En la esquina luctuosa de cierto diario de la tarde encuentro ¡de golpe! la noticia «Murió Raúl Ruiz». Una cascada de recuerdos inunda el teclado, la escritura, la pantalla del computador. Fue en la ciudad minera de Coronel y luego en Concepción, donde me hice adicto a las películas de Raúl Ruiz. Aquellas madrugadas que […]
En la esquina luctuosa de cierto diario de la tarde encuentro ¡de golpe! la noticia «Murió Raúl Ruiz». Una cascada de recuerdos inunda el teclado, la escritura, la pantalla del computador. Fue en la ciudad minera de Coronel y luego en Concepción, donde me hice adicto a las películas de Raúl Ruiz.
Aquellas madrugadas que miraba pasar los buses fantasmas con los mineros del carbón, emergiendo de sus turnos en los socavones y pirquenes competían con las películas de Ruiz. Madrugadas mirando como languidecían los barcos en la bahía de Coronel, en medio del humo de chimeneas e infernales máquinas que trituraban los deshechos marinos para fabricar harina de pescado. En esos paisajes en blanco y negro sentí en la piel películas como «Las Tres Coronas del Marinero» (1982) a mi parecer la mejor de las mejores obras de este cineasta chileno avecindado en Paris.
Las crónicas de los cinéfilos dicen que fue con » Tres tristes tigres» adaptación de la obra de teatro de Alejandro Sieveking (1969) con la que Ruiz adquirió pasaporte para ingresar al exclusivo club del cine europeo. Lo que sé es que con esa película obtuvo el premio «Leopardo de Oro» en el Festival Internacional de Cine de Locarno, en el cantón de Ticino, Suiza. Curiosamente este Festival se celebra -siempre- en Agosto; mes en que este hombre del sur «chilote» concluye su rodaje en este mundo.
La belleza de la obra de Raúl Ruiz está a la altura de las películas de Serguei Eisenstein, Jean-Luc Godard, Orson Welles y Alfred Hitchcock escriben los críticos de cine sin poder ocultar su genuflexa europeización. Me gusta el cine de Eisentein, sobre todo la fotografía de «El Acorazado Potemkin» (1925), un verdadero albun, y admiro el talento de Jean-Luc Godar, Welles e Hitchcock. Sin embargo son un dato en el desarrollo del arte en la Humanidad. La obra de Raúl Ruiz Pino, siendo de valía universal, tiene parámetros latinoamericanos precisamente porque evidencia identidad, sustrato, pasado e historia. Al igual que Cortazar, que vivió en Francia y en tierras galas escribió el grueso de su obra, pero ¿alguien puede negar que el alma argentina no se revela en sus cuentos? Es así que «Las Tres Coronas del Marinero» es una obra de un valor universal con un ancla en los sueños que Ruiz tiene con su patria, su infancia, su origen. Es decir, Chiloé, Pto. Mont, Chile. Latinoamérica.
Raúl Ruiz fue un hermano mayor entre grandes del cine latinoamericano como Littin, Helvio Soto, Aldo Francia, Sanjinés, Paulo Gil Soares, Solás, Tomás Gutiérrez Alea, «Pancho» Lombardi y su maravillosa «Maruja en el Infierno», Federico García y «Tupac Amaru», Subiela, «Pino» Solanas, Fernando Birri con «Tire Die»
Raúl Ruiz brilló tempranamente con películas experimentales como » La Maleta «(1961) «El Tango del Viudo» (1967) «Nadie Dijo Nada» (1971) » La Expropiación » (1971) Hay otra película de este Director chilote, transplantado a París (no «afrancesado») «Palomita Blanca» (1973) por alguna extraña razón asocio esta película con algunas canciones de Rod Stewart. Debe ser que leí el libro de E. Lafourcade en mi adolescencia y por esos años Stewart formaba parte de mi colección de música. En «Palomita Blanca» Ruiz Pino, con un ritmo exultante retrata, ajeno a todo intimismo y conceptos crípticos que lo caracterizaron más tarde, un Chile que se desdibujaba en el inquilinaje, las grandes haciendas y la migración del campo a la ciudad. Un Chile urbanizándose, tempranamente agobiado por la lucha de clases. Un Chile retratado posteriormente por la película «Machuca». Nunca he escuchado del director chileno, Andrés Wood, una referencia respecto que su laureada película tiene un padre: «Palomita Blanca» de Raúl Ruiz.
Para concluir este homenaje escrito sobre la impresión de una noticia. Una infidencia a guisa de misa de réquiem. Alguna vez, en un aeropuerto del mundo, cuando habitaba en la diáspora, divisé a Raúl Ruiz acomodándose en unos sillones de cuero mientras anunciaban el retraso de su vuelo. Venciendo mis orígenes provincianos me acerqué y le expresé mi admiración y, además, declaré que quería entrevistarlo. Este gran Director desde su bonhomía gigantesca, reconociendo el humo y la lluvia del sur que traía en mi pasaporte y ropa, me dijo, textual «De acuerdo. En mi bar favorito, el ‘Harry´s Bar'»