La Dirección del Departamento de Ciencias Históricas me ha honrado al proponerme que dirija estas palabras a los «mechones» y «mechonas» que ingresan este año, y en general a todos los estudiantes de nuestra carrera. No obstante el carácter «oficial» de la tarea que se me ha encargado, quiero dejar establecido de partida que las […]
La Dirección del Departamento de Ciencias Históricas me ha honrado al proponerme que dirija estas palabras a los «mechones» y «mechonas» que ingresan este año, y en general a todos los estudiantes de nuestra carrera. No obstante el carácter «oficial» de la tarea que se me ha encargado, quiero dejar establecido de partida que las ideas que compartiré con Uds. no comprometen a nadie más que a mí ya que ellas no representan necesariamente a la mayoría de los profesores del Departamento. Al contrario, de seguro una cantidad importante de mis colegas discreparan de ellas. Y no es extraño que así sea ya que con el correr del tiempo Uds., jóvenes estudiantes, apreciarán plenamente que el pluralismo de opiniones y la variedad de enfoques epistemológicos son algunos de los valores más importantes de nuestra Universidad. Estas son características esenciales de su ethos laico, republicano y democrático.
En esta ocasión tan especial quisiera hablarles acerca de la relación entre la Historia (entendida como historiografía o conocimiento razonado del pasado conforme a las reglas de la disciplina encargada de su estudio) y la política.
Tal vez ustedes se preguntarán, ¿qué tiene que ver una disciplina intelectual con la política? ¿Por qué sacar a colación cuestiones ajenas al contenido de nuestro oficio? Aunque espero que la relación entre historia y política se aclare un poco al término de mi intervención, es preciso subrayar que en la actualidad esta relación aparece muy prístina en Chile. Lo vivido el año pasado por el movimiento estudiantil y por otros movimientos sociales, pone de relieve la inevitable dimensión política de la Historia y, desde mi particular punto de vista, la necesidad de hacer historias con sentido útil para las necesidades de nuestro tiempo presente.
Pero, vamos por orden.
Podríamos sintetizar la cuestión de la relación entre historia y política en varias preguntas fundamentales:
¿Es posible una historia neutra, completamente «objetiva», aséptica, desprovista de sentido ideológico?
¿Es factible una historiografía «autónoma», que exprese una visión independiente del mundo, basada en demostraciones irrefutables, desembarazada de la ideología y de la Filosofía?, tal como ha sido postulado por algunos historiadores de la Escuela de los Anales?
¿Es viable una «historia por la historia», sin orientaciones políticas, basada solo en sus principios científicos?
Me parece que este el punto de partida para intentar elucidar la relación entre historia y política en el Chile actual.
Para comenzar una aproximación a este tema daré un rodeo inicial.
Debemos comenzar por preguntarnos ¿qué es la historia?
Existen muchas definiciones. Una posible es el estudio razonado y sistemático de las sociedades humanas a través del tiempo. La historia sería la «ciencia del tiempo humano».
Pero esta definición requiere algunas precisiones.
La historia no es una ciencia exacta sino más bien una forma de memoria, que se diferencia de las memorias «sueltas» o colectivas que se generan en todas las sociedades y grupos sociales porque es sistemática, científica (o con pretensiones de serlo), responde a reglas de una disciplina y es sometida al juicio crítico de una comunidad académica.
Pero la historia, a la par de constituirse en saber científico, es también un espacio de interpretaciones y en tanto tal un campo de batalla donde se produce el choque entre distintas visiones, intereses e ideologías. Aunque la memoria colectiva de una sociedad o grupo humano no debe confundirse con la historiografía -ya que es mucho más amplia que esta última y no necesariamente coincide con la verdad histórica-, podemos hablar de una batalla por la memoria a propósito del enfrentamiento entre distintas interpretaciones historiográficas.
En las antípodas de la neutralidad ideal encontramos las historias «comprometidas» políticamente. La forma extrema la constituyen las llamadas historias oficiales o institucionales, aquellas que son producidas por poderes a fin de legitimar su influencia o dominación, que encarnan y justifican un régimen (poder) por la historia (saber) que ellas producen. Según Marc Ferro, la historia institucional es la transcripción de una necesidad (casi instintiva) de cada grupo social o institución (Iglesia, Estado, partido, etnia, empresa, fuerzas armadas, etc.) que de esa manera justifica su existencia .
Al llegar a este punto podríamos preguntarnos junto a Jacques Le Goff si acaso es necesario y posible optar entre una historia-saber objetivo y una historia militante . Le Goff nos recuerda que otro historiador francés, el marxista Jean Chesneaux, propuso «una historia para la revolución» Pero, objeta Le Goff, la historia es una ciencia, tiene que evitar su identificación con la política y tiene que «ayudar al trabajo del historiador a dominar su condicionamiento por parte de la sociedad. Sin ello la historia será el peor instrumento del poder» .
Le Goff expresa un rechazo categórico de la historia militante.
Sin embargo, matizando o anticipándose a una lectura rígida de su posición, este historiador afirma la necesidad de reivindicar la presencia del saber histórico en toda actividad científica y en toda praxis: en las ciencias, en la acción social, política, etc. Pero en diversas formas, ya que cada ciencia posee su horizonte de verdad que la historia tiene que respetar. La libertad y espontaneidad de la acción política -dice Le Goff- no deben ser obstaculizadas por la historia y es mejor que la historia en tanto ciencia del tiempo sea el componente indispensable en toda actividad humana como saber falible, imperfecto, discutible, nunca del todo inocente, pero cuyas normas de verdad y condiciones profesionales de elaboración y ejercicio puedan ser calificadas como científicas . Marc Ferro propone algo muy similar a Le Goff. Abogando por una «historia autónoma», nos habla de una ya vieja aspiración de historiadores que han tratado de expresar una visión independiente del mundo y basar sus análisis en fundamentos o demostraciones irrefutables, liberándose de la filosofía, sin limitarse al estudio de las representaciones. Una historia política y socialmente autónoma, o sea, científica . Quisiera estar plenamente de acuerdo con estas proposiciones, pero me asalta una duda: ¿es factible la existencia de una historia absolutamente neutra, aséptica, «científicamente pura», cuando estamos frente a temas desgarradores? ¿Es posible, por ejemplo, la neutralidad frente a los genocidios y masacres que han jalonado la existencia de las sociedades humanas? Creo que no. Existe una historicidad de la historiografía. Los factores sociales, políticos y culturales -por citar solo algunos- condicionan, inevitablemente, las preguntas, la selección de las fuentes y la interpretación de los hechos que hace el historiador. No obstante esta limitante, me cuento entre aquellos que piensan que el historiador tiene el deber de decir la verdad aun cuando ella contraríe sus hipótesis iniciales. La vieja definición de Polibio de la historia como «maestra de vida, luz de verdad», me sigue pareciendo válida a condición de despojarla de todo misticismo o mesianismo disciplinario. A pesar de los postulados posmodernos (aún muy en boga), según los cuales no existen hechos objetivos y que todo depende del cristal con que se miren las cosas, continúo postulando que la historia debe buscar la verdad en los hechos puesto que, como muy justamente sostiene Eric Hobsbawm:
«[…] sin la distinción entre lo que es y lo que no es así no puede haber historia. Roma venció y destruyó a Cartago en las guerras púnicas, y no viceversa. Cómo reunimos e interpretamos nuestra muestra escogida de datos verificables (que pueden incluir no solo lo que pasó, sino lo que la gente pensó de ello) es otra cosa» .
Introduzcamos estos conceptos al análisis de la relación entre historia, política y ciudadanía en el Chile actual (entendiendo por tal el país surgido de la llamada «transición a la democracia» de 1990 en adelante).
Al igual que muchas veces en el pasado, esta relación la percibimos claramente presente en los debates de la vida nacional. Pero esta vez, con un elemento novedoso, ausente en épocas anteriores. Ya no se trata, como en el siglo XIX y durante la primera mitad del siglo XX de una disputa historiográfico-política entre representantes de distintas facciones de las clases dominantes, como la que oponía, por ejemplo a liberales y conservadores. Tampoco se trata de un enfrentamiento entre la historiografía tradicional y una historiografía «militante» (marxista clásica) ligada orgánica e ideológicamente a los partidos de izquierda.
Esta vez el contrapunto historiográfico y la batalla política se dan entre distintas versiones de la historiografía tradicional (de rasgos predominantemente conservadores) y los exponentes de una heterogénea corriente de «nueva Historia», autodefinida por su preocupación por los sectores populares.
Este enfrentamiento es lo que se ha conceptualizado como una batalla por la memoria cuyo epicentro ha sido la interpretación de la Historia de Chile Contemporáneo, más precisamente de la segunda mitad del siglo XX, aunque con proyecciones hacia tiempos más remotos.
La expresión más clara de este enfrentamiento político-historiográfico comenzó en 1999 con la publicación del primer Manifiesto de historiadores, que fue la respuesta que once colegas (a los que posteriormente se sumaron varias decenas más) dimos a la «Carta a los chilenos» dada a conocer por el ex dictador Pinochet a fines de 1998 cuando se encontraba detenido en Londres, y a los «Fascículos de Historia de Chile» publicados en La Segunda por su ex ministro de Educación, el historiador Gonzalo Vial.
Este Manifiesto fue una refutación a las manipulaciones y tergiversaciones más significativas de la Historia de Chile Contemporáneo contenidas en los textos de ambos personajes. En lo más substantivo, el Manifiesto se abocó a mostrar los hechos ocultados por Vial y Pinochet en sus escritos (como las violaciones sistemáticas de los DD.HH. y el atropello a la soberanía popular por la dictadura), a desmitificar ciertas afirmaciones contenidas en esos textos, y a develar las manipulaciones y acomodos de la Historia en que incurrieron ambos personeros de la dictadura para proyectar una visión historiográfica acorde con su proyecto político.
Ejercicios similares fueron el segundo y el tercero manifiestos de historiadores: el segundo, subtitulado «Contra los que torturan a nombre de la Patria», referido al Informe Valech y a las FF.AA., publicado en diciembre de 2004. Y el tercero, dado a conocer en abril de 2007, «La dictadura militar y el juicio de la historia», que además de hacer un análisis de la «obra» de la dictadura, también abordó el rol histórico de las FF.AA. chilenas.
A estos manifiestos se sumaron posteriormente tres Declaraciones de historiadores e historiadoras en apoyo al pueblo mapuche (enero de 2008, agosto de 2009 y septiembre de 2010), acompañadas de sendas manifestaciones de historiadores, profesores y estudiantes de Historia en las calles de Santiago.
Poco después, en noviembre de 2010, impulsamos una Declaración de 850 historiadores y profesores de historia en protesta por la reducción del 25% de las horas de Historia y Geografía y Ciencias Sociales en la Enseñanza Básica y Media, anunciada pocos días antes por el Ministro Lavín. Declaración seguida por una manifestación de cerca de 2.000 personas en Santiago y de otras manifestaciones en La Serena, Valparaíso, Viña del Mar, Concepción, Valdivia y otras ciudades, que sirvió de punto de partida para múltiples acciones que lograron revertir la medida que pretendía imponer de manera inconsulta a la comunidad educacional el Ministro de Educación de aquella época.
Más recientemente, al calor de las grandes movilizaciones por la Educación, en agosto de 2011 por iniciativa de nuestro Departamento de Ciencias Históricas, vio a la luz una declaración titulada Historiadores por la Educación Pública en Chile y pocos días más tarde, gracias a un impulso transversal, el Manifiesto de historiadores «Revolución anti-neoliberal social estudiantil en Chile», como una forma concreta de acompañar al movimiento que se desarrollaba de manera impetuosa en todo el país.
Todas estas iniciativas provenientes de un área de la historiografía chilena ilustran adecuadamente la relación que existe entre la disciplina de la Historia y la construcción de ciudadanía en el tiempo presente, cuestión a la que me referiré a continuación
Dicen que una característica del tiempo histórico que estamos viviendo es la ausencia de memoria colectiva, esto es, la carencia de conciencia acerca de las raíces históricas de los grupos humanos; la sensación de estar viviendo un presente de tiempo muy corto, fugaz e inmediatista, y, correlativamente con ello, una incapacidad casi patológica de los individuos por proyectarse hacia el futuro más allá de su función de consumidores.
De ser rigurosamente cierta esta visión e incontrarrestable esta situación, el rol y la importancia social de los historiadores estaría en franca decadencia, y lo que es más grave, la humanidad habría quedado atrapada en un «fin de la historia» representado por el capitalismo globalizado, el «pensamiento único» y la posmodernidad neoliberal.
Sin embargo, día a día se acumulan más evidencias de resistencia a este orden de cosas, como también de una necesidad social de recordar y redescubrir el pasado colectivo, una exigencia de conocimiento histórico que se manifiesta en numerosos grupos de la sociedad chilena.
Pero tal vez, la historia que requiere el ciudadano de nuestros días, o más exactamente, la historia que precisan las personas para acceder efectivamente a la categoría de ciudadanos, no puede ser el relato de un pasado muerto que ya no guarda relación alguna con las preocupaciones actuales, sino una trama donde la relación entre el presente y el pasado es muy activa, una historia puesta al servicio de las preguntas que el presente le plantea al pasado a través de la labor de los historiadores.
Afortunadamente, la evidente dimensión política de la historia hace de esta disciplina un tema de constante actualidad, ya que el conocimiento histórico es un ámbito donde también están presentes las luchas por la hegemonía y el poder.
Resulta casi obvio afirmar que quienes impongan su visión del pasado tendrán mayores posibilidades de modelar los comportamientos del presente y diseñar las vías de desarrollo futuro. Por lo mismo, esta «capacidad operativa» del conocimiento histórico jugará su papel de distintas formas según las circunstancias: a veces de manera directamente inducida, premeditadamente instrumental, como opera el saber en las «historias oficiales», pero en otras ocasiones, de manera más sutil porque el conocimiento «vulgar», esto es, el saber común sobre el pasado de una nación, un pueblo, una clase social o de cualquier grupo humano, inevitablemente, suele inspirar el sentido común de las personas, su vida colectiva, su ser social.
Este conocimiento -atesorado a través del tiempo- se traduce en constitución de identidades, tradiciones y comportamientos colectivos e individuales, lo que no hace aventurado sostener que aquellos grupos carentes de una sólida memoria colectiva corren peligro de des-construirse, perder su fisonomía, diluir sus identidades en modelos propuestos por actores más fuertes y pujantes.
El combate por la historia (o por el saber histórico) es un combate político ya que si bien la memoria colectiva de un pueblo no está constituida en lo fundamental por el saber «histórico científico» producido por los historiadores, no cabe duda que este influye en la formación de identidades y tradiciones. A modo de ejemplo, basta señalar el peso que tienen en la formación de la conciencia ciudadana las visiones hegemónicas de la historia nacional expresadas a través de los textos escolares para entender la trascendencia cultural y política de esta lucha, más allá del plano estrictamente académico e historiográfico.
Es cierto que si analizamos más finamente la realidad de cualquier sociedad relativamente compleja, descubriremos una pluralidad de memorias «emblemáticas» o colectivas , siendo algunas de ellas antagónicas entre sí. Pero no es menos cierto que en la memoria colectiva de los pueblos queda un sedimento común que, en definitiva, constituye su memoria histórica. Existe, pues, un vasto campo de disputa entre distintas miradas y maneras de concebir la sociedad respecto de la o de las memorias colectivas hegemónicas que se constituirán como conciencia histórica o sentido común historiográfico desde los niveles más simples hasta los más elaborados.
Estas motivaciones «ciudadanas» (o si se quiere, políticas) explican las iniciativas de historiadores e historiadoras que mencionábamos anteriormente. Son respuestas desde la disciplina de la Historia, pero también desde nuestra posición de ciudadanos comprometidos con la defensa de los DD.HH. y la soberanía popular.
No se trata de reemplazar el rol y las funciones de la política por el rol y las funciones de la historiografía y los historiadores ya que estos no pueden hacerlo. Los historiadores críticos no pueden (ni deben) sustituir o asumir las mismas funciones de los movimientos sociales y de las organizaciones políticas. Si se lo proponen, solo pueden acompañar esos movimientos, aportando su saber disciplinario y guardando cierta distancia crítica. Pero jamás sustituirlos. Pero pueden y deben hacer un aporte muy significativo en la batalla por la memoria histórica y en la conformación de una ciudadanía crítica y reflexiva.
Deben, por ejemplo, contribuir a hacer fracasar las maniobras políticas para lograr una «verdad mínima» sobre la historia reciente de Chile en la que puedan reconocerse todos los sectores del país. Recordemos que con ese fin se intentó hace algunos años juntar en una «Mesa de diálogo» a víctimas y victimarios del período dictatorial para que de común acuerdo hicieran emerger una verdad puramente arqueológica y forense, que calmara las ansias de verdad y justicia de la población. La operación -aparte sus objetivos políticos inmediatos- pretendía cooptar la memoria pública a través de una memoria unificada, una suerte de «historia oficial» que limara los desgarramientos de la nación y que entregara una visión aceptable para lograr la ansiada unidad nacional, saldando cuentas, «de una vez por todas», con los aspectos más ariscos del enfrentamiento social y político de las últimas décadas.
Pero la maniobra no logró los frutos esperados por sus mentores. De la llamada «mesa de diálogo» no emanó -porque era imposible que eso ocurriera- una historia oficial o suerte de mínimo común denominador historiográfico, ni tampoco logró con sus magros resultados sobre el paradero de los detenidos desaparecidos frenar o desviar por un callejón sin salida el reclamo de verdad y de justicia presente en la sociedad chilena. Los complejos juegos políticos entre bambalinas se encaminaron más bien a ceder una cuota mínima de justicia y a cumplir el rito del enjuiciamiento a Pinochet exigido por la comunidad internacional, pero sobreseyéndolo finalmente por «razones de salud». Posteriormente, cada cierto tiempo, desde los sectores que apoyaron a la dictadura, han surgido varias propuestas de «solución» al «problema» de los Derechos Humanos, que en definitiva sería un «punto final» que garantizaría la impunidad de numerosos autores de crímenes contra la humanidad. Aunque estas iniciativas no han prosperado, es posible que en el futuro haya nuevos intentos en la misma dirección.
Los historiadores críticos tenemos pues, mucha tarea por delante junto a todos los que desean una verdad verdadera, plena, y también justicia, sin las condicionantes y acomodos de la «razón de Estado» de la clase política (civil y militar) y de sus intelectuales.
Debemos hacerlo para que no ocurra lo que el historiador catalán Josep Fontana advierte retomado las palabras de un gran historiador francés fusilado por los nazis debido a su activa participación en la resistencia contra la ocupación hitleriana:
«Sería triste que tuviésemos que repetir la queja que Marc Bloch formulara en nombre de los historiadores de su tiempo. ‘No nos hemos atrevido a ser en la plaza pública la voz que clama en el desierto (…). Hemos preferido encerrarnos en la quietud de nuestros talleres (…). No nos queda, a la mayor parte, más que el derecho a decir que fuimos buenos obreros. ¿Pero hemos sido también buenos ciudadanos?» .
Actualmente en Chile se está empezando a producir un cambio de tendencia histórica. El neoliberalismo imperante desde hace casi cuatro décadas sufre una crisis de legitimidad social al igual que el sistema de democracia restringida, tutelada y de baja intensidad instalado desde 1990. El pacto de gobernabilidad contraído en la segunda mitad de los años ’80 por la Derecha pinochetista y la Concertación, está colapsando a medida que aumenta el desprestigio de ese duopolio de coadministradores del poder. Por su parte, los movimientos sociales, profundamente aletargados durante más de dos décadas debido a la acción mancomunada del modelo económico neoliberal, del recuerdo del terror de la dictadura, de las trabas y cortapisas legales e institucionales para la expresión de las demandas sociales, de la virtual dictadura mediática impuesta por los grandes grupos económicos y de poder, y del control y cooptación de esos movimientos por los partidos de la Concertación y sus gobiernos, comienzan, ¡por fin!, a despertar.
Para hacer frente a los problemas teóricos y políticos que plantea la nueva realidad se requiere de una historiografía crítica que acompañe a los movimientos sociales, no para dar «soluciones» que son propias de la reflexión y de la acción política sino, simplemente, para entregar insumos que ayuden a la reflexión. La historiografía crítica debe conservar la rigurosidad e independencia disciplinares que le son propias, pero también debe estar consciente de los condicionamientos sociales que pesan sobre su producción. Los historiadores estamos obligados a reconocer que nuestro posicionamiento es una tarea azarosa y complicada por la tensión objetiva que existe entre la historia y la política, debido a las tentativas de esta última para hacer de Clío su esclava obediente. De esa manera el especialista no anulara al ciudadano, ni la política reducirá a la historiografía a un mero relato instrumental.
Asumiendo estas tensiones, quienes estamos profundamente convencidos acerca de la responsabilidad social de los historiadores y de la necesidad de escribir historias con sentido, que sirvan a los hombres y mujeres para entender la realidad presente y construir sus proyectos de futuro, debemos desechar las visiones que conciben a la historiografía como una mera técnica literaria o perfomance intelectual para el deleite de sus cultores y de un reducido número de especialistas o estetas. Debemos escribir una historia socialmente útil, una historia ligada a las preocupaciones ciudadanas del presente, una historia que, sin perjuicio de su calidad académica, sea capaz de interpelar en un lenguaje comprensible a personas de mediana formación intelectual. Una historia para comprender el pasado, pero por sobre todo para entender el presente y proyectar el futuro. Una historia crítica y reflexiva, destructora de mitos y conformismos.
Solo esa historia puede ser una historia para la ciudadanía, especialmente en sociedades tan escindidas como la del Chile actual.
A Uds. que inician el camino, los invito a construir juntos esa historia.
Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile. Santiago, 17 de mayo de 2012.
Charla inaugural del año académico 2012 del Departamento de Ciencias Históricas Santiago, Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile, 17 de mayo de 2012.
Sergio Grez Toso es Dr. en Historia, académico del Departamento de Ciencias Históricas de la Universidad de Chile, Coordinador del Doctorado en Historia de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la misma universidad.
Correo electrónico: [email protected]
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