Tomás Gutiérrez Alea, inolvidable Titón: el aniversario 15 de su desaparición física nos convida a revisar una de sus últimas y más sugerentes obras, la que realizara junto con un discípulo aventajado: Juan Carlos Tabío. Parecía que la sociedad cubana a principios de los años 90 del pasado siglo estaba esperando una película como Fresa […]
Tomás Gutiérrez Alea, inolvidable Titón: el aniversario 15 de su desaparición física nos convida a revisar una de sus últimas y más sugerentes obras, la que realizara junto con un discípulo aventajado: Juan Carlos Tabío.
Parecía que la sociedad cubana a principios de los años 90 del pasado siglo estaba esperando una película como Fresa y chocolate. Una película cubana que respirara, proyectara, comentara los cambios sociales que se iban produciendo en el país a partir de varios acontecimientos internacionales (caída del campo socialista, conquistas de los movimientos de diversidades sexuales, étnicas, culturales…) mientras en el patio, directamente vinculado con el primero de estos sucesos, conocíamos una crisis económica de magnitudes hasta ahora inéditas y que fue llamada período especial.
La película partía, esencialmente, del relato «El lobo, el bosque y el hombre nuevo» (Premio Juan Rulfo 1990), de Senel Paz, quien a su vez escribiría el guion de la puesta en pantalla que dirigieran Tomás Titón Gutiérrez Alea (Memorias del subdesarrollo, Las doce sillas, Muerte de un burócrata…) y Juan Carlos Tabío (Plaff, Se permuta…).
Justamente la década anterior había cerrado en Cuba con una «piedra de escándalo» fílmica titulada Alicia en el pueblo de Maravillas, de Daniel Díaz Torres, la cual, desde el lenguaje de la sátira, criticaba acerbamente encarnizados males de nuestra sociedad, lo que había generado una dura reacción oficial que condenó al ostracismo la obra, mas las nuevas coyunturas socioeconómicas generaron un ideal caldo de cultivo para que naciera y conociera una aceptación casi unánime (lo mismo en las autoridades que en todo tipo de receptores) una obra que, no de modo casual ni gratuito, discursaba sobre la paradójica «igualdad de los diferentes» y mejor aún: la posibilidad de relaciones entre ellos, por tanto, Fresa… salió a la palestra pública en el mejor momento: resultó una obra oportuna.
Se ha insistido hasta el cansancio en que no se trata de una película homoerótica, sino un relato sobre la tolerancia, un llamado a la comunicación entre diversos, y un respeto a la otredad. Sin embargo, aún cuando todo eso resulte indiscutible, no lo es menos que, por primera vez el cine cubano incorpora al gay como protagonista y como sujeto (tanto dramático como narrativo).
Diego (Jorge Perugorría) es un esteta, un hombre que, a pesar de sus preferencias sexuales (o gracias a ellas) tiene una misión sagrada a la que dedica sus esfuerzos y su vida: la cultura cubana; en el orden personal, valora la amistad por encima del sexo, la considera mucho más importante y definitiva, de modo que aún cuando no logre sus objetivos eróticos con el joven militante comunista David (Vladimir Cruz), acepta que lo visite e incluso, emprende un plan de superación tanto artística como humana que hará de su joven compañero un verdadero «hombre nuevo».
Sí: no es con círculos de estudio ni consignas como la nueva generación se erguiría hacia metas sociales superiores, hijas del proyecto social que significa la Revolución, sino justamente mediante una aprehensión de valores estéticos y humanísticos que permitan crecer no tan solo culturalmente, sino lo principal: desde el punto de vista humano. David, según las enseñanzas de Diego, será ese hombre desprejuiciado, que no solo trate o «tolere» al que piensa y siente de modo diferente, sino que lo tendrá como amigo, compañero que labore junto a él en la construcción de una sociedad mejor, mucho más justa sobre todo por inclusiva, que lleve adelante aquel sueño martiano de «con todos y para el bien de todos». Así lo manifiesta en uno de los primeros «combates verbales» con su antagonista David:
«Yo sé que la Revolución tiene cosas buenas, pero a mí me han pasado otras muy malas y, además, sobre algunas tengo ideas propias. (…) Estoy dispuesto a razonar, a cambiar de opinión, pero nunca he podido conversar con un revolucionario: Ustedes solo hablan con ustedes. Les importa bien poco lo que los demás pensemos.»
Pero, una vez más, la sociedad no incorpora al diferente, por considerarlo, de modo erróneo o al menos sin apreciar los matices, un «disidente»; y digo una vez más, porque ya Gutiérrez Alea había realizado una crítica, un reclamo semejante en su fundacional Memorias del subdesarrollo (1968) al censurar sutilmente los mecanismos sociales que excluían al «otro», en ese caso un burgués diletante y escéptico que, sin embargo, detentaba una virtud inescamoteable: su nacionalismo, el amor por su ciudad (La Habana) y por su país entero. Mas, si este permanece a pesar de los pesares, de la manifiesta hostilidad oficial, a Diego, el gay (y a propósito coloco la oposición) no le queda otro remedio que marchar: su proyecto social, su anhelo de una, llamémosle, «nación alternativa», choca contra la incomprensión y la intolerancia, por lo que no ve otra salida que la salida: el exilio, dejando atrás un microcosmos excluyente, homofóbico y hostil contra la alteridad que él representa.
Pero si Diego declina, hay otro gay en Fresa… cuya actitud es diferente: el escultor Germán (Joel Angelino), amigo del protagonista, mucho más «afectado» y libidinoso que aquel, y en quien, ante la evidente fuerza dramática del protagonista, apenas se ha reparado en los estudios sobre el filme y las problemáticas que refleja. Lo único lamentable es, sin embargo, que el mismo no haya contemplado un desarrollo mayor dentro de la trama, pues indudablemente representa otra cara del asunto, sobre todo dentro de ese proyecto «alternativo» de nación e integración nacional, que se frustra en/con Diego.
Esta «loca» aparentemente irracional y frívola, como le achaca alguna vez su propio amigo, no solo permanece en Cuba, negado a deponer las armas, a un exilio forzoso, a la irremediable derrota, sino que renuncia a la exposición de sus esculturas «solo» temporalmente: pudiera ser otra variante de Galileo haciendo rejuegos con el poder omnímodo, pero confiando en que todo cambiará, actitud profética, en definitiva, respecto a la situación de la homosexualidad en Cuba desde el punto de vista de su consideración oficial y social.
Como me comentaba el escritor Miguel Barnet a raíz del estreno del filme: «Germán sabe que, con el tiempo, las estatuas decapitadas recuperarán sus cabezas». Esto puede leerse también como una metáfora sobre la certeza de ese proyecto de nación, integrada, integradora, por el que Diego comenzó a luchar sin proseguir la lucha, vencido ante la pérdida de las primeras batallas.
En tal sentido, si bien el protagonista de » El bosque, el lobo y el hombre nuevo » y de Fresa y chocolate representa una evolución respecto a los anteriores enfoques del homoerotismo en el cine nuestro, continúa siendo un perdedor. Esta vez no muere -como ocurre, por ejemplo, en La b ella del Al h ambra (1989, Enrique P. Barnet)- adquiriendo la forma de un triste escudo que el agresor-h é tero balacea (acaso una involuntaria metáfora) pero de cualquier modo no gana su batalla. El propio personaje lo confiesa en algún momento cuando ya ha tomado la decisión de partir . S u derrota consiste en su incapacidad para transformar ese contexto que se niega a asimilarlo, a entenderlo, siquiera a escucharlo:
«¿Qué voy a hacer? ¿Luchar? No, soy débil, y el mundo de ustedes no es para los débiles (…). También se puede ser maricón y fuerte. Los ejemplos sobran (…) Yo soy débil, me aterra la edad, no puedo esperar diez o quince años a que ustedes recapaciten, por mucha confianza que tenga en que la Revolución terminará enmendando sus torpezas.»
Desde el instante en que Diego se expresa, en el tiempo literario (o fílmico), sus palabras suenan proféticas. En el momento en que Senel escribía, y después Titón-Tabío filmaban, ya eran una realidad, como se sabe y hemos patentizado aquí. Claro que estamos hablando de combates no solo en el terreno de la ficción.
Recordemos que la acción principal de las obras (cuento-filme), si bien permeadas de referencias a los años 80 e incluso al momento de su estreno (principios de los 90), transcurre sobre todo en los decenios de los 60 y los 70, donde era simplemente inconcebible otra salida; recordemos que el gay era, en términos generales, enviado a las Unidades Militares de Apoyo a la Producción (UMAP) o «parametrado», después de lo cual (o antes, incluso) languidecía en un puesto gris sin el mínimo de protagonismo dentro de la sociedad.
De modo que es Germán, siendo un personaje secundario, el verdadero «héroe» de la película, y el embrión para el sujeto mucho más integrado, suficientemente respetado, con una satisfactoria participación social tal y como, desde esos renovadores años 90 del pasado siglo, acontece afortunadamente en la sociedad cubana.
Por tanto, aunque no sea una muestra más del «cine gay», de cualquier manera, el hecho de utilizar, aunque sea como cauce pretextual un conflicto tan profundo y arraigado en nuestra sociedad, resulta ya de por sí, un mérito, quizá por ello lamentemos un poco que la introducción del personaje de Nancy (Mirtha Ibarra) afecte dramatúrgicamente el desarrollo y tratamiento de los personajes centrales.
Por primera vez, en mucho tiempo (he aquí otro mérito incuestionable) se hace añicos otro cliché; el «malo de la película» es un joven de la Unión de Jóvenes Comunistas (UJC): Miguel, amigo de David, adocenado, programado, dogmático, respondiendo a una triste realidad sobre todo de los 60 y los 70, fechas que abarca el filme y que, aprovecho para situar, encamina otra virtud: el tratamiento del tiempo, que mezcla épocas y proyecta el relato hacia la actualidad y el futuro con mano maestra, algo diseñado desde el propio guion.
Otro aspecto que se debe destacar es que Fresa… se inserta con dignidad en el conjunto de cantos que el cine cubano entona a La Habana como espacio no solo físico, sino cultural, filosófico; esos viajes de los amigos recorriendo sus calles, reconociendo sus maravillas y sus fealdades, se suma a los que cintas como la propia Memorias…, La ola (Enrique Álvarez) o Suite Habana (Fernando Pérez) han realizado.
La música de José María Vitier tanto la especialmente creada para el filme, pletórica de células muy nuestras (danza, danzón, contradanza…), como la incidental (Lecuona, Cervantes…); la fotografía de Mario García Joya (captadora de esa «joven luz» de que hablara el poeta Eliseo Diego) y la inteligente edición de Talavera/ Donatien, o la exquisita escenografía de Fernando O´Reilly, junto con el sonido limpio de Germinal Hernández, contribuyen al éxito del filme que, sin embargo, se apoya en una puesta en pantalla bastante convencional, donde se echan de menos planos y encuadres más audaces, a tono con la propia historia y sus implicaciones para y subtextuales.
Por otra parte, el énfasis complementario en el esoterismo y la santería (en vez del católico del cuento vemos aquí uno de esos «sincréticos» que tanto abundan, supersticioso antes que religioso, al igual que su vecina) tampoco se antoja feliz; es acaso otro rubro diegético, que entonces queda flotando como detalle más pintoresco que esencial.
Sin embargo, varios aspectos colaterales (el consignismo, la doble moral, el sociologismo vulgar, las variadas discriminaciones…) sí quedan perfectamente integrados al discurso.
Mucho se ha hablado de las actuaciones, y en efecto, constituye otro aspecto insoslayable del filme: Jorge Perugorría, a quien esta cinta abrió una indetenible -y no siempre orgánica- carrera internacional, logró una caracterización mayúscula, quizá un tanto afectado al principio -como para sentar las características del personaje-, pero luchando a brazo partido, todo el tiempo, contra la caricatura y el estereotipo que tanto han signado este tipo en el cine no solo cubano, y por revestir su difícil personaje de los claroscuros, simpatías y tensiones de que está hecho, trasunto de un típico gay cubano, batalla, creo, sinceramente ganada en buena lid.
Vladimir Cruz, su difícil contraparte, sale airoso también en la prueba, como ese muchacho tímido, que va evolucionando, madurando y enriqueciéndose humanamente con la amistad del otro. Otros desempeños como los de Mirtha Ibarra o Joel Angelino se suman a la brillante plataforma actoral.
Fresa y chocolate no siempre llega al paladar como absoluta delicia ; pero es un plato fuerte, nutritivo y sobre todo necesario en la gama de sabores que es el cine cubano. Una copa alzada por la conquista de los mejores y verdaderos valores de la sociedad nueva, del hombre nuevo. Un hito del cine, de la cultura cubana toda.
Siempre, dentro de ellos, habrá que hablar de «un antes» y un «después» de Fresa y chocolate. Y estos tres lustros sin Titón solo confirman su eterna presencia en el imaginario cubano, su contribución decisiva a las luchas por la aceptación de la diversidad.