Con su actitud guerrerista y el mal sabor que parece producirle todo lo que no sean cruzadas de exterminio contra la selectiva lista de enemigos de «su patria», a nadie en Colombia mejor que al político y expresidente Uribe le cae como anillo al dedo esta sentencia del francés Jean Le Ront D’Alembert: «La guerra […]
Con su actitud guerrerista y el mal sabor que parece producirle todo lo que no sean cruzadas de exterminio contra la selectiva lista de enemigos de «su patria», a nadie en Colombia mejor que al político y expresidente Uribe le cae como anillo al dedo esta sentencia del francés Jean Le Ront D’Alembert: «La guerra es el arte de destruir hombres; la política, el de engañarlos.» O esta otra de Guy de Maupassant, a quien como él ha sabido manipular hasta la saciedad los «huevitos» y la «patria»: «El patriotismo es el huevo de donde nacen las guerras», frase ésta que por fin me permitió entender aquella manía suya por restregar hasta el cansancio lo de los tres huevitos, una idiota simbología de cursi factura infantil.
Los enemigos de la paz, él, o todos los que con él lo son, tienen la forma, el fondo y la esencia del más azaroso conservadurismo político. Y esta conclusión resulta tan obvia, como obvio es decir que aquellos que se oponen a la paz podrían llegar a ser tan criminales como los mismos criminales a quienes ellos señalan de terroristas y violentos. Poco les importa el horror de la guerra, e identificarlos no nos cuesta ningún esfuerzo porque desde su trinchera de extrema y deshumanizada derecha, lo vociferan sin descanso con sus constantes pendencieras catilinarias de guerra. Y se retratan en ellas, por lo que se les ve siempre con esa falsa altivez triunfalista, su rostro duro y sus quijadas desencajadas por el afán de la bronca y la vindicta.
Para él, para ellos, la única suerte guerrillera es simplemente el exterminio, así simplemente y sin alternativa. Para el paramilitarismo, en cambio, la concesión de penas irrisorias por sus masacres, o la extradición para acallar sus voces en Colombia.
¡Qué de enormidades las de este señor!
¡Qué «inteligencia superior» al servicio de la malevolencia!
«Si yo soy soldado, policía, o suboficial», vocifera, «y veo que los comandantes que hasta hace pocos días me incitaban a combatir a los terroristas y ahora veo que están negociando con ellos, yo de pronto desatiendo la instrucción del Presidente». ¿No es esto un llamado a la insubordinación de los «soldados y policías de la patria»? Frases como ésta de desafiante tinte subversivo y de puro sabor anarquista se descuelgan semana tras semana desde su irascible Twitter, surtidor prolífico de ideas y razones descompuestas, machacadas por él con fruición tras saberse acompañado por el eco alborozado e irresponsable que de todo lo suyo hacen algunos medios a cada una de sus despotricadas. Pero esta afirmación de desobediencia a la Constitución y las leyes, engendro de la más cavernaria postura de extrema derecha, parece no inspirarles miedo y repulsión a quienes dicen admirarle como político y gobernante.
Producto de su obsesiva confrontación personal con la guerrilla de las Farc, todo lo que dice y hace va dirigido a minar cualquier proceso que pueda desembocar en la paz.
Su «amor» a la «patria» y la salvaguardia de sus tres «huevitos», están por encima de la paz de Colombia.
Tal es su desvarío, que sin inmutarse practica olímpicamente aquello de que quien no esté conmigo, está contra mí, y yo soy la razón y la verdad, y quien así no lo admita, ejerce de impío. Y un ejemplo de cómo a puesto a su servicio el maniqueísmo y las tergiversaciones hasta para sus propias contradicciones, lo trae a colación Pedro Medellín en su columna de El Tiempo:
«Incluso, debería recordar que desde el momento mismo en que asumió la presidencia, Uribe propuso un modelo de negociación con los paramilitares mucho más laxo que el que propone Santos para los guerrilleros. Basta con constatar que, en el proyecto de referendo que presentó al Congreso el 7 de agosto del 2002, en un parágrafo a la pregunta 7, decía: «Con el fin de facilitar la reincorporación a la vida civil de los grupos armados al margen de la ley que se encuentren vinculados decididamente a un proceso de paz bajo la dirección del Gobierno, este podrá establecer, por una sola vez, circunscripciones especiales de paz para las elecciones a corporaciones públicas, que se realicen antes del 7 de agosto del año 2006 o nombrar directamente por una sola vez».
¿Qué hacemos con este hombre a quien, pese a que millones de colombianos le dieron la oportunidad de ser Presidente de la República por dos veces consecutivas, la primera, democráticamente con todo y el denunciado apoyo narco-paramilitar , y la segunda, tras inmorales maniobras, considera ahora tras ocho años de poder casi dictatorial, que es él el llamado a continuar con la guerra delirante que atizó en aquellos dos periodos, habida cuenta de que, tras bombardear al Ecuador, lo que le faltó fue tiempo para bombardear a Venezuela y terminar de incendiar a Colombia?
¿Qué hacemos con este hombre que descuidó la obligación Constitucional que tienen los presidentes de buscar y preservar la paz de la República, y que ahora, cuando su sucesor se empeña en alcanzarla, se le atraviesa con el argumento de que la paz no debe negociarse con los enemigos comandantes terroristas de las Farc, pero sí con los amigos comandantes terroristas del narco-paramilitarismo?
¿Qué hacemos con un hombre lleno de odio y furor de venganza y ambición de poder perpetuo que en un país que busca desesperadamente la paz, hace y dice hasta lo indescriptible por impedirlo?
Aquí no podemos caer en el dilema de, o la guerra de Uribe o la paz de Colombia. Aquí debemos continuar con optimismo este esperanzador camino que se ha abierto, desoyendo los ladridos de los perros rabiosos atrincherados bajo su férula en la madriguera de la extrema derecha.
(*) Germán Uribe es escritor colombiano.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.