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La hora de los homenajes

Fuentes: Rebelión

Cuenta regresiva de aquellos pechoños todavía impregnados del fuerte perfume de lirios, sirios, de pólvora y huemules en escabeche, de lacrimógenas obsequiadas erróneamente por el municipio aristocrático que los consuela y tiende la mano y limpia el moco, porque además son alérgicos al gladiolo. Primeros auxilios que no se dan abasto y toman aire y […]

Cuenta regresiva de aquellos pechoños todavía impregnados del fuerte perfume de lirios, sirios, de pólvora y huemules en escabeche, de lacrimógenas obsequiadas erróneamente por el municipio aristocrático que los consuela y tiende la mano y limpia el moco, porque además son alérgicos al gladiolo. Primeros auxilios que no se dan abasto y toman aire y las magulladuras de cachamales, pambazos, escupitajos y huevos no amilanan la hora del festejo, de diaporamas con aroma a perversión. Sádico orgullo que saca pecho y el power point se ríe y tergiversa los sucesos. Cadáveres y torturas que, en of, excitan y erectan y envalentonan el desquicio y cavar fosas clandestinas entrega medallas. Sapos y culebras que insultan el sentido común y contra restan la multitudinaria funa que afuera no ceja en su empeño de combatir al contingente tonton macoute ahí apostado.

Misiles teledirigidos desde Moscú, según el quejumbroso orador al filo de la legalidad, quien se apronta y arregla el mamotreto de garabateadas escritas sin sangría alguna, empinando su prótesis, en pos de homenajear con su excreto acento al héroe de pacotilla y la depravada memoria pretoriana que no hay caso liberar del penal y envasarla en frasco chico, una cadena perpetua de frío en cloroformo, con tal de conservarla y lucirla en la fina y gloriosa estantería que aloja los recuerdos más sentidos; el último moco del fallecido líder, el peine que acicalaba las mechas tiesas de la comitiva, la bacinica donde pujaron dolorosamente el escaso y estreñido honor que, dicen, detentaban, y así un montón de reliquias que pulen con orgullo aquellos oficiales que fanfarronean no estar en la capacha.

Punto final al elocuente discurso, aplausos que se mimetizan con el ruido de sables y corvos que cimbran el hemiciclo, que hasta mercalli y ritcher se sorprenden del entusiasmo de la tierra y ya preparan una nueva medición. Abrazos y besos que fortalecen la cofradía y su náufraga y escuálida escala de valores y civilización, lágrimas que inundan el anfiteatro apagando las velas que, suertudas ellas, de pura vergüenza se derritieron antes. Cocodrilos en vez de naves anfibias que salvan la húmeda arremetida y Gericaut y su balsa de la medusa son la gloria frente a esta escena trágica de llantos y banderas que no se arrean ni amilanan, estrofas de la hímnica nacional que no se cantan sino gorgorean y ahogan la emoción de viejas y viejitos de rancio alcanfor… y a otra cosa antes que todo apeste y se desborden las trincheras y la ignominia se encolerice más de la cuenta.

Flash que hace las veces de estimulante y el máximo esfuerzo por truquear la foto oficial, evidenciando objetivos que no hay caso salgan bien parados. Seño borroso por más el ajuste e intentos truncos del artista a cargo del set, de los adornos y vituperios y servilletas y del pajarito que por las moscas esconde su fragilidad entre las alas, enterado que es muy posible que, con la mirada penetrante de estos obtusos, se pueda pulverizar al instante del click. Condecoraciones y medallas que se opacan, pistolas que se cohíben y se van a negro, trajes de combate que desaparecen en el punto de fuga, como que se camuflan, boinas verdes y rojas sin ningún brillo y que se arrugan ante el daltonismo del píxel que todavía no se convence de disparar, incrédulo ante la posibilidad de pasar a la historia. Adoquines de la fina Providencia que se esconden de pura vergüenza ajena ante la bota cuartelera que osa redimirse. Estatuas de sal y con fuste que se desvanecen y no hay caso enfocar por más el obturador se apura en fusilar de buena gana la pose, algo así como ajusticiar lo dantesco del retrato familiar. Que ni la marcialidad de himnos y coros de lili marleen logran suplir el carisma de caras desgarradas y el yeso pétreo pide permiso para maquillar el horror y el fotógrafo se rinde y apaga el escenario y pide lo maten de una buena vez, porque se ha dado cuenta del disparate de ser partícipe de la operación que ahí se incuba.

Despedida fraterna con mano de hierro, con mano dura, deseos que se ilusionan con los retratos santiguados, gendarmes y paramédicos que ya alistan y embellecen el caos y los somníferos se reparten como dulces y las caritas rechonchas se iluminan y lentamente retoman su color paliducho y la ira se camufla y se da tiempo de consolar la añoranza, mientras el descuido obsequia ravotriles como loco y el aceite de bacalao cumple con su objetivo de levantarles el ánimo perdido después de ganar aquella guerra imaginaria, y todo, en pos de terminar el año como dios manda, ojalá fundidos en alguna heroica tarjeta navideña, en el criollo pesebre que siempre imaginaron, si dios quiere, bien lejos de burros, caballos y elefantes, bichos estos que dan una mala imagen país y ponen nerviosos el ser… y no es mala idea -balbucea el psicópata enfundado en ropa de combate, dispuesto a reinterpretar la historia- que aparezcan algunos oficiales del glorioso ejercito jamás vencido en la cuna misma, cobijados por astutos cóndores, como un blindaje a las buenas tradiciones, como una metáfora del renacimiento de lo más recalcitrante y reaccionario, como necesidad fundamental de la cosaca patria, tan mancillada ella por ideas foráneas y perversas, de contar con hijos a la altura de las circunstancias, eso sí, no sin antes verificar que ya se hayan marchado los manifestantes que rodeaban el recinto y que la empresa de pañales desechables cumpla su compromiso de surtir los necesarios, porque la demanda crece y cada día andan más incontinentes y, sobre todo, cagados de miedo.