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Un problema que toca a todos

Nuestra casa común, la Tierra, está en peligro

Fuentes: Rebelión

« No entiendo por qué nos matan a nosotros y destruyen nuestros bosques sacando petróleo para alimentar carros y más carros en una ciudad ya atestada de carros como Nueva York «. Dirigente indígena ecuatoriano La «Flor de las Indias», como las llamara Marco Polo cuando las conoció, es decir: las mil doscientas pequeñas islas […]

« No entiendo por qué nos matan a nosotros y destruyen nuestros bosques sacando petróleo para alimentar carros y más carros en una ciudad ya atestada de carros como Nueva York «.

Dirigente indígena ecuatoriano

La «Flor de las Indias», como las llamara Marco Polo cuando las conoció, es decir: las mil doscientas pequeñas islas e islotes de coral desperdigadas por el Océano Indico más conocidas como Islas Maldivas, con sus 225.000 habitantes (hoy día paraíso turístico… para quienes pueden pagar el viaje), están condenadas a desaparecer bajo las aguas oceánicas en un lapso no mayor de 50 años si continúa el calentamiento global de nuestro planeta -fundamentalmente debido a la sobreemisión de gases de efecto invernadero, en especial de dióxido de carbono (CO2)- y el consecuente derretimiento de casquetes polares y glaciares con el subsiguiente aumento de la masa líquida de la superficie terrestre. Lo curioso -¿tragicómico?, ¿incomprensible?- es que los habitantes de esta región geográfica no han vertido prácticamente ni un gramo de este agente contaminante.

La globalización -término hoy «demasiado» de moda; en todo caso, eufemismo por decir «triunfo del capitalismo sobre las primeras experiencias socialistas»- es un proceso no sólo económico. Es más: si queremos extremar el concepto, donde más podemos verla, sufrirla incluso, es en la perspectiva ecológica que viene trayendo el nuevo modelo de producción industrial surgido hace doscientos años, hoy triunfador absoluto en todo el mundo. La globalización, en términos estrictos, es ante todo la mundialización de los problemas medioambientales, de los que nadie, en ningún punto del globo, puede sustraerse (tal como nos lo ilustra el ejemplo de apertura).

Por tanto, la solución a esa degradación de nuestra casa común -el planeta Tierra- que desde hace algunos años se viene dando con una velocidad vertiginosa, es más que un problema técnico: es político, y no hay ser humano sobre la faz del planeta que no tenga que ver con él. Así como nadie escapa a la publicidad comercial que inunda el globo, así, mucho más aún, nadie escapa al efecto invernadero negativo, a la lluvia ácida, a la desertificación y a la falta de agua potable; en ningún área del quehacer humano puede verse más claramente la globalización que en el campo de la ecología. Y al mismo tiempo, en ningún campo de acción en torno a grandes problemas humanos se encuentran respuestas más comunes, más globalizadas que en lo tocante a nuestro compartido desastre medioambiental. Un habitante de las Maldivas, consumiendo 100 veces menos que un estadounidense o un europeo, está tanto o más afectado que ellos por los modelos de desarrollo injustos y depredadores que envuelven a toda la humanidad. Dicho muy rápidamente: o nos salvamos todos, o no se salva nadie.

Quizá en un primer abordaje del asunto del desastre ecológico que padecemos, podríamos estar tentados a considerarlo como consecuencia de factores exclusivamente ligados a la tecnología, solucionables también en términos puramente técnicos. Pero la tecnología es un hecho altamente político. Si nuestra forma de concebir e impulsar la productividad del trabajo se da en el marco del actual modelo de desarrollo (sin dudas bastante contrario al equilibrio ecológico), ello es, ante todo, un hecho político, un hecho que nos habla de cómo establecemos las relaciones sociales y con el medio circundante.

La industria moderna, hija del capitalismo, ha transformado profundamente la historia humana. En el corto período en que la producción capitalista se enseñoreó en el mundo -estos últimos dos siglos, desde la británica máquina de vapor de James Watt en adelante- la humanidad avanzó técnicamente lo que no había hecho en su ya dilatada existencia de dos millones y medio de años. En principio podría saludarse ese salto adelante como un gran paso en la resolución de ancestrales problemas: desde que la tecnología se basa en la ciencia que abre el Renacimiento europeo con su visión matematizable del mundo y la primacía del concepto como llave para entender y actuar sobre la realidad, se han comenzado a resolver cuellos de botella. La vida cambió sustancialmente con estas transformaciones, se hizo más cómoda, menos sujeta al azar de la naturaleza.

Pero esa modificación en la productividad no dio como resultado solamente un bienestar generalizado. Concebida como está, la producción es, ante todo, mercantil. Por tanto, lo que la anima no es sólo la satisfacción de necesidades, sino el lucro. Más aún: la razón misma de la producción pasó a ser la ganancia; se produce para obtener beneficios económicos. A partir de esta clave esencial puede entenderse la historia que transcurrió en este corto tiempo desde la máquina de vapor de mediados del siglo XVIII a nuestros días; la historia del capitalismo (europeo primero, americano luego, igualmente el japonés, hoy día extendido planetariamente) no es otra cosa que la obsesiva búsqueda del lucro, no importando el costo. Si para obtener ganancia hay que sacrificar pueblos enteros, diezmarlos, esclavizarlos, e igualmente hay que depredar en forma inmisericorde el medio natural, ello no cuenta. La loca sed de ganancias no mide consecuencias.

Hoy día, dos siglos después de puesto en marcha ese modelo, la humanidad en su conjunto paga las consecuencias. ¿Se merecen los habitantes de las Maldivas desaparecer bajo las aguas porque en Los Ángeles, Estados Unidos, hay un promedio de un automóvil de combustión interna por persona arrojando dióxido de carbono, o porque los ciudadanos estadounidenses económicamente más privilegiados consumen más de 100 litros diarios de agua, mientras uno en el África debe conformarse sólo con uno? ¿Se merece cualquier habitante del planeta tener 13 veces más riesgo de contraer cáncer de piel a partir del adelgazamiento de la capa de ozono que cien años atrás por el hecho de tener cerveza fría en la refrigeradora? ¿Es éticamente aceptable que un perrito de un hogar del «civilizado» primer mundo consuma un promedio anual de carne roja superior al de un habitante del Sur o que tenga servicios psicológicos mientras en otros países faltan vacunas básicas… ¡o comida!?

Aunque hay alimentos en cantidades inimaginables, viviendas cada vez más confortables y seguras, comunicaciones rapidísimas, expectativas de vida más prolongadas, más tiempo libre para la recreación, etc., etc., la matriz básica con que el capitalismo se plantea el proyecto en juego no es sustentable a largo plazo: importa más la mercancía y su comercialización que el sujeto para quien va destinada. Si realmente hubiera interés en lo humano, en el otro de carne y hueso que es nuestro semejante, nadie debería pasar hambre, ni faltarle agua, ni sufrir con enfermedades que la técnica está en condiciones de vencer. En definitiva, se ha creado un monstruo; si lo que prima es vender, la industria relega la calidad de la vida como especie en función de seguir obteniendo ganancia. Para que un 20 % de la humanidad consuma sin miramientos, un 80 % ve agotarse sus recursos. Y el planeta, la casa común que es la fuente de materia prima para que nuestro trabajo genere la riqueza social, se relega igualmente. Consecuencia: el mundo se va tornando invivible. Peligroso, sumamente peligroso incluso.

La cada vez más alarmante falta de agua dulce, la degradación de los suelos, los químicos tóxicos que inundan el planeta, la desertificación, el calentamiento global, el adelgazamiento de la capa de ozono, el efecto invernadero negativo, los desechos atómicos, son problemas de magnitud global a los que ningún habitante de la humanidad en su conjunto puede escapar. Todo ello es, claramente, un problema político y no sólo técnico. Y es en la arena política -las relaciones de poder, las relaciones de fuerza social entre los diferentes grupos- donde puede encontrar soluciones.

En el Foro Mundial de Ministros de Medio Ambiente reunido en la ciudad de Malmoe, Suecia, en mayo del 2000 en el marco del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), se reconocieron en la llamada Declaración de Malmoe que las causas de la degradación del medio ambiente global están inmersas en problemas sociales y económicos tales como la pobreza generalizada, los patrones de producción y consumo no sustentables, la desigualdad en la distribución de las riquezas y la carga de la deuda externa de los países pobres.

En otros términos, vemos que la destrucción del medio ambiente responde a causas eminentemente humanas, a la forma en que las sociedades se organizan y establecen las relaciones de poder; en definitiva: a motivos políticos. El modelo industrial surgido con el capitalismo y con la ciencia occidental moderna, además de producir un salto tecnológico sin precedentes (quizá más que la aparición de la agricultura, o de la rueda o la navegación a vela) generó también problemas de magnitud descomunal. El poder de destrucción -y de autodestrucción- alcanzado por la especie humana creció también en forma exponencial, por lo que las posibilidades de autodesaparecernos son cada vez más grandes. Valga agregar que la totalidad del poder atómico con fines militares generado en la actualidad -alrededor de 14.000 ojivas nucleares, detentando Washington casi la mitad, cada una de ellas equivalente a 20 bombas de las arrojadas sobre Hiroshima- posibilitaría generar una explosión cuya onda expansiva llegaría hasta la órbita de Plutón; proeza técnica, sin dudas, pero que no termina con el hambre, nuestra principal causa de muerte todavía.

En otros términos: el desprecio moderno por el medio ambiente que nos lega el capitalismo de Europa se ha instalado con una soberbia aterradora. Los esquemas que utilizó, o utilizan, las experiencias socialistas no le dieron un mejor trato a nuestra común, el planeta, que lo que le dio el capitalismo.

Lo cual reafirma que occidente y la idea de desarrollo que ahí se gestó están en franca desventaja con otras culturas (orientales, americanas precolombinas, africanas) en relación a la cosmovisión de la naturaleza, y por tanto al vínculo establecido entre ser humano y medio natural. El desastre ecológico en que vivimos no es sino parte del desastre social que nos agobia. Si el desarrollo no es sustentable en el tiempo y centrado en el sujeto concreto de carne y hueso que somos, no es desarrollo. Si se puede destruir el lejano Plutón pero no se puede asegurar la vida de los habitantes de las Maldivas porque la idea de desarrollo no los contempla, porque no son «viables», entonces hay que cambiar ese modelo, por inservible. Es una pura cuestión de sobrevivencia como especie.

A no ser que haya sectores sociales -detentadores de omnímodos poderes, por cierto- que ya estén apostando por una vida fuera de este planeta, contaminado, lleno de «pobres», sin solución en definitiva. Pero los que no hacemos voto por ello, los mortales de a pie, los que creemos que es más importante un habitante de las Maldivas que cambiar el automóvil cada año, los que no queremos morir de un evitable cáncer de piel, o tapados por el derretimiento de los hielos polares, tenemos mucho por seguir luchando aún. El problema de nuestra casa común nos toca a todos. Todos, entonces, podemos -tenemos- que hacer algo. Involucrarse en estos asuntos es, definitivamente, hacer política. Votar cada tanto tiempo para que nuestros representantes nos ¿representen? y arreglen las cosas, no parece la mejor manera de hacer la política.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.