Es cosa sabida que la crisis afecta a todo el mundo. O casi, porque siempre hay quien se beneficia hasta de las situaciones más dramát icas, sea en el orden que sea. Pero podemos acordar sin mayor controversia que los damnificados por la crisis son legión. Sabemos que ban cos y cajas han padecido sus […]
Es cosa sabida que la crisis afecta a todo el mundo. O casi, porque siempre hay quien se beneficia hasta de las situaciones más dramát icas, sea en el orden que sea. Pero podemos acordar sin mayor controversia que los damnificados por la crisis son legión. Sabemos que ban cos y cajas han padecido sus zozobras. También constructoras y, sobre todo, promotoras, impelidas a v eces a suspender pagos e interrumpir su benemérita actividad. En una sociedad que tiene a gala disponer de abundantes mecanismos de solidaridad para ayudar a los más desfavorecidos, era de justicia acudir en su socorro, aunque para ello hubiera que endeudarse hasta las cejas, tener que vender las joyas de la abuela (eso significa privatizar la lotería) o apretar las clavijas a toda esa turba que pretende, habráse visto mayor desparpajo, vivir tan ricamenter de los subsidios públicos. O de esos pensionistas, gorrones inveterados, empeñados en que sus cuantiosos ingresos no sufran merma, aunque sea a costa de esos humildes fondos tan trabajosamente reunidos en paraísos fiscales. En todo ese elenco de menesterosos urgidos de ayuda, se suele olvidar a las concesionarias de algunas autopistas: las radiales de Madrid (R-2, R-3, R-4 y R-5), la del aeropuerto de Barajas, la Madrid-Toledo, Alicante-Cartagena, Cartagena-Vera, circunvalación de Alicante, Ocaña-La Roda y Alto de las Pedrizas-Málaga. Entre los accionistas de estas concesionarias están Abertis, Acciona, ACS, FCC, Ferrovial, Itínere y OHL y diversos bancos y cajas. Entre los acreedores, cómo no, las principales entidades financieras (como Santander, BBVA, La Caixa, Caja Madrid, Deutsche Bank, Popular, Sabadell, Crédit Agricole, Unicaja o Cajasur).
Ya en los presupuestos de 2010 se destinó una partida de 200 millones de euros (acordada por PSOE, PP y CiU) para préstamos con aval del Estado. No contentos con ese regalo, las concesionarias consiguieron que se aprobara una ayuda de emergencia durante tres años. Ésta consiste en que el presupuesto público subvenciona la diferencia entre los ingresos obtenidos y el 80% de los previstos en el pliego de condiciones de la concesión. La manera en que se puso en marcha el mecanismo es, cuando menos, curiosa. Aparece como disposición adicional octava de la Ley 43/2010 de 30 de diciembre (BOE de 31 de diciembre de 2010). Pero esa ley es, pásménse, ¡del servicio postal universal, de los derechos de los usuarios y del mercado postal! Se ve que hay que mirar el BOE con lupa, porque en la disposición en apariencia más inocente se puede colar de rondón la mayor de las barbaridades. La ayuda no es, en principio, a fondo perdido, sino que la concesionaria la devolvería, con el interés correspondiente, a razón de la mitad del exceso de sus ingresos sobre los previstos en el pliego de concesión por año. En los presupuestos de 2011 se consignaron con ese fin 80 millones de euros. Esta ayuda pareció escasa desde el principio a las concesionarias, que piden más. Concretamente, reclaman que se prolongue por veinte años y se doten 120 millones anuales. El Gobierno, al parecer, considera ese plazo excesivo, pero está dispuesto a garantizar los ingresos durante quince años.
La culpa la tiene el escaso tráfico, por la crisis. Pero alguna culpa tiene también aquella brillante ley del suelo del PP, que trajo consigo una escasez relativa de suelo y su encarecimiento (deberían leer más y con más atención a esos economistas clásicos de los que se proclaman herederos) y dio lugar a que las indemnizaciones por expropiaciones se multiplicaran por seis (de los previstos 300 millones a casi 1.900). Y, por supuesto, un afán especulador al que el PSOE, pero sobre todo el PP (casi todas estas infraestructuras se inician con Aznar gobernando) pusieron la alfombra roja de los recursos públicos. Poco tráfico implica bajos ingresos. Esos ingresos no cubren los gastos, a veces ni siquiera los financieros. Eso implica que los accionistas deberían aportar fondos propios. Como no están por la labor (¿quién le pone el cascabel al gato?) ¿cuál es la solución? Que provea el Estado (Botín estuvo en la misa del papa en la JMJ; y Rato; y Koplowitz, todos son muy católicos, pero hasta ahí llegan: el «Dios proveerá» queda para los pobres, a los ricos les provee el Estado, esto es, los pobres y la clase media). Como quizá la presión de las concesionarias es insuficiente, representantes de los principales bancos, con el Santander a la cabeza (¡qué raro!) acuden presurosos al Ministerio de Fomento a presionar (Cinco Días, 26/8/2011).
La baza negociadora se entiende fácilmente: como el Estado es el propietario en última instancia de los terrenos y de las infraestructuras, dicen, debe responder de las deudas. Le sale, pues, más barato ayudar que nacionalizar o dejar quebrar a las concesionarias. El propio condicionado de estas infraestructuras suele contener cláusulas de salvaguardia para garantizar ingresos mínimos. Es decir, nunca se pierde. La pregunta subsiguiente es: ¿dónde está el riesgo empresarial? Tanto llenar el discurso de palabras altisonantes como riesgo, capacidad emprendedora, creación de riqueza, bla, bla, bla… y no hay nada de eso, sólo hay pura especulación, con cifras quién sabe si ajustadas o falseadas en función de las necesidades (hay incentivos para hacerlo), pero sin asunción de riesgos. Éstos se transfieren al sector público. Ni siquiera habrá gestores despedidos por llevar la empresa a la quiebra. Tampoco verán mermadas sus retribuciones, al contrario, puede que hasta se incrementen, puesto que la extorsión al sector público generará más ingresos y la mejora de la situación financiera. Mientras tanto, caen chuzos de punta sobre las capas sociales más desfavorecidas y esos mismos banqueros que acuden al Ministerio de Fomento a presionar, presionan también para que se reduzcan prestaciones sociales (con el inestimable y mercenario concurso de científicos independientes o think tanks). Puede que, efectivamente, esa ayuda sea la única alternativa. Puede. Pero si es así, significa que algo se ha hecho mal, muy mal, sea en las estimaciones de tráfico (y por tanto al apreciar la necesidad misma de la infraestructura), sea en las de costes, sea en la gestión financiera de estas empresas, o en la relación causa-efecto de la toma de decisiones. Porque cada vez es más vívida la impresión de que el Estado está al servicio de unos intereses económicos y empresariales muy concretos e identificables, que determinan la dirección de las políticas públicas según sus necesidades en cada momento y chantajean al sector público. Hacen trampa, juegan con las cartas marcadas.
Esta crisis ha mostrado que muchas cosas, demasiadas, se estaban haciendo mal. Interesadamente, los focos se han dirigido hacia cuestiones como las prestaciones por desempleo, gastos sociales, mercado de trabajo, pero no está ahí la madre del cordero. Es urgente un planteamiento nuevo que rompa de una vez con esta situación de dependencia de intereses que ni promueven necesariamente el bien común (sólo en la medida en que les genera rendimientos suficientes) ni cuya optimización lleva (por los delirantes entresijos de la mano invisible) a la del bienestar común. Las próximas elecciones generales ofrecen una espléndida ocasión para reflexionar sobre ello.
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