La última reforma del código penal español ha sido considerada, incluso por los medios de prensa afectos al régimen español, como la más dura desde la Transición. Efectivamente, se trata de una reforma que introduce en la legislación normas que obedecen a una doctrina penal muy alejada de la propia de las democracias liberales. Así, […]
La última reforma del código penal español ha sido considerada, incluso por los medios de prensa afectos al régimen español, como la más dura desde la Transición. Efectivamente, se trata de una reforma que introduce en la legislación normas que obedecen a una doctrina penal muy alejada de la propia de las democracias liberales. Así, por ejemplo, contempla, además del endurecimiento de numerosas penas por delitos y faltas relacionados con el orden público, la prisión indefinida «revisable» y la custodia de los presos que se consideran «peligrosos». Aunque sea de manera subrepticia para respetar al menos formalmente la Constitución y los convenios de derechos humanos firmados por España que prohiben la cadena perpetua, se introducen sustitutos «suaves» de la pena de muerte que equivalen como esta a la anulación social del individuo condenado a esas penas.
La idea que domina en esta nueva normativa no es otra que el viejo principio caro a la derecha y al conjunto del partido del orden (el stalinismo también lo introdujo en su derecho penal) cuyo enunciado popular es «quien la hace la paga». Conforme a esta máxima, de lo que se trata es de que ningún crimen quede impune, pues si así fuera la sociedad en su conjunto y la víctima en particular habrían sido gravemente dañadas sin obtener reparación. La fórmula «quien la hace la paga», cara al fundador del Partido Popular, Manuel Fraga Iribarne, así como a su maestro Carl Schmitt, es una versión populista de la principal máxima jurídico-penal del nacional-socialismo cuyo enunciado latino es «nullum crimen sine poena» (no hay crimen sin castigo). Carl Schmitt, el gran jurista que pretendió acometer la imposible tarea de dar un fundamento jurídico al nazismo, afirmaba a propósito de esta máxima:»Hoy en día, todo el mundo reconoce que la máxima «no hay crimen sin castigo» adquiere prioridad respecto de la máxima «No hay castigo sin ley» como la más alta y más firme verdad jurídica» (Carl Schmitt, Der Weg des deutschen Juristen, Deutsche Juristen-Zeitung, Vol 39, 1934, p. 693). El principio frente al que se afirma la doctrina penal nacional-socialista es el viejo principio ilustrado que inspira el derecho penal liberal «nullum crimen, nulla poena, sine lege» (Ningún crimen, ninguna pena, sin ley). Este principio clásico del derecho penal somete toda actuación judicial en materia penal a la preexistencia de una norma que defina claramente el delito, sin que sea aplicable ninguna interpretación analógica por parte del juez (Analogieverbot: prohibición de la analogía). De lo que se trata es de dar garantías al acusado frente a la posible arbitrariedad del poder dentro de una lógica liberal de protección de los derechos y libertades individuales. Es, tal como lo concibe el jurista ilustrado alemán que le dio su formulación, Paul Johann Anselm von Feuerbach, una aplicación al ámbito penal del principio de legalidad que rige en general las actuaciones de un Estado de derecho.
Frente a este planteamiento liberal, el objetivo de los penalistas del nacional-socialismo era defender a la comunidad nacional y racial frente a los delincuentes considerados como agentes potenciales de disgregación e incluso de contaminación de la comunidad racial. Este planteamiento defensivo, no ya del individuo frente al poder, sino del mismo individuo y de su comunidad -considerados como víctimas potenciales del crimen- frente a una amenaza existencial, hace necesario un cambio radical de planteamiento. Se trata ahora de «proteger a la comunidad popular –Volksgemeinschaft– frente a los criminales» (C. Schmitt, op.cit, p.693). La seguridad de la comunidad y la protección de una población de posibles víctimas requiere una actuación no sólo punitiva, sino preventiva, exige por ello mismo que no sólo se castigue el delito claramente definido, sino todos los actos que guarden con él una relación de analogía. Por ejemplo, no sólo se castigará el hurto y la complicidad con el hurto, sino cualquier tipo de justificación del hurto. Esto abre ante el juez una casi indefinida libertad de interpretación que hace de él abiertamente un instrumento político del régimen.
La lógica que domina la reforma del código penal español reintroduce esta temática de la «defensa de la sociedad» -considerada como conjunto de posibles víctimas- como principal tema inspirador del derecho penal, frente a otras consideraciones, como el primado de la legalidad, la proporcionalidad de la pena o la reeducación y reintegración en la sociedad del delincuente. Cuando la figura que pasa al primer plano es la de la víctima, por mucho que ya no se hable de una comunidad racial que haya de protegerse, la justicia abandona en buena medida el principio jurídico de legalidad en favor del principio policial de seguridad. De lo que se trata es de tener en cuenta prioritariamente a la víctima y al criminal en su especificidad, valorando por encima del enunciado de la norma, la vulnerabilidad de la víctima y la peligrosidad del criminal. Así, se aumentan las penas para aquellos delitos cuyas víctimas son mujeres, niños o ancianos, y se prolonga incluso de manera indefinida la pena de los reos que se consideran más peligrosos dando así un tratamiento particular a los reos de delitos de terrorismo o de delitos sexuales. Aunque todas estas reformas legales parezcan tener un titnte «progresista» pues algunas van encaminadas a proteger a las mujeres contra la violencia machista o a castigar los abusos sexuales contra mujeres y niños, cabe recordar que la legislación punitiva en materia sexual se ha convertido, como recuerda la jurista Marcela Iacub en un auténtico laboratorio de la excepción en materia penal. Otro laboratorio semejante es la legislación en materia de terrorismo. Hoy, los resultados de ambos confluyen en una liquidación sin precedentes de las garantías penales.
Enfrentado como está a importantes manifestaciones populares en protesta por la austeridad y la liquidación de derechos sociales, el gobierno español actual y su mayoría parlamentaria pretenden introducir en el Código Penal reformado supuestos de tan enorme amplitud que imponen al juez el uso de la analogía y lo liberan prácticamente del principio rígido de legalidad. Así «»La distribución o difusión pública, a través de cualquier medio, de mensajes o consignas que inciten a la comisión de alguno de los delitos de alteración del orden público del artículo 558 CP, o que sirvan para reforzar la decisión de llevarlos a cabo, será castigado (sic) con una pena de multa de tres a doce meses o prisión de tres meses a un año.» (nuevo artículo 559). Aparte de la enorme vaguedad del propio concepto de «orden público», la «incitación» o el «refuerzo» de la decisión de atentar contra él son conceptos tan imprecisos que sólo pueden aplicarse según el «buen criterio» del juez, informado por el criterio previo del policía que ha valorado la «peligrosidad» de los individuos que incurren en estas prácticas a la hora de denunciar los actos.
Lo peligroso de este nuevo Código Penal no es sólo su «dureza» -aunque encerrar a alguien hasta un año en la cárcel por haber apoyado una manifestación parece a todas luces excesivo- sino su imprecisión. De lo que se trata, efectivamente, no es de castigar un acto ilegal previamente definido con precisión, sino, como ya ocurría en los derechos penales totalitarios, prevenir la comisión de delitos haciendo planear una amenaza general sobre todo un sector de la población que se considera «peligroso». No se castiga, pues lo que uno hace, sino lo que uno «es». Cuando la lógica de la «peligrosidad» prevalece sobre la legalidad, el Estado de derecho que se pretende defender se convierte cada vez más en un Estado policial.
Fuente: http://iohannesmaurus.blogspot.com.es/2012/10/el-derecho-penal-de-la-crisis-y-sus.html