mediterráneo y Oriente Medio de la legendaria Facultad de Ciencias Políticas en París. En un artículo escrito para el diario italiano La Republica, sella definitivamente la victoria del Islam como democracia frente al Islam como vanguardia «revolucionaria». A destacar la siguiente cita:
«En la actualidad, los pueblos árabes han superado ese dilema-constricción entre Ben Ali o bin Laden. Han vuelto a entrar en una historia universal que ha visto la caída de los dictadores en Latinoamérica, de los regímenes comunistas en el Este de Europa y también de los regímenes militares en países musulmanes no árabes, como Indonesia o Turquía.»
Lo local a la búsqueda de lo universal
Y este es el punto decisivo: los pueblos árabes están ahora empezando a construir su propia, aunque vacilante, modernidad. Kepel se pregunta por qué se produjo en Túnez la primera revolución y descubre que su consigna principal estaba en francés: «Ben Ali, degage». («Ben Ali, lárgate»). La consigna fue fielmente adoptada –ipsis litteris- por los egipcios, en un país en que muy poca gente habla francés. Adoptaron tal lema revolucionario porque lo oyeron en Al Yasira. Esto le permite a Kepel concluir que estas revoluciones actuales tienen sus raíces tanto en la cultura local como en las aspiraciones universales.
Y sí, aunque los síntomas son los mismos -desempleo, pobreza, corrupción, ausencia total de libertad-, son revoluciones distintas que luchan para poder alcanzar el poder con estrategias diferentes. Algunos añaden leña al fuego de los problemas tribales o confesionales, otros apuestan por sí mismos o por inmunizarse de la interferencia occidental.
El problema es que los hagiógrafos del imperio están interpretando mal la diversidad de métodos empleados por los tiranos para aplastar estas revoluciones para así poder legitimar mejor el aura de los represivos «chicos buenos» escogidos. Así pues, tenemos a Robert D Kaplan, vinculado al Pentágono, intentando hacer creer a la opinión pública que se trata de déspotas ilustrados (la dinastía Al-Jalifa en Bahrein, los dos Reyes Abdullah, el de Arabia Saudí y el de Jordania) frente a irredimibles dictadores diabólicos (Muamar Gadafi).
Como si la mayoría chií en Bahrein necesitara de los Al-Jalifa sunníes para promover la formación de una clase media: condición previa para el establecimiento de una democracia. A los Al-Jalifa no les importó nunca un ardite promover una clase media, porque de esa forma de su autocrático sistema «abierto a los negocios» sólo se beneficiaba una pequeña oligarquía sunní.
Y el razonamiento para defender a esos tiranos escogidos es que algunos países no tienen base institucional para una transición hacia la democracia, por tanto, meten en el mismo paquete a la Libia tribal dirigida por el «malvado» Gadafi y a los emiratos del Golfo dirigidos por «aceptables» reyes y emires.
Tendiendo puentes
Por mucho que la modernidad occidental esté en crisis, eso no significa que el mundo esté sufriendo el asedio de una guerra religiosa moderna. La creencia de que el Islam y Occidente son antípodas es cosa de tarados estilo presentadores de la Fox News. El mundo está siendo testigo de una nueva cristianización de Europa, así como de una nueva evangelización de Estados Unidos. Esto demuestra que modernidad y religión son compatibles, tanto en Occidente como en Oriente Medio.
Pueden proceder de diferentes latitudes culturales: Occidente, de la decadencia de la modernidad, Oriente Medio, de la decadencia del fundamentalismo religioso, para tratar de converger en el mismo lugar: un puente de diálogo entre Oriente y Occidente.
Lo que Kepel quiere esencialmente mostrar es que Europa y el mundo árabe no tienen otra alternativa que intentar construir una civilización híbrida -no sólo en términos de movimientos de capital, bienes y servicios, sino también mediante sólidas inversiones en cultura y educación- desde el Mar del Norte al Golfo Pérsico, con el Mediterráneo como centro neurálgico. Esto implica que la Fortaleza de Europa tendrá que volver a examinar su lugar en el mundo y que la Organización del Tratado del Atlántico Norte no intentará condicionar el diálogo mediterráneo.
Es un camino largo y peligroso, con unos cuantos Gadafis y al-Jalifas y Abdullahs a los que hay que echar fuera. El mundo árabe lleva sufriendo muchos traumas durante demasiado tiempo, casi un siglo desde que las potencias coloniales de Gran Bretaña y Francia traicionaron a la nación árabe y se repartieron su tierra. La prueba auténtica de la autoproclamada «misión civilizadora» de Occidente está precisamente ahí, en dar la bienvenida y en ayudar, con todo su corazón, a que el mundo árabe alcance la esfera de la modernidad.
Pepe Escobar es autor de «Globalistan: How the Globalized World is Dissolving into Liquid War» (Nimble Books, 2007) y «Red Zone Blues: a snapshot of Baghdad during the surge«. Su último libro es «Obama does Globalistan» (Nimble Books, 2009). Puede contactarse con él en: [email protected].
Fuente: http://www.atimes.com/atimes/