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Mientras la derecha se une la izquierda se fragmenta

Fuentes: Rebelión

Es difícil precisar con exactitud qué significa hoy ser de izquierda. Después de los terribles golpes sufridos con la caída del campo socialista hacia los 90 del siglo pasado, con la imposición de las políticas neoliberales que hicieron retroceder enormemente muchas conquistas sociales, con el fin de la Guerra Fría, hoy por hoy es complicado […]

Es difícil precisar con exactitud qué significa hoy ser de izquierda. Después de los terribles golpes sufridos con la caída del campo socialista hacia los 90 del siglo pasado, con la imposición de las políticas neoliberales que hicieron retroceder enormemente muchas conquistas sociales, con el fin de la Guerra Fría, hoy por hoy es complicado entender exactamente qué es «la izquierda». De todos modos, aunque hay una variación enorme y pueden entrar ahí planteos incluso antitéticos, está claro que es lo que se enfrenta a las posiciones conservadoras que buscan mantener la regularidad del sistema. Lo que se opone a esto, es la izquierda (izquierda parlamentaria, movimientos armados, organizaciones campesinas, sindicatos combativos, partidos que vienen del estalinismo histórico, nuevos movimientos urbanos como los desocupados, estudiantes movilizados, intelectuales y artistas críticos, etc., etc. La lista es larga). Por el contrario, lo que defiende al sistema, es la derecha.

En ese amplio e impreciso campo de «la derecha» también puede entrar de todo, desde el actual pensamiento neoconservador de los grandes capitales globales al Opus Dei, de los medios de comunicación comerciales a los empresariados nacionalistas del Tercer Mundo, etc., etc. Pero cuando le suenan señales de alarma, la derecha -siempre y en cualquier parte del mundo- cierra inmediatamente sus filas y actúa como bloque monolítico. En definitiva, cuando vive un ataque está en juego su supervivencia como sector privilegiado; y eso, por lo que se ve, no admite dudas: o se une o la expropian, o depone diferencias y actúa como bloque o desaparece. La experiencia nos enseña que siempre, a cara de perro, opta sin titubeos por la primera opción.

Pero no sucede lo mismo en la izquierda. ¿Por qué? La derecha tiene mucho que perder (sus privilegios de clase justamente), por eso sabe unirse. La izquierda, en tanto expresión de los sectores explotados y excluidos, «no tiene nada que perder, más que sus cadenas», para expresarlo con una frase épica.

Como se ha dicho con cierta malicia, pero no sin una cuota de verdad: si algo define a las izquierdas políticas es su «manía» de estar siempre dividiéndose, peleándose por minucias, fragmentándose. Ese es un mal presente siempre y en cualquier parte del mundo, al igual que en la derecha su intuición de clase para unirse.

La cuestión es ¿por qué?, pero más importante aún: ¿qué hacer al respecto?

Sabido es que la izquierda política es siempre un sector bastante marginal en las sociedades; implica una toma de posición que, si bien tiene algo, o mucho, de afectiva, es ante todo intelectual. Ser de izquierda significa ir contra la corriente. Para decirlo descriptivamente: es más fácil no «complicarse la vida» y no pensar en forma contestataria, lo cual sirve, antes que nada, «para meterse en problemas». Quien decide incorporar esas categorías de pensamiento en su vida da un salto racional nada desdeñable: se tiene que desembarazar de todos los valores que el peso de la tradición le confiere. Ello implica un profundo paso racional. Luego -no siempre, pero sí en muchas ocasiones- puede venir un cambio sustantivo en la vida cotidiana, en la práctica concreta: un pensamiento «de izquierda» no implica necesariamente una actuación revolucionaria; pero es ya un gran paso.

Dado ese paso, es muy probable que se abran nuevos horizontes conceptuales: al empezar a ver el mundo con nuevas categorías, al comenzar la «crítica implacable de todo lo existente» -tal como reclamaba el fundador del marxismo- se descubren cantidad de mentiras sociales coaguladas, normalizadas, aceptadas desde siempre como naturales. No hay dudas que un pensamiento de izquierda es progresista y no se escandaliza ante ningún cambio positivo; se supone que es abierto, tolerante, no racista, no sexista, no discriminatorio, no enfermizamente consumista.

Pero sigue estando en juego el tema del poder. No es ninguna novedad que dentro del campo de las izquierdas políticas (que no es lo mismo que las protestas de los pueblos: las movilizaciones espontáneas, las reacciones ante injusticias, la pasión por no dejarse doblegar), los miembros que la componen viven muchas veces peleando entre sí, discutiendo y fragmentándose. En las fuerzas de la derecha esto no sorprende, porque para nada hay ahí un ideario de solidaridad, de igualdad. Allí, claramente, se trata de la supremacía del más fuerte. En la izquierda no: el ideal es la equidad. Pero la experiencia enseña otra cosa: grupos pequeños, de cincuenta militantes quizá, con frecuencia se separan, se fragmentan. Las asambleas políticas, los intercambios teóricos, los debates a veces pueden ser patéticos, con discusiones interminables -y bizantinas- que no llevan a ningún lado, donde lo que está en juego es, en definitiva, ver «quién es más revolucionario», en tanto las transformaciones reales siguen esperando.

¿Cómo entenderlo? ¿Luchas de poder? También se da en la izquierda, por supuesto. Lo preocupante es la fragmentación interminable que pareciera ser su cáncer; en vez de unirse, vive dividiéndose. La consigna pareciera consistir en «quién lo dice mejor», «quién es más de izquierda». Y en esa dinámica, en ese principismo… se van no pocas energías que debilitan la lucha política.

Entendiendo que estas luchas de reconocimiento son humanas, o «humanas» tal como ha sido entendido esto hasta ahora en la historia de las sociedades basadas en la división de clases y patriarcales donde uno «triunfa» y otro «pierde», entendiendo que, hoy por hoy, esa es una matriz dominante, también en los que pretenden un cambio están presentes estas estructuras. También en la izquierda estamos llenos eso, que no son precisamente «vicios». ¿Por qué no iba a ser así? ¿No se es también machista o racista en la izquierda muchas veces? Cuando se discute por la «pureza teórica», ¿realmente se discute por eso, o hay más en juego? ¿No hay figuraciones y pavoneos también ahí?

Ante esta situación, la cuestión básica es ver si existe «vacuna preventiva». ¿Por qué vivimos peleándonos por pequeñeces que terminan distrayéndonos? Más allá de ser ridículo (ni más ni menos que aquel que se pavonea con un automóvil de lujo o con una joya), la cuestión es que todo ello nos paraliza como propuesta de cambio real. Pelearse por una palabra en la declaración, por ejemplo, es un puro ejercicio intelectual, académico, no muy distinto de las discusiones de los teólogos medievales que debatían sobre el sexo de los ángeles. «Izquierdismo» lo llamó Lenin; «enfermedad infantil del comunismo». Quizá no es una enfermedad en sentido estricto; es una condición humana, o una condición de lo que hoy es el ser humano (a veces ridículo espécimen guiado por el fantasma de la lucha de reconocimiento, por imponerse al otro; cuestión que remite finalmente al sentido último del ejercicio del poder: es una aspiración a superar los límites, a la perduración, un desafío a la finitud. El poder nos transforma en dioses).

Es más fácil dividir que sumar, más cómodo criticar (al modo destructivo, casi como sinónimo de «chisme») que construir. Infinidad de ejemplos ratifican que la izquierda -no siempre, claro, pero sí en muchas ocasiones- cuando tiene que sumar, se fragmenta, cuando tiene que estar con las masas en un momento de calor revolucionario, se queda discutiendo sobre un concepto.

Tragicómica condición: pensar en forma crítica es buenísimo, es un paso adelante en el progreso humano. Pero a veces puede dar lugar a payasadas inconducentes: el sexo de los ángeles o la palabra «correcta» en la declaración. Tal vez si de vacuna contra todo ello se trata, podríamos decir que… no hay vacuna específica (quizá no es una «patología» como decía Lenin). Lo que debemos abrir es una crítica sobre el poder, y buscarle los antídotos a eso. ¿Por qué es tan fácil que nos fascine? Algunos se pavonean con el automóvil de lujo o la joya de oro; otros, quizá, con un principismo que por tan puro puede llevar a lo inconducente.

En definitiva, la producción intelectual es así: no tiene garantías. De miles de libros que se publican, alguno trascenderá, y la inmensa mayoría está condenada a ser regalada por compromiso entre los amigos. Pero ese es el desafío: de entre tantos intrascendentes, alguno vale. De entre tantas y tantas discusiones bizantinas e intrascendentes, alguna dará luz. Eso es la verdadera democracia, genuina, de base. La izquierda muchas veces se agota en estas discusiones, y eso no es malo. La cuestión es no perder de vista que muchas veces es el puro espejismo del poder el que nos guía -manifestado aquí no con la joya lujosa sino en la posición más «principista», más «revolucionaria»-. Pero en definitiva, motorizados también por la recurrente cuestión de la imposición sobre el otro.

La derecha es pragmática. Cuando tiene que unirse no se equivoca: se une y le pasa por encima a los intentos de cambio que buscan sacarla de su sitial de privilegio. La izquierda no. Sin caer en un ciego pragmatismo donde el fin justifica los medios, y siendo realistas, si tomamos en serio eso de construir una nueva sociedad, debe partirse por abrir una crítica implacable de nuestra condición y apuntar a poder reírnos sana y productivamente de nuestros propios límites. ¿Interesa cambiar algo o interesa quién lo dice «mejor»?

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.