Ayer asistí al estreno en Madrid de B-52, la primera incursión teatral de Santiago Alba Rico, llevada a las tablas por la compañía El Perro Flaco y editada en papel por la necesaria editorial Hiru. Tanto en su forma escrita, como cuando cobra vida en un teatro, esta obra es necesaria porque nos disecciona el […]
Ayer asistí al estreno en Madrid de B-52, la primera incursión teatral de Santiago Alba Rico, llevada a las tablas por la compañía El Perro Flaco y editada en papel por la necesaria editorial Hiru.
Tanto en su forma escrita, como cuando cobra vida en un teatro, esta obra es necesaria porque nos disecciona el pensamiento que da belleza a la destrucción, que hace normal el genocidio y que eleva moralmente una cultura donde, tras las bambalinas de los sueños, se esconde la realidad del infierno.
No hay otra forma de soportar la matanza que escondiéndola, o mejor, haciéndola bella y moral. Es la vieja técnica de revestir y camuflar, de limitar el impacto a unos pocos de los nuestros, los ejecutores en tierra, para mantener a la mayoría legitimadora en el limbo de la retórica.
Hay un gran acierto en plantear la obra dentro de un B-52, bombardero estratégico de largo alcance que lleva democratizando el mundo desde 1955, pues a 15.240 metros de altura, toda destrucción, toda matanza, elude cualquier fealdad y se torna hermosa.
Desde el aire o la lejanía, las explosiones son espléndidas. Sus formas, sus colores y su despliegue luminiscente constituyen una puesta en escena que conmueve. Detrás de la ficción pirotécnica no puede haber maldad. Es la mano de Dios haciendo paisajes.
Esa tripulación profesional, que recorre miles de kilómetros para soltar toneladas de bombas sobre un lugar que no conoce y que vuelve a su casa sin ningún remordimiento, podemos ser cualquiera de nosotros. Es de hecho la representación de la sociedad en la que vivimos.
Las aeronaves militares son bellas. Es más, las armas suelen ser bellas. Formas depuradas, alta tecnología del poder total para quitar vidas a escala industrial. Y eso, a la mayoría le seduce. Igual que la escenificación del nazismo en sus grandes paradas militares hipnotizaba a millones de personas, hoy, el poderío militar estadounidense simbolizado en ese B-52, da por sí solo, legitimidad.
Siempre me he preguntado la razón de la dificultad para explicar la muerte cuando es a gran escala. Frente a la belleza de un bombardero, frente a las bonitas luces de las explosiones, casi nadie ve a ras de suelo. En tierra, en el lugar donde impactan esas bombas civilizadoras, hay sangre, dolor, vísceras, heces, quemaduras, aplastamientos, gritos, … El contenedor de almas hecho de sangre y huesos es aparatoso cuando se desborda.
Si preguntas a cualquiera sobre los coches bomba, al instante se horrorizará, recordará las imágenes a pie de tierra, los miembros amputados, la conmoción, la destrucción. Pero cuando ve un B-52, cuyo poder destructor equivale al de miles de coches bomba, le parece hermoso. Sus formas, su poder engrandecido tienen la virtud de ocultar por sí mismo que es una máquina perfecta para el asesinato en masa.
Esta obra nos habla de la moral que se construye desde el poder estadounidense, de la función de Hollywood para albergar las emociones que no tienen cabida en la guerra democratizadora contra el terror. Esa batalla eterna que, incomprendida y aislada, libra la nueva Roma contra los siempre bárbaros que acechan más allá de las fronteras del Imperio.
Por eso recomiendo vivamente ver y leer esta nueva aventura de Alba Rico, pues mantiene la virtud de retratar las costuras del alma imperial que nos hurtan a diario para no ver su fea naturaleza. Un don que ya descubrimos en sus primeros tiempos como guionista de La Bola de Cristal y que ha ido cultivando en libros y artículos.
Obras como esta son ladrillos en la recuperación de nuestra cultura secuestrada, que, con discrepancias y desencuentros, regresa para tratar de entender el mundo, única manera de poder empezar a pensar como cambiarlo.