Traducido para Rebelión por J. M. y revisado por Caty R.
A Alejandro Magno se le recuerda como un conquistador legendario y como líder militar en la historia universal de Occidente bajo la influencia griega y en los libros occidentales de historia, pero su legado se ve muy diferente desde la perspectiva persa.
A cualquier visitante de las espectaculares ruinas de Persépolis, la capital ceremonial del antiguo Imperio Persa Aqueménida, le contarán tres hechos: que fue construida por Darío el Grande, embellecida por su hijo Jerjes, y destruida por ese hombre, Alejandro.
Ese hombre, Alejandro, sería Alejandro Magno, homenajeado en la cultura occidental como el conquistador del Imperio Persa y uno de los grandes genios militares de la historia.
En efecto, después de leer algunos libros de historia occidentales nos deberían perdonar si pensamos que los persas solo existieron para que Alejandro los conquistara.
Una mente un poco más curiosa puede descubrir que los persas habían invadido a los griegos dos veces antes de ser derrotados. La primera invasión que hizo Darío el Grande en el 490 a.C. y después su hijo Jerjes en el 480 a.C., por lo que el ataque de Alejandro fue una represalia justificada.
Sin embargo, visto a través de los ojos persas, Alejandro está lejos de ser «Magno». Arrasó Persépolis después de una noche de exceso de alcohol incitado por una cortesana griega, aparentemente en venganza por la quema de la Acrópolis que hizo el mandatario Jerjes.
Los persas también lo condenan por la destrucción generalizada de los sitios culturales y religiosos de todo el imperio que creen que él alentó.
Atacaron y destruyeron los emblemas del zoroastrismo -la antigua religión de los iraníes-. Para el sacerdocio zoroastrista en particular -los Reyes Magos- la destrucción de sus templos fue más que una calamidad.
La influencia de la lengua y la cultura griegas han ayudado a establecer una narrativa en Occidente de que la invasión de Alejandro fue la primera de muchas cruzadas occidentales para llevar la civilización y la cultura a la barbarie oriental.
Pero, de hecho, valía la pena conquistar el Imperio persa, no porque necesitara que lo civilizaran, sino porque era el mayor imperio que el mundo había visto hasta el momento, que se extendía desde Asia Central hasta Libia.
Persia era un premio enormemente rico.
Si miramos de cerca encontraremos una amplia confirmación de que los griegos admiraban el Imperio Persa y a los emperadores que lo gobernaron.
Al igual que los bárbaros que conquistaron Roma, Alejandro llegó a admirar lo que encontró, tanto es así que estuvo dispuesto a tomar el manto persa del rey de reyes.
Y la admiración griega por los persas se remonta a mucho antes. Jenofonte, el general y escritor ateniense, escribió un himno a Ciro el Grande -la Ciropedia- lleno de alabanzas al gobernante que puso de manifiesto que el gobierno de los hombres sobre un vasto territorio se podía lograr a fuerza de carácter y potente personalidad:
«Ciro fue capaz de penetrar en el amplio territorio del país por el terror que su personalidad inspiraba a los habitantes, los cuales caían postrados ante él…», escribió Jenofonte, «y sin embargo era capaz, al mismo tiempo, de inspirar a todos un profundo deseo de agradarle y ganar su favor mientras que lo único que le pedían era ser guiados por su juicio y su unicidad.
«De esa manera incorporó un conjunto de nacionalidades tan grande que habría puesto a prueba la resistencia de un hombre simplemente recorriendo su imperio en cualquiera y única dirección».
Más tarde, los emperadores persas Darío y Jerjes invadieron Grecia, y ambos fueron finalmente derrotados. Pero, sorprendentemente, los griegos acudieron a la corte persa.
El más notable fue Temístocles, que peleó contra el ejército invasor de Darío en Maratón y fue el cerebro de la victoria de los atenienses contra Jerjes en Salamina.
Complicado con la política ateniense, huyó al Imperio Persa y, finalmente, encontró un empleo en la corte persa y se hizo gobernador de la provincia, donde vivió el resto de su vida.
Con el tiempo, los persas descubrieron que podían lograr sus objetivos en Grecia enfrentando las ciudades-Estado griegas unas contra otras, y en la Guerra del Peloponeso, el dinero de los persas financió la victoria de Esparta contra Atenas.
La figura clave de esta estrategia fue el príncipe persa y gobernador de Asia Menor Ciro el Joven, quien con el correr de los años desarrolló una buena relación con sus interlocutores griegos hasta poder hacer su fatídica oferta por el trono, siendo fácilmente capaz de reclutar unos 10.000 mercenarios griegos.
Lamentablemente, murió en el intento.
Soldado, historiador y filósofo, Xenophon estaba entre los reclutados, y se deshizo en elogios hacia el príncipe de quien dijo: «De todos los persas que vivieron después de Ciro el Grande, fue más que un rey y el que más se merece un imperio».
Hay un maravilloso relato proporcionado por Lisandro, un general espartano, que pasó a visitar a Ciro el Joven en la capital de la provincia de Sardis.
Lisandro relata que Ciro lo trató amablemente y estaba especialmente interesado en mostrarle su jardín vallado –paradeisos, origen de nuestra palabra paraíso-. Lisandro felicitó al príncipe por el hermoso diseño.
Añade que cuando le dijo que debía dar las gracias a los esclavos que hicieron el trabajo y la planificación Ciro sonrió e indicó que él mismo hizo el diseño y que incluso plantó algunos árboles.
Al ver la reacción del espartano añadió: «Juro por Mitra -que mi salud lo permita- que nunca comí sin haber sudado antes realizando alguna actividad ya sea en el arte de la guerra, en la agricultura, haciendo ejercicios o de cualquier otra manera.
Asombrado, Lisandro aplaudió a Ciro y dijo: «Usted se merece su buena fortuna Ciro; la tiene porque es un buen hombre».
Alejandro habría resultado familiar con historias como éstas. El Imperio Persa no era tanto algo a ser conquistado sino un logro a ser adquirido.
Aunque Alexander es caracterizado por los persas como un destructor, un joven imprudente e irresponsable, la evidencia sugiere que mantuvo un saludable respeto por los persas.
Alejandro llegó a lamentar la destrucción que causó su invasión. Cruzando a través de la saqueada tumba de Ciro el Grande en Pasargad, un poco al norte de Persépolis, se sintió muy dolido por lo que encontró y de inmediato ordenó realizar las reparaciones necesarias.
Si hubiera vivido más allá de sus 32 años, aún podría haber restaurado y reparado mucho más. Con el tiempo, los persas habrían llegado a un acuerdo con el conquistador macedonio, incorporándolo, como ocurrió con otros conquistadores después de Alejandro, en la trama de la historia nacional.
Y así es que en la gran epopeya nacional iraní, el Shahnameh, escrita en el siglo 10 d.C., Alejandro ya no es un príncipe totalmente extranjero, sino un hijo de padre persa.
Es un mito, pero tal vez rebela más la verdad que la que la historia considera que puede revelarse.
Al igual que otros conquistadores que siguieron sus pasos hasta el gran Alejandro llegó a ser seducido y absorbido por la idea de Irán.
Ali Ansari, es profesor de historia moderna y director del Instituto de Estudios Iraníes de la Universidad de St Andrews, Escocia, y es uno de los principales expertos del mundo sobre Irán y su historia.
Fuente: http://www.bbc.co.uk/news/magazine-18803290