En 1968 Antonin Artaud lanzó una piedra sobre la moral colectiva con su Van Gogh, el suicidado de la sociedad (1). Era su peculiar modo de tejer una rebelión subterránea, también emprendida contra una mera «revolución externa» tal como la defendían algunos miembros surrealistas, pertenecientes al partido comunista (2). Apenas sabemos del impacto general que […]
En 1968 Antonin Artaud lanzó una piedra sobre la moral colectiva con su Van Gogh, el suicidado de la sociedad (1). Era su peculiar modo de tejer una rebelión subterránea, también emprendida contra una mera «revolución externa» tal como la defendían algunos miembros surrealistas, pertenecientes al partido comunista (2). Apenas sabemos del impacto general que ese libro-estocada pudiera infligir entre sus lectores. Pero sí podemos reconstruir el deseo de Artaud de reconstruir, a través del pintor holandés, una salida al laberinto: aclarar lo oscuro, abrigar el desamparo que circunda todo lo humano, no como abstracta «naturaleza humana» sino en específicas condiciones históricas.
En su reivindicación de la vida, se topó con las fosas en que la sociedad arroja a los que repudia: aquellos que son acorralados en su existencia por unas condiciones completamente asfixiantes. Ante esas fuerzas expulsoras -la máscara hipócrita y la mentira- Artaud procuró elaborar como réplica un teatro de la crueldad que las expusiera en su farsa. Lejos de la ideología de la desesperación que suele atribuírsele, Artaud partía de ella para rebasarla, liberando su potencia creadora. Nacido del dolor, luchó como tantos otros contra las causas evitables del sufrimiento. En su referencia al pintor dice:
pues [Vicent Van Gogh] no es para este mundo, nunca es para esta tierra, que todos hemos siempre trabajado, luchado, aullado el horror de hambre, de miseria, de odio, de escándalo y de asco, aunque todo eso nos haya embrujado, hasta que por fin nos hemos suicidado, ¡pues acaso no somos todos, como el mísero Van Gogh, suicidados por la sociedad! (Artaud, 2007: 108).
Como el mísero Van Gogh muchos de nosotros aullamos. Puede que la mayoría evitemos el irreversible «pasaje al acto», pero ¿hacia adónde, si no a la muerte, se está conduciendo a los acorralados de la «sociedad»? ¿qué fosa están cavando para enterrar ese montón de huesos sacrificados en nombre de la salvación (privada), mientras los hipócritas y mentirosos compulsivos -entre los que cuentan, desde luego, multitud de periodistas, políticos, clérigos, empresarios, agentes financieros, juristas, economistas, profesores y profesionales de todas las calañas…- se conduelen con un gesto consternado?
Los suicidados rompen cualquier cifra (3). La autodestrucción no es una mera especulación apocalíptica: forma parte de las posibilidades -¿mediatas?- de nuestra autonomía. Los suicidados de la sociedad crecen; son legión. En España, Grecia, Japón, Lituania, Hungría…, en cada rincón donde un proyecto vital se autocancela. A cada momento alguien es arrojado a esa situación desesperada en la que ya no hay punto de retorno, en la que la decisión humana se confunde con la imposibilidad de tomar una nueva decisión, acercándose a un umbral de irreversibilidad. A cada momento se acorrala a muchos contra el precipicio; luego alguien dirá que se tiraron. Sus testimonios no cuentan. Como no cuentan en tanto fenómeno «noticiable», a menos que ocurra en algún país preferentemente lo más distante posible, no sea caso que nos demos cuenta que estamos asistiendo a un holocausto silencioso producido por quienes iban a evitarlo. A nivel mediático, la omisión es justificada con el pretexto de no incitar a que otros repitan el mismo acto. Pero con la misma lógica, ¿por qué mostrar guerras, estafas, crímenes y una vasta tipología de males humanos? ¿No incitan con ello a su repetición?
Diremos, aunque más no sea para no parecer locos, que el testimonio incómodo de un cuerpo suicidado sólo puede acogerlo quien, a pesar de todo, sigue vivo. El cuerpo sigue siendo del otro. Nuestros cuerpos siguen aquí. No tenemos más remedio que replicar: ¿no muere en cada una de esas muertes, de forma quizás irreparable, algo de nuestra dignidad, si es que estuvo alguna vez? ¿No somos todos suicidados por la sociedad? ¿No se suicida algo en nosotros cada vez que hay un suicidio -no importa de quién-? Alguna vez lo dijo lapidariamente Chantal Maillard: «Quien se suicida inculpando deja a alguien inhabilitado para la redención» (Maillard, 2006: 70 [4]). ¿Y no es cada suicidado de la sociedad una inculpación colectiva que cancela toda promesa redentora?
A través de ese señalamiento mudo, ellos reafirman la locura colectiva -aunque esa locura sea «normalizada», rigurosamente administrada, convertida en pauta mayoritaria-. Locura de permanecer incólumes frente al corral. De seguir permitiendo -aunque fuera a regañadientes- el acorralamiento. De dejarnos empujar y que otros empujen, de fingir que no nos damos cuenta, que al fin y al cabo podría haber hecho otra cosa, que el suicidado se tiró libremente desde un séptimo piso, o libremente se pegó un tiro en la cabeza.
Claro que uno aprende a vivir con esta patología. Aprende a vivir en la indiferencia, ese peso muerto de la historia como decía Gramsci. Uno aprende casi todo: a mirar para otro lado, a pedir una manta para cubrir a quien, según dictan las denegaciones al uso, no fue empujado sino que optó, con toda la libertad del mundo, arrojarse al vacío. Y, en efecto, puede incluso que tras esa ironía haya algo muy serio: que también el suicidio puede ser producto de una decisión libre, por más prohibición que corra en sentido contrario. Con Camus o Cioran, podríamos argumentar en ese sentido. Pero sin temor a la contradicción, ese reconocimiento también supone reivindicar el derecho a no suicidarse, el derecho a no tener que arrojarse al vacío, a no encontrarse acorralado, aullando «el horror de hambre, de miseria, de odio, de escándalo y de asco».
Llegados a este punto, cabría preguntarnos si lo que mata no es, más que la «anomia» durkheimiana, la sobre-codificación de una sociedad donde sus flujos maquínicos ya no se rigen por ninguna codificación moral: unas normas completamente arruinadas pero que siguen apareciendo como vinculantes. Llámese «trabajo», «éxito», «familia», «calidad de vida»… estereotipos identitarios que apuntan a regular una máquina social descontrolada, fuera de quicio, que ha estallado hace rato, derramando su miseria por todas partes.
¿Qué queda ante este sin-salida? ¿Qué podríamos hacer, al fin y al cabo, ante este acorralamiento que padecemos? ¿Y quiénes somos nosotros para indicar el camino, si también los nuestros se han interrumpido, si es que estuvieron abiertos alguna vez, si es que no se trató simplemente de una ilusión óptica anunciada por las llamadas «sociedades opulentas»?
Quizás no seamos nadie. Pero desde ese anonimato, precisamente, se trata de volver a interrogar estas ruinas, de sacudir la aporía en la que se nos va una vida que no sea mera supervivencia. En esas condiciones, ¿qué podría significar hoy lo político en su sentido radical sino esa posibilidad de construcción de una salida al sin-salida en el que el capitalismo nos ha encerrado? Y puesto que somos suicidados por la sociedad, ¿no deberíamos más que nunca erigir la promesa de otra vida?
Notas:
(1) Artaud, Antonin (2007): Van Gogh, el suicidado por la sociedad, Argonauta, Buenos Aires.
(2) Artaud, Antonin: En plena noche o el bluff surrealista en http://www.katarsis-webzine.blogspot.com.
(3) El suicidio no forma parte del debate público. Es una noticia fugaz que se pierde tan rápido como la vida de la que habla. Es un asunto político de primer orden: incluso si fuera una opción legítima, ¿qué determinantes de nuestra formación social inciden en esta decisión y, especialmente, qué relación se plantea entre las crisis sistémicas y la tasa de suicidio? Alegar que el número de suicidios apenas se incrementó en los últimos cinco años de los que se tienen registro (http://www.forumlibertas.com/frontend/forumlibertas/noticia.php?id_noticia=22015&;id_seccion=8) no cambia las cosas. Eso sólo podría ser tranquilizador si cada día, solamente en España, no se quitaran la vida 10 personas, según las últimas estimaciones del INE del 2009. 3.429 víctimas al año no pueden consolar a nadie. Que Grecia e Irlanda hayan incrementado las tasas de suicidio en período de crisis (hasta alcanzar un 17% y un 13%, respectivamente, por cada 100.000 habitantes), aunque lejos aun de Lituania, Letonia o Hungría, es síntoma suficiente de este drama desaparecido de los medios masivos de comunicación. ¿Deberíamos consolarnos con que los miles de suicidados no se multipliquen?
(4) Maillard, Chantal (2006): Husos, Pretextos, Valencia.