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Encuentro Nacional de Unidad Popular el 10-11 de Agosto en Bogotá

Unidad Popular, convergencia de intereses y transparencia en la lucha

Fuentes: Rebelión

PRESENTACIÓN En el marco del Encuentro Nacional de Unidad Popular a realizarse en Bogotá, los días 10 y 11 de agosto de 2012, hemos creído oportuno aportar al debate en torno a la unidad de los sectores populares, incluidos en ellos tanto sus organizaciones gremiales o naturales como sus organizaciones políticas. Colombia vive en el […]

PRESENTACIÓN

En el marco del Encuentro Nacional de Unidad Popular a realizarse en Bogotá, los días 10 y 11 de agosto de 2012, hemos creído oportuno aportar al debate en torno a la unidad de los sectores populares, incluidos en ellos tanto sus organizaciones gremiales o naturales como sus organizaciones políticas.

Colombia vive en el último lustro un notable despertar de las masas populares: estamos alcanzando un nivel récord de conflictos sociales y movilizaciones, algunas de ellas con un grado considerable de combatividad, como han sido las luchas indígenas recientes en el Cauca o la Minga del 2008, o luchas obreras como las de los petroleros en Puerto Gaitán el pasado año o la dura huelga de los corteros en el Valle el 2008, o la misma lucha estudiantil que frenó las medidas neoliberales que Santos quiso profundizar en Noviembre pasado. Esto, de la mano de múltiples iniciativas cívicas por la defensa del agua, del territorio, de la salud y de muchísimas movilizaciones, quizás menos visibles, pero no por ello menos significativas. El 1º de Agosto todo el Departamento del Chocó se paralizó en oposición a la gran minería, lo que representa un importante desafío a un pilar del Plan de (Sub) Desarrollo Nacional del actual gobierno. Es indudable que asistimos a un salto cuantitativo pero también cualitativo en las luchas de masas.

Sin embargo, el auge de las luchas populares no han ido de la mano con la necesaria unidad de éstas. Sigue primando la dispersión, pese a que desde ciertos sectores se vienen dando importantes pasos hacia la unidad de los que luchan. Iniciativas como la Marcha Patriótica, la Comosoc, la Comosocol, el Congreso de los Pueblos, por nombrar tan sólo algunas, tienen suma importancia en el actual contexto, pues al buscar superar la dispersión, buscan en realidad, superar la impotencia ante las arrolladoras medidas que se impulsan desde el bloque dominante y convertir a los sectores populares en una alternativa política y social.

Creemos primordial fortalecer y desarrollar esos escenarios de unidad del pueblo, de unidad del bloque popular en lucha contra el actual modelo. Celebramos, por consiguiente, la realización del Encuentro de Unidad Popular a desarrollarse los días 10 y 11 de Agosto en Bogotá, como un paso importante en este sentido.

La Unidad se ha convertido en una utopía para la sociedad colombiana. El programa político del PDA se denomina «Ideario de Unidad. El programa político del actual Jefe de Gobierno en Colombia lo ha llamado «Unidad Nacional».

Pero esos anhelos de unidad, que son reivindicados estruendosamente por todo el mundo como condición necesaria para el triunfo de una Colombia mejor, no se concretan. Ello no ocurre, entre otras razones, porque se ha dejado de lado lo más importante y es que la unidad se logra siempre y cuando exista identidad de intereses entre quienes la desean. Y la identidad de intereses se logra cuando de forma diáfana se establece «qué gano yo, qué ganas tú, que gana la comunidad». Eso habría de ser visible, por ejemplo, si nos embarcamos en cualquier proyecto (desde «cortarle las uñas a un patrón chupasangre» hasta organizar una campaña electoral).

Es la identidad de intereses lo que construye comunidad, pero al unirse varias comunidades, con historias y ritmos distintos, debe existir algo que de seguridad al proyecto unitario: transparencia en la lucha, en los métodos, en la organización y sobre todo, transparencia en la administración de los logros. He aquí el gran vacío del PDA, por poner un ejemplo. Un Ideario de Unidad, unos estatutos, un funcionamiento que no han servido para mantener unido a este partido y en cambio han dejado el terreno expedito para que tránsfugas y corruptos campeen a sus anchas: justamente lo contrario a la idea que tenían los colombianos de esta nueva opción política. Las urnas emitieron su fallo en las pasadas elecciones para alcaldías y gobernaciones.

Si tenemos intereses distintos y no eres transparente en la lucha y en el trabajo cotidiano, no quiero la unidad contigo, así seas la más respetable organización, el magistrado más progresista o el prohombre de los derechos humanos. Este es nuestro punto de partida.

I. ANTECEDENTES Y SITUACIÓN ACTUAL DEL CONFLICTO SOCIAL

Mucho podría hablarse de lo divididos que estaban los aborígenes americanos a la llegada de los europeos hace 500 años, como también de lo segmentados que estaban los invasores cuando conquistaron el nuevo mundo. Lo haremos en otra ocasión.

A. Siglo XIX: luchado bajo el amparo de las elites dominantes

Pasando por alto la época de la Colonia, podemos decir que desde el inicio de nuestra vida republicana hasta la última guerra civil del siglo XIX (la Guerra de los Mil días), los artesanos, campesinos, indígenas y afrodescendientes, lucharon fieramente por sus reivindicaciones, pero la concreción de sus logros a nivel legal, por ejemplo, estuvieron a merced de las iniciativas o contradicciones internas del bloque dominante, sea este liberal o conservador.

El pueblo fue carne de cañón. Diez guerras civiles nacionales y cuarenta regionales dan fe de ello [1] . Protagonista en el campo de batalla para ponerle el pecho a las balas o al machetazo. Pero espectador de última fila a la hora de «repartir el botín» si estaba en el bando vencedor o chivo expiatorio si le tocó luchar con el perdedor.

B. Primera treintena del siglo XX: obreros, campesinos e indígenas luchan por su cuenta

El período conservador que va de 1903 a 1930, fue testigo del despertar del movimiento sindical, de la consolidación de la lucha del hacha contra el papel sellado por parte de los campesinos que colonizaron la zona cafetera y de luchas indígenas dirigidas por el legendario líder Manuel Quintín Lame Chartre. Todas ellas construidas desde abajo, por fuera de los cauces de los partidos tradicionales (dominantes).

La marea popular era enorme y había que cortarla de raíz. Eso hizo la élite con la Masacre de las Bananeras en diciembre de 1928. Narraciones populares hablan de entre 800 y 3.000 muertos que luego fueron arrojados al mar. Un comunicado del Consulado de EU en Santa Marta al Departamento de Estado habla de entre 500 y 600 muertos. El gobierno colombiano admitió nueve. [2]

C. De los treinta a los cincuenta: la derecha gana la partida

Ante semejante panorama el Partido Liberal recuperó el poder en 1930 e intentó modernizar el Estado por medio de una Reforma constitucional en 1936. Se propuso institucionalizar el movimiento obrero y dictar una ley de Reforma Agraria, entre otras medidas. Su programa se denominó «La Revolución en Marcha». No pudo. La élite conservadora lo impidió. Primero con leguleyadas y exhortaciones a la Acción Directa propias del fascismo y luego con el desencadenamiento de la más horrenda violencia oficial contra el pueblo durante la década de 1940 y que tuvo como detonante el asesinato del insigne dirigente liberal Jorge Eliécer Gaitán en abril de 1948.

Esa ola de violencia oficial, de Terrorismo de Estado, culminó paulatinamente a finales de la década de 1950. Es el período que los colombianos llamamos la «Época de la Violencia» (con V mayúscula). Fue un bautizo a sangre y fuego que costó 300.000 muertos.

D. De los sesenta a los ochenta: el pueblo encuentra su camino

Del aciago período de la Violencia nació un movimiento popular y se desarrolló una resistencia guerrillera, totalmente divorciados del bipartidismo dominante. Basados en los propios esfuerzos y en las teorías comunistas se reprodujeron auténticos sindicatos defensores de la clase obrera y las organizaciones campesinas, muchas de ellas liberales, aún con las heridas sangrantes y con el importante aporte de estudiantes y obreros, se convirtieron en grupos guerrilleros que propugnaban la toma del poder para el pueblo en la década de 1960 (ELN, FARC, EPL).

Las clases dominantes intentaron reacomodarse, convinieron un pacto en 1958, el «Frente Nacional», por medio del cual se turnarían el poder liberales y conservadores cada cuatro años por un período de 16 (hasta 1974) y por supuesto el pueblo, sus necesidades y reivindicaciones no fueron tenidas en cuenta para nada. A finales de los sesenta las reformas del liberal Carlos Lleras Restrepo no llegaron a ningún puerto.

La década de 1970 se inició con el más grande fraude electoral en la reciente historia colombiana: la «DERROTA» del General conservador Gustavo Rojas Pinilla – «pacificador» que restauró el «orden» en los campos colombianos luego del período de la Violencia y el «TRIUNFO» del también conservador Misael Pastrana Borrero. Fue la época del Terrorismo de Estado más obsceno. Los agentes secretos del F-2 (Inteligencia de la Policía) y del B-2 (Inteligencia del Ejército) tenían licencia para torturar o desaparecer a su antojo. Los uniformados de estas instituciones lo hacían igual, solo que intentando al menos pasar desapercibidos, pues su atuendo y sus carros los delataban fácilmente.

En los setenta el movimiento popular crecía sin cesar, pidiendo lo mismo que en la actualidad: mejoras salariales, tierra para el que la trabaja, salud, educación, lo mínimo que un Estado debe brindar a sus ciudadanos. Surgieron nuevos movimientos armados, entre ellos el M-19 (disidencia del partido que arropó al «pacificador» Rojas Pinilla). La respuesta estatal era que estos «movimientos subversivos, desarmados o armados, estaban infiltrados por agentes a sueldo del comunismo internacional»: el Estatuto de Seguridad del Presidente Julio César Turbay a finales de 1970 cerró con broche de oro la década.

Vale la pena destacar que en estos años la intransigencia, intolerancia, sectarismo y vanguardismo de las organizaciones de izquierda iban de la tragedia a la comedia. Enfrentamientos a puños y palos era de lo más común en las ciudades, y en los campos las guerrillas cometieron crímenes contra el pueblo que más temprano que tarde deben ser tratados en su real dimensión. Estaban los que defendían la lucha electoral y los que la boicoteaban; los que defendían la lucha armada y los que no; los que defendían una revolución socialista, una revolución democrático popular en marcha al socialismo o una revolución democrática, agraria y antiimperialista; y así una serie de matices, combinaciones y disidencias, que alimentadas por los debates del campo comunista internacional, se traducían en unos programas y lineamientos difíciles de digerir. Por obligación había que estudiar marxismo e historia de Colombia para entender alguna cosa. Se leía mucho.

La respuesta popular durante el Frente Nacional (1958-1974) y posterior a él fue contundente. El Paro Cívico Nacional de 1977 fue una portentosa muestra de movilización y combate popular.

Es de anotar que el Estado de Sitio fue el arma jurídica que utilizaron los gobiernos para recortar las libertades ciudadanas y callar la protesta social. Los colombianos vivieron bajo ese estado de excepción durante casi la segunda mitad del siglo XX.

E. Los ochenta y los noventa: La burguesía abandona la paz y se decanta por el Terrorismo de Estado (guerra sucia)

Durante los ochenta el movimiento social crecía en espiral. La burguesía quiso apostar por construir un nuevo consenso. En el gobierno del conservador Belisario Betancur (el último presidente «democrático» en la historia de Colombia según dicen algunos en broma y en serio), impulsó una ambiciosa política de paz que se concretó en la Amnistía de 1982 y los Acuerdos de La Uribe que expresamente pretendía la inserción de la Farc en la sociedad civil por vías democráticas, dando como resultado el surgimiento de un partido que empezó a crecer más de los esperado: la Unión Patriótica (UP).

Florecían grupos guerrilleros, entre ellos el Movimiento Armado Quintín Lame (MAQL) en 1984, compuesto por indígenas paeces fundamentalmente, y otros como el MIR-Patria Libre (que se fusionaría con el ELN), el PRT, o las ADO (formadas a fines de los ’70).

El movimiento guerrillero se dividió entre los que estaban en tregua y los que no. El ELN, el EPL, el M-19, que no lo estaban crecieron vertiginosamente. Pero hubo un suceso trascendental que «iluminó» a la derecha colombiana: la toma del Palacio de Justicia en Bogotá por el M-19 en 1985. Los militares dieron un golpe de estado por tres días, lo que duraron los combates, con el beneplácito de la élite liberal-conservadora. El desastre humanitario es conocido: 98 muertos entre magistrados de las altas cortes, empleados y guerrilleros; eso sin contar 10 desaparecidos.

La situación para las clases dominantes era preocupante. Un movimiento popular creciente, unas guerrillas en expansión que para colmo se estaban uniendo por medio de la Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar en 1987 y un partido, la UP, copando Alcaldías, Concejos municipales, Asambleas departamentales, Congreso y Senado. No quedaba más remedio para defender sus intereses: la guerra sucia, el Terrorismo de Estado a escalas no vistas desde la época de la Violencia, junto con un reacomodamiento del engranaje estatal y con el apoyo de un nuevo socio en el bloque de clases en el poder dispuesto a «no comer de nada»: los narcotraficantes.

El Terrorismo de Estado como estrategia se hizo visible en el gobierno de Virgilio Barco (1986-1990). La primera dosis de guerra sucia, de acabar con el agua en el que se mueven los peces guerrilleros, fueron las zonas donde estos tenían su influencia. Córdoba, Urabá, nordeste antioqueño y luego toda la geografía nacional.

El M-19, un sector mayoritario del EPL, el MAQL, decidieron rendirse entre 1990 y 1991. Poco después, en 1994, un sector minoritario del ELN claudicó denominándose Corriente de Renovación Socialista.

Para maquillar este torrente de sangre y destrucción y con la excusa de la Apertura económica se emprendió un proceso constituyente en 1990. Los colombianos estrenamos Constitución. En comparación con las anteriores, redactadas por políticos poetas del siglo XIX en el sosiego de sus fincas luego de ganar una guerra civil, esta fue participativa. En su redacción estuvieron ex guerrilleros, indígenas, obviamente los varones de sangre azul de siempre, entre otros, y salió un texto con buen contenido, pero que no sirvió para neutralizar la reforma laboral (ley 50/1990) ni para detener la reforma a la salud (ley 100/1993), y menos aún las masacres y asesinatos selectivos.

A finales de siglo la burguesía intentó un nuevo proceso de paz mientras hacía reingeniería a sus fuerzas militares. El presidente Andrés Pastrana, hijo del que se ganó las elecciones con un fraude en 1970, se sentó a hablar de paz con la FARC. Se decretó una zona de distensión, El Caguán, y durante un par de años se estableció una hoja de ruta para encontrar el camino a la solución negociada. En 2002 se rompieron las negociaciones. La burguesía afinaba cuantitativa y cualitativamente su estrategia de Terrorismo de Estado.

F. Siglo XXI: 2002 – 2010. Álvaro Uribe «culmina» la labor

La década de los noventa presenció el auge del paramilitarismo con su respectiva estela de muerte por medio de los más dantescos procedimientos (las motosierras, los ríos y los hornos crematorios artesanales fueron eficaces herramientas para no dejar rastro), pero se necesitaba un hombre de confianza en la Presidencia de la República que completara el esquema en ese nuevo proceso de «refundar al país», compromiso éste confirmado por políticos y paramilitares en el «Pacto de Ralito». Álvaro Uribe fue el hombre. Promotor de paramilitares, de familia narcotraficante, amigo de Pablo Escobar, dócil borrego de la oligarquía colombiana e incondicional de EU. El hombre perfecto.

Uribe llegó al poder en 2002 y prometió acabar con la guerrilla y que no permitiría ni una masacre. Ni lo uno ni lo otro.

La guerra sucia empezada a mediados de los ochenta, acrecentada en los noventa y magistralmente continuada durante su mandato, lesionó gravísimamente el tejido social de los colombianos y por supuesto la guerrilla se vio arrinconada y golpeada, pero no derrotada. De las masacres, pecadillos veniales, el mal menor para poder recuperar la seguridad y la confianza inversionista, la burguesía les hizo la vista gorda.

A mediados de la primera década del siglo XXI, las élites consideraron que era necesario acabar con toda esa maquinaria paramilitar, que en muchas regiones se había lumpenizado literalmente, y al fin y al cabo con los tres millones de desplazados, el genocidio de la UP (5000 asesinados), y los miles de sindicalistas, líderes populares, defensores de derechos humanos asesinados o desaparecidos, el pueblo había aprendido la lección de «los problemas tan serios que trae rebelarse y peor si es con las armas».

En una astuta maniobra reunieron a los más visibles y a la larga ingenuos líderes paramilitares (todos ellos narcotraficantes o financiados por ellos) y en un santiamén los extraditaron a EU en 2008.

Lo que seguía entonces era «vender» el país al capital privado, sea nacional o extranjero. Amedrentada la base social de la guerrilla, el movimiento obrero casi aniquilado y teniendo a los paras en cintura, el camino estaba libre para que la «locomotora, mejor, retroexcavadora minera» y la confianza inversionista «saquen a Colombia del atraso».

Pero desde 2008 se ha generado un nuevo auge del movimiento de masas. Una nueva generación de colombianos están indignados por los aberrantes chanchullos a costa de su salud, las condiciones laborales han empeorado, los trabajadores estatales no agacharon la cabeza, 60.000 indígenas marcharon a Bogotá para denunciar la precariedad en que viven, y de lo más valiente y admirable, los familiares de las víctimas del terrorismo de Estado colombiano han plantado cara y no les amedrenta seguir el camino de sus familiares inmolados.

G. 2010: Santos intenta un nuevo consenso por medio de la «Unidad Nacional».

Empezamos la década de 2010 con un Presidente, Juan Manuel Santos, que intenta reestructurar un consenso a partir de su «Unidad Nacional», la cual, simbólicamente se inauguró mediante un rito indígena en la Sierra Nevada, mientras en la Vicepresidencia ponía a un ex sindicalista y se acercaba a verdes y progresistas, dejando por fuera de esta manguala solamente la izquierda representada en el Polo. Parecía que el Frente Nacional quedaba chiquito al lado de este «gran consenso» por arriba. Pero el fantasma de la guerrilla ha vuelto a aparecer. El avance del movimiento estudiantil que obligó al gobierno a recular en la reforma de la educación, la presión social que desmontó la Reforma a la justicia, la resistencia de pobladores y pescadores del Río Magdalena contra la Represa de El Quimbo, el movimiento obrero en Puerto Gaitán, entre muchos, han hecho que las clases dominantes estén dudando entre negociar o volver a buscar a un mesías como Uribe.

Las recientes movilizaciones contra la «locomotora minera», la lucha de los indígenas paeces, que en un acto valiente y audaz, expulsaron a un grupo de militares de su territorio, han sido el escenario que ha puesto a prueba a las clases dominantes y al bloque popular.

El pulso de fuerzas no puede ser más trepidante.

II. CONTRADICCIONES O DIFERENCIAS EN EL MOMENTO ACTUAL

  1. En torno a la concepción del Estado y de la Constitución

Concepción del Estado

Con frecuencia se confunde la definición ideal o jurídica del Estado y la existencia real y material de éste.

Definiciones ideales las hay muchas desde que se formuló el famoso «Contrato Social», pero tomemos la más común: «Organización política que constituye una nación, integrada por el territorio, la población y el poder soberano». [3] En esta definición las fuerzas armadas están para garantizar la soberanía y defensa del territorio en caso de agresiones extranjeras y el resto de instituciones estarían para cubrir y garantizar las necesidades elementales del pueblo (salud, educación, vivienda, empleo, derechos civiles, seguridad, etc.), entendido el pueblo como el conjunto de todos los ciudadanos.

Esta concepción de Estado, heredada de la Revolución francesa, no reconoce la existencia de la lucha de clases, la individualiza, pues el Estado aparece como la suma de la voluntad individual de cada ser humano. Fue una concepción forjada en la lucha política contra la muy segmentada sociedad feudal en el que la nobleza, el clero y el pueblo llano ocupaban compartimentos estancos.

Pero el Estado no es una definición de un texto doctrinal o de un articulado constitucional. Es una realidad material resultado de la lucha de clases. El Estado capitalista «no debe ser considerado como una entidad intrínseca, sino…como una relación, más exactamente como la condensación material de una relación de fuerzas entre clases y fracciones de clase…» [4]

Es decir, el Estado está atravesado por la lucha de clases y, de hecho, es fruto de ella, no es un ente monolítico, pero su cúspide y sus poderes públicos reproducen y defienden los intereses de la clase y las fracciones de clase que está en el poder.

Esto nos lleva a los conceptos de legalidad y legitimidad. Dos categorías mal interpretadas, a veces por desconocimiento, a veces por mala fe. La legalidad del Estado es su inserción o sometimiento a un conjunto de normas con efecto vinculante: la ley. La legitimidad del Estado es el grado de aceptación, de consenso, existente entre el conjunto del pueblo: la simpatía que genera en nuestros corazones.

Una legalidad sin legitimidad se convierte en tiranía. Una legitimidad sin legalidad es terreno propicio para el descalabro social. Lo más grave del Estado colombiano en este sentido, es que es ilegal e ilegítimo a la vez.

Ilegal porque sus poderes públicos, sus cuerpos y fuerzas de seguridad violan su propio ordenamiento jurídico y constitucional, atropellan, matan, roban, sin el más mínimo pudor y ante la más flagrante impunidad y connivencia de los organismos de control: la mayoría de los crímenes en los que han participado agentes del Estado están impunes o sus enjuiciados están libres por vencimiento de términos.

Ilegítimo porque la población no encuentra en él a un ente que, pese a su origen de clase, cumpla roles de asistencia y protección, sino por el contrario ve a una maquinaria que esquilma al ciudadano del común y favorece a los adinerados. Tenemos el garrote sin ni siquiera un poco de zanahoria.

¿Cuál es el efecto práctico de esta confusión? Que como teóricamente el Estado abstracto e ideal es quien debe monopolizar el uso de la violencia, es lícito que el Estado real recorra el territorio colombiano y por lo tanto todos los ciudadanos deben someterse a su coerción, so pena de ser acusados de sedición, asonada o terrorismo. Que los policías o soldados impiden la movilización de una comunidad que protesta contra un megaproyecto, no importa, ellos, los uniformados, representan el sumo poder del Estado: es lo que dicen cantidad de politólogos e intelectuales a sueldo de la burguesía.

El único control efectivo en contra de la violencia del Estado y del bloque en el poder no se encuentra en ficciones jurídicas sino en la capacidad real de los sectores populares, en el terreno de la lucha de clases, de ponerle freno mediante su movilización y lucha. Y las reformas legales que se persiguen, tendrán solamente validez si estas representan en la práctica el equilibrio real de fuerzas en la lucha de clases -esto explica el desfase entre una Constitución liberal como la de 1991 con la práctica arbitraria del ejercicio del poder. Como dice un famoso proverbio haitiano, mientras la Constitución es de papel, los fusiles son de hierro.

Concepción de la Constitución

En Colombia la ley de leyes se ha convertido en una serie de buenos propósitos, pero sin efectos inmediatos y vinculantes que cambie el estado de cosas.

Escrita en los términos generales de las leyes en el capitalismo y haciéndose eco de profundas reivindicaciones sociales, pero redactadas en el texto constitucional con el prisma de la ideología de la clase dominante, su impacto ha sido enorme en el devenir de la izquierda colombiana. Los sectores populares cada vez están más disgregados, pues, supuestamente, deben supeditar la lucha por sus propias reivindicaciones o por el cambio social, a la defensa de lo que ya está previsto en la Constitución o en la Ley tal… entonces lo que toca es pedir que se cumpla la Constitución o la Ley y justamente estos mismos textos legales autorizan a que la bota militar y policial calmen los «delirios constitucionales de los amotinados».

Aparentemente, y si se le compara de manera formal con la constitución de 1886, la Constitución de 1991 representaría algunos avances democráticos, que en realidad nunca han pasado de ser papel mojado, lo cual puede constatarse no con la promulgación de leyes o decretos, que en un país en el que predomina la ficción jurídica es algo cotidiano, sino con los duros hechos de la realidad de los últimos 20 años.

Durante este lapso de tiempo ha aumentado la desigualdad, la concentración de la riqueza en pocas manos, tanto en el campo como en la ciudad, se generalizó el modelo paramilitar, se incrementó el clientelismo, se han asesinado y masacrado a miles de colombianos humildes. Todos estos factores objetivos no pueden olvidarse a la hora de explicar la permanencia del conflicto social y armado, y, sobre todo, porque las clases dominantes de este país nunca han querido resolver la demanda histórica del campesinado por la tierra, uno de los componentes esenciales del conflicto colombiano.

En estas condiciones, es válido preguntarse ¿la defensa de la Constitución de 1991 puede seguir siendo el horizonte de la izquierda colombiana? ¿Nos podemos limitar a oponernos a los ataques de la extrema derecha a la Constitución, cuando todo el proyecto neoliberal y aperturista que se ha impuesto en Colombia se sustenta en esa Constitución?

En rigor, la Asamblea Constituyente de 1991 instala una visión funcionalista en parte de la izquierda, un cierto cretinismo constitucional y jurídico: defensa de la legalidad, del Estado, de la Constitución al margen de la dinámica de clases que representa. En este sentido, esa Constitución ha sido exitosa para dividir al movimiento popular, escalar el conflicto social y armado y cooptar a la gente, en torno a una pretendida solución legal y jurídica de los problemas, como acontece con el tan alabado mecanismo de la tutela.

B. ¿»Conflicto social vs Conflicto armado»?

Divide y reinarás. Si el Terrorismo de Estado quiso cortar de raíz el movimiento popular y quitarle el agua al pez guerrillero, en lo ideológico se emprendió una campaña, que aupada por una ilusión de neutralidad en ciertos sectores sociales, fragmentó el conflicto colombiano entre conflicto social y conflicto armado, como si no existiera ninguna relación entre ambas expresiones de un mismo conflicto de fondo.

Es obvio que ambos tienen cadencias distintas y gozan de una «relativa autonomía», pero ellos están totalmente entrelazados. Como lo expresa un dirigente de la ANUC-UR:

«El conflicto que hoy enfrentamos tiene profundas raíces, deviene de años, de siglos, de resistencia (…) Pero sobretodo deviene de la forma en que se construyó el Estado colombiano, a través de la guerra, del exterminio, del despojo (…) por eso decimos que en Colombia existe un conflicto social y armado, social por las causas estructurales y armado porque la guerra es la forma específica en que en los últimos 40 años se construyó, al menos hegemónicamente, la política (…) El conflicto armado no es ajeno a las causas por las cuales luchamos; y aunque la degradación del mismo ha hecho que una parte de la expresión insurgente se rija por las lógicas militaristas y autoritarias, es más perversa la lógica del Estado que ha ubicado en la guerra la justificación de su estrategia para continuar excluyendo la población y arrebatando hoy más que nunca nuestros recursos naturales» («Memorias de la Tercera Mesa Nacional Indígena de Paz y Derechos Humanos», CNIP, 2006, pp.71-72)

El problema está en que esta falsa segmentación se estampó en la mente de un buen número de luchadores después de enterrar a muchos de sus compañeros, asesinados por la guerra sucia. La solución del conflicto armado es indisoluble de la solución al conflicto social y viceversa, pero esto sólo puede ser apreciado mediante un análisis sereno de las raíces objetivas del conflicto y de la identidad de intereses que persiguen los distintos sectores del bloque oprimido, aún cuando opten por formas de lucha totalmente diferentes: es por eso que las banderas de la solución política son transversales y permiten la construcción de un espacio para discutir la solución a los problemas estructurales de Colombia.

Esta errónea dicotomía se hace más dañina a la hora de describir a los actores del conflicto armado.

  • El Estado y sus Fuerzas Armadas

Se les concibe como entes dotados de legalidad y legitimidad, solo que algunas «manzanas podridas» se venden al paramilitarismo o al narcotráfico.

  • Los paramilitares

Ejércitos privados, financiados por el narcotráfico y por algún ganadero o industrial exaltado. Están al margen de la ley y se «supone» son perseguidos por el Estado.

  • La guerrilla

Un grupo de «bestias y delincuentes», cuyo único propósito es su auto sostenimiento convirtiéndose en una organización criminal que se financia por medio del narcotráfico y que abandonó sus ideales.

– – – –

La anterior descripción, simplista por cierto, ha sido machacada hasta la saciedad por el establecimiento hasta convertirse en punto común en importantes sectores populares, entre otras cosas, por el papel de los medios de comunicación y por la acción de reconocidos intelectuales y líderes sociales que la propalan con especial ahínco.

Olvidan que la lucha de clases es el motor de la historia y del desarrollo de las sociedades. Que para lograr sus objetivos las clases con intereses afines se unen formando bloques. El Bloque dominante que quiere conservar el poder y el Bloque dominado que quiere disputarlo, transformarlo o conquistarlo.

En el Bloque dominante intervienen la burguesía (grandes industriales, financistas, latifundistas, ganaderos), la pequeña y mediana burguesía que se identifica con los intereses de ésta, el Estado (muy especialmente sus fuerzas militares y cuerpos de seguridad), las multinacionales, las metrópolis imperiales y por supuesto el paramilitarismo, que en estrecha alianza con las fuerzas armadas gubernamentales, han constituido toda una estrategia de Terrorismo de Estado. En esta estrategia han intervenido desde el Presidente, pasando por Ministros, funcionarios, medios de comunicación nacionales e internacionales, el Pentágono, la CIA, etc. El mensaje, entre otros, ha sido claro: para acabar con el «terrorismo malo» hay que aplicar otro «terrorismo no tan malo»: la tesis del mal menor. O como también se ha dicho a raíz del debate por el fuero militar, que no se puede ganar la guerra sucia con armas limpias.

En el Bloque dominado están la clase obrera, los campesinos, la pequeña y mediana burguesía arruinada por la gran burguesía, las minorías étnicas, alguno que otro burgués empobrecido por la competencia capitalista o con una gran conciencia ética y los grupos guerrilleros cuyos miembros, estemos o no de acuerdo con su opción de lucha, están ofrendando sus vidas y su tranquilidad por la consecución de una Colombia más justa y equitativa -de ello dan fe no solo sus programas sino el trabajo social (organizaciones comunitarias, construcción de carreteras, escuelas, mejoras en la producción, etc.) que han hecho a lo largo de su historia y que han sido duramente golpeados por el Terrorismo de Estado.

Esta concepción de lucha de clases y de lucha de bloques ha sido distorsionada por el discurso dominante, haciendo creer que lo que existen son luchas particulares entre sectores de uno y otro bloque, en medio del cual está el Estado, que con escasos recursos, intenta interceder y que por supuesto se encuentra en medio de formidables enemigos, los «actores armados», los cuales hay que aniquilar y aislar a toda costa. Esta ideología que emana del bloque en el poder, encuentra eco en la visión funcionalista que se ha impuesto en no pocos sectores de los movimientos sociales y de la izquierda que, vendados sus ojos por la Constitución de 1991, pretenden que la contradicción real es entre legales e ilegales, independiente de los objetivos, motivaciones o extracción social de éstos, diluyendo de esta manera el carácter profundamente político del conflicto.

C. BUSCANDO PUNTOS DE UNIDAD EN EL MOMENTO ACTUAL A. La lucha por intereses comunes

Creemos que la unidad no solamente es positiva para avanzar en la conquista de las reivindicaciones históricas del bloque oprimido en Colombia; la unidad se vuelve absolutamente necesaria para lograr estas conquistas y es por ello que el bloque dominante se ha puesto como tarea primordial impedir los escenarios de unidad de los sectores populares, como se desprende de los documentos de la DASpolítica y de los manuales de contrainteligencia del Ejército. Existe, sin embargo, todo un camino recorrido. La lucha contra el TLC; por una reforma sanitaria, laboral; por la defensa de las libertades civiles; por el respeto y reconocimiento a los derechos de las minorías étnicas. En fin que la lista de intereses comunes se ha ido esculpiendo en nuestras conciencias al calor de la lucha.

Es muy fácil hoy encontrar los puntos que dividen al pueblo en lucha. Hay diversas tradiciones, sensibilidades y formas de entender la lucha que se han contrapuesto, no con pocas contradicciones, en décadas de compleja formación del movimiento popular. Las diferencias son reales, existen, y debemos abordarlas con pedagogía, tomando difíciles pero necesarias distancias y, sobretodo, con gran generosidad, entendiendo la importancia de lo que colectivamente nos estamos jugando todos. Es una tarea de primer orden, por tanto, salir al paso a las fuerzas centrífugas en la izquierda y buscar los puntos, por mínimos que sean, de unidad, que nos permitan hoy enfrentarnos al bloque en el poder y a su proyecto de guerra sucia y saqueo.

B. Un funcionamiento en el que prime la democracia, la consecuencia de los dirigentes y la crítica y autocrítica

Está claro que una vez establecidos los objetivos y los programas comunes que se obtendrán por medio de la lucha, es importantísimo que nuestro funcionamiento cotidiano cuente con herramientas de trabajo que nos cohesionen a todos, ellas son la democracia, la consecuencia de los líderes y la crítica y la autocrítica.

La democracia porque es con su ejercicio que las masas se cualifican, aprenden a captar la dimensión y el costo de sus propósitos.

La consecuencia de los líderes o representantes elegidos democráticamente significa que deben ser fieles a lo aprobado democráticamente y si por la dinámica de la lucha hay que tomar decisiones imprevistas, deberán existir mecanismos de consulta a las bases rápidos y eficaces.

La crítica y autocrítica porque es el instrumento que permite corregir nuestros errores y fortalecer nuestros aciertos; deberá ser fraterna pero concreta entre los luchadores populares.

C. De respeto a la pluralidad de tradiciones de lucha, organización y resistencia

Una cosa si es clara, en el campo y en las ciudades la lucha de clases ha sido permanente, y por el lado de los subalternos han luchado tanto los obreros, los estudiantes, los indígenas, los campesinos, incluyendo a la población afro de varias regiones del territorio colombiano.

La lucha de los explotados ha obtenido algunos logros cuando se pudieron relacionar los intereses de campesinos e indígenas con los obreros y estudiantes, como sucedió de alguna manera en la década de 1970, y no ha avanzado tanto cuando las luchas se han dado por separado, o peor aún, cuando incluso se ha dado el caso de luchas fratricidas entre el mismo pueblo, como parecen presentarse hoy otra vez en algunas zonas del país.

D. Respeto por quienes responden de hecho a las agresiones del capital y de sus servidores

La acción de hecho, la cual es frecuentemente utilizada por el Estado, florece en la lucha también por la iniciativa popular. La expulsión de los militares del cerro Berlín en el Cauca constituye un excelente ejemplo.

El caso es que la acción de hecho, es prima hermana de la acción armada. Para citar un ejemplo distante, al cual podemos mirar de manera más fría y objetiva ¿Cómo calificar el uso de «bazucas» artesanales por parte de los obreros mineros en Asturias, España, elaboradas con un tubo metálico cualquiera y alimentadas con cohetes pirotécnicos que se compran en cualquier tienda, para defenderse de las cargas policiales? Los cócteles molotov y las «bombas papas» han sido herramientas «naturales» para defenderse de la brutalidad policial en Colombia.

Quienes se alzan en armas contra el régimen establecido también tienen sus razones, las cuales tenemos que escuchar, estemos o no en acuerdo con esa táctica de lucha. Sin embargo, su accionar no debe ir en contravía de los intereses populares; a la vez, por evitar la respuesta escarmentadora y asesina de la clase dominante, no podemos terminar repudiándola sin más o estableciendo falsas simetrías tan en boga, como «repudiar la violencia venga de donde venga», independiente de contextos o motivaciones.

Censurar la acción de hecho o la respuesta armada, es condenarnos a tener un yugo por los siglos de los siglos. La iniciativa más pacífica, más prudente, será calificada de subversiva cuando vaya en contra de los intereses del capital. Hace 30 ó 40 años se decía que las protestas populares eran promovidas por «agentes a sueldo del comunismo internacional». Hoy se dice que son impulsadas por «infiltrados de la guerrilla». De cualquier manera los burgueses enviarán su maquinaria de destrucción y muerte para que el «orden, su orden», sea restaurado, sin importar si quienes les interpelan lo hagan con armas o sin ellas. De ello, las luchas cívicas del siglo XX han dado sobradas pruebas.

E. Lucha por la solución política del conflicto social y armado

Es cierto que los colombianos estamos «mamados» (cansados) de tanto derramamiento de sangre; de tanta pobreza; de tantas muertes por enfermedades curables y de aquellas que han tenido como antesala el hambre, el más desgarrador tránsito de un ser vivo; de tanta esclavitud laboral en campos y ciudades.

Queremos que esta guerra civil no declarada, pero no por ello menos real, se acabe de una vez por todas. Pero sectores de la burguesía, las fuerzas armadas (más de 500.000 efectivos para perseguir a 20.000 guerrilleros y sofocar a las nutridas masas que salen a protestar) que gozan de jugosas prebendas y el Pentágono, no están de acuerdo con acabar el conflicto, pues la guerra y la confrontación mueve miles de millones, genera ganancias exorbitantes y al fin y al cabo están ganando ellos en la medida en que cada vez se pagan menos salarios a los trabajadores y cada vez más hay que comprarlo todo, incluidos los servicios esenciales que obligatoriamente debe prestar el Estado. No debemos olvidar que esta guerra, ante todo, es contra los bolsillos de los campesinos y de los trabajadores, como se comprueba al ver la correlación estrecha que existe entre acumulación de Capital y escalamiento del conflicto en Colombia.

Durante toda nuestra existencia republicana la respuesta privilegiada del Estado y la burguesía colombiana al clamor del pueblo ha sido la violencia sistemática, oficial, letal. A las reivindicaciones obreras y campesinas de comienzos del siglo XX respondió con la Masacre de las Bananeras; a los intentos reformistas de los treinta y los cuarenta los silenció con la Violencia; al auge revolucionario de las masas, de los sesenta a los ochenta, intentó neutralizarlos con el Terrorismo de Estado desencadenado en los últimos 25 años. Sumando los muertos de la época de la Violencia con los que ha producido el conflicto hasta hoy el resultado es escabroso: más de medio millón. La mera violencia, tanto social como política, ha dejado en Colombia, en los últimos 25 años, la aterradora cifra de 617.000 muertos. [5]

La burguesía y el Estado colombiano están en deuda con el pueblo: la pueden pagar negociando o pueden seguir continuando su engranaje de destrucción y muerte con tal de no ceder nada.

Es hora de la solución negociada al conflicto social y armado, solución que es el horizonte estratégico en el cual deben confluir las distintas tradiciones de lucha, de organización y de resistencia. ¡Qué paradoja!, para conquistar la paz habrá que prepararse para librar una lucha con dientes y uñas en contra de una oligarquía sanguinaria y miope.

Por último reconocer que muchos son los componentes de la unidad, pero hay un requisito, que sin él todo lo demás se desmoronaría: «la unidad es por la base y al calor de la lucha revolucionaria», lo dijo Camilo Torres.

Esperamos que estas notas sirvan para el proceso de discusión que hoy adelantan los sectores populares que apuestan por mayores niveles de unidad. Esta tendencia a unificar las luchas y los tejidos de resistencia demuestra que, tal vez, algo hemos aprendido de una historia de conflictos, disputas y sectarismos. Huelga aclarar que el ánimo que nos anima a este esfuerzo colectivo es el de contribuir con un granito de arena a esta construcción y no profundizar odiosidades. Deseamos el mayor de los éxitos al Encuentro Nacional de Unidad Popular y dejamos nuestra mano tendida para aportar a ese proceso en la medida de nuestras posibilidades.

(*) Advertencia: este Grupo de debate solo publicará sus escritos por medio de la s página s web de La Pluma y de Rebelión. Cualquier reproducción, sea total o parcial, debe incluir la fuente.


NOTAS:

[1] Zuleta, Estanislao. Conferencia sobre Historia Económica de Colombia, pág. 117. Hombre nuevo Editores V Edición, 2008

[2] http://es.wikipedia.org/wiki/Masacre_de_las_Bananeras

[3] Diccionario Jurídico Básico. 2ª edición, Colex, Barcelona, 2006, pg. 169

[4] Poulantzas, Nicos. Estado, poder y socialismo. Ed Siglo XXI, 7ª ed., México, 1987, pg. 154

[5] http://webgw48.mobile.bf1.yahoo.com/w/legobpengine/news/incierto-camino-la-paz-colombiana-pese-reforma-constitucional-091423623.html?.b=populares&.ts=1343773868&.intl=us&.lang=es-us&.ysid=Ue6bANUpSLV1SiRX_PZWaR.h

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