Ha muerto Elena Chain Curi, monja de población. Dudo que alguna vez haya salido su nombre en la prensa. Pudo haber sido noticia, de haberse cumplido contra ella el balazo con que la amenazaron durante la dictadura. No sé. Los diarios de la época «estaban en otra». El domingo antepasado sepultamos a una mujer que […]
Ha muerto Elena Chain Curi, monja de población. Dudo que alguna vez haya salido su nombre en la prensa. Pudo haber sido noticia, de haberse cumplido contra ella el balazo con que la amenazaron durante la dictadura. No sé. Los diarios de la época «estaban en otra». El domingo antepasado sepultamos a una mujer que no fue una monja cualquiera. Fue una monja de población.
El año 1965 -puede ser que me equivoque en la fecha- el personal pastoral de la iglesia de Santiago puso en un gran papelógrafo el mapa de la ciudad. En él se destacaba con pinchos dónde se ubicaba el clero y las religiosas. La gran mayoría se concentraba en los sectores pudientes de Santiago. A impulsos del Concilio Vaticano II, tras constatarse esta injusta distribución de los consagrados, las religiosas iniciaron un éxodo masivo a las poblaciones más pobres. Dejaron los colegios de clase alta. Partieron a meter las botas en el barro.
Bien podría guardarme un reconocimiento que tiene mucho de personal. También podría ahorrarme estas palabras de elogio a una generación de religiosas con quienes recomenzó el cristianismo. La Vicaría y las monjas de población, en mi opinión, son lo mejor de la Iglesia chilena del postconcilio. Esta es la Iglesia de los pobres con que soñaron Hurtado y Manuel Larraín, Medellín y la Teología de la Liberación. Hago este recuerdo porque, aunque la historia nunca se repite, el país y la misma Iglesia necesitan faros que indiquen cómo, y cómo no, se crece en humanidad.
Desde entonces hasta hoy, esta clase de monja lo ha sido todo: enfermera, dirigenta poblacional, caudilla, educadora, jefa de la olla común, catequista, vendedora de bingos, rondín, confidente, sacerdote y mamá. Estas monjas han ido donde nadie va. No han estado pendientes de que alguien diga de ellas son «santas» o algo así. Su concentración en el prójimo botado en las cunetas ha sido total.
A los largo de estos años se corrió la bola. Los perseguidos, los hambrientos, los enfermos, los drogadictos, los alcohólicos, las adolescentes embarazadas, los inmigrantes, los sin techo, cualquiera, se han refugiado en sus casas. Allí han recibido una taza de té, un pan con margarina y cariño, mucho oído y amparo. ¿Cuántos niños han hecho las tareas en sus casas? ¿A cuántos ancianos estas mujeres les han comprado los bonos de Fonasa y acompañado en la cola del doctor? Las poblaciones que han contado con una Elena Chaín, han podido pasar el invierno protegidas.
Esta monja de la congregación del Amor Misericordioso las representa a todas. La recuerdan con lágrimas en El Montijo, Cerro Navia… Participó en la Toma de Peñalolén y fundó allí la comunidad Enrique Alvear. Con tenacidad y alegría, enseñó a los adultos a leer la Biblia. La desconocían. Apenas siquiera juntaban palabras. Ella no hizo distinción entre casados y recasados. Tampoco entre los que tenían fe y los que no. Trató a todos como a iguales. Su casa era un entrar y salir de gente. Los últimos años, ya vieja y enferma, sobrecargada de penas ajenas, llegaba a la misa envuelta en lanas. Poco después, a los ochenta años, partió de misionera a La Serena.
¿Por qué todo este recuerdo? Bien podría guardarme un reconocimiento que tiene mucho de personal. También podría ahorrarme estas palabras de elogio a una generación de religiosas con quienes re-comenzó el cristianismo. La Vicaría y las monjas de población, en mi opinión, son lo mejor de la Iglesia chilena del postconcilio.
Esta es la Iglesia de los pobres con que soñaron Hurtado y Manuel Larraín, Medellín y la Teología de la Liberación. Hago este recuerdo porque, aunque la historia nunca se repite, el país y la misma Iglesia necesitan faros que indiquen cómo, y cómo no, se crece en humanidad.