Para la Policía Nacional, el control de multitudes todavía significa contrainsurgencia. En vísperas del proceso de paz, urge entrenar a esta fuerza para que sea garante de una genuina deliberación ciudadana
Indignados con la Policía
La Semana de la Indignación convocó a una amplia gama de movimientos y organizaciones sociales que quisieron proyectar su visión de país y llenar de contenido la idea de la paz con justicia social.
De manera gradual, el tratamiento de la protesta fue adquiriendo un carácter violento que desembocó en los sucesos del viernes 12 de Octubre – Día de la Dignidad – y se inscribe en una tendencia de las estrategias de contención política a partir de la creación del Escuadrón Móvil Antidisturbios (ESMAD) hace 13 años.
Los hechos de violencia durante la semana pasada fueron registrados con cierta incredulidad por los medios de comunicación: además de ser ellos mismos agredidos por la policía, los periodistas percibieron esos hechos como excepcionales. Y en efecto: según las normas vigentes, la Policía Nacional es una fuerza de acompañamiento de la movilización social y garante del orden público.
Sin embargo, el ESMAD ha estado vinculado con una serie de violaciones de los derechos humanos, que incluye su presunta responsabilidad en homicidios. Algunos de estos casos han sido elevados a instancias internacionales [1].
Esto explica el disgusto creciente por parte de la Alcaldía de Bogotá con respecto a las intervenciones del escuadrón en la ciudad, reflejada en el aumento progresivo del número de detenidos y de heridos: según información de la Secretaría de Gobierno y de la Personería Distrital, las denuncias de los organizadores de las manifestaciones hablan de 71 detenidos y de 23 personas heridas (entre quienes se encuentran 3 periodistas).
Controlando multitudes
En términos de los que podría denominarse una economía del uso de la fuerza en el ejercicio de la represión, uno de los «beneficios» de crear un grupo especial de policía ha sido el de estandarizar y tecnificar los procedimientos para el manejo y control de multitudes.
Los hechos de violencia durante la semana pasada fueron registrados con cierta incredulidad por los medios de comunicación, que también fueron agredidos.
Tales métodos de control suponen que la violencia oficial debe ejercerse de manera invisible y silenciosa: los agentes que la aplican no dejan huella, las víctimas difícilmente pueden identificar a sus agresores, las acciones violentas parten del conocimiento técnico para que no se produzcan moretones, lesiones visibles ni cualquier otro rastro corporal.
Los procedimientos, las herramientas y la configuración de sus unidades operativas se diseñan de manera que prevalezcan las acciones psicológicas y la disuasión resultante de demostrar la superioridad por la fuerza. Ese es justamente el sentido del uso de los agentes químicos: obtener la inacción por medio de la confusión y el desconcierto.
El control de disturbios por parte de fuerzas antimotines puede rastrearse incluso hasta la resolución 045 de 1971 y la reorganización de un cuerpo especializado de policía bajo el nombre de Unidad Antimotines en 1986, que constituyen antecedentes institucionales de la creación del ESMAD, en 1999.
Durante estos últimos 13 años, el ESMAD ha sido el instrumento principal de contención de la protesta social en Colombia y la respuesta de primera mano a las reivindicaciones del movimiento social por parte del Estado. El escuadrón está entrenado y dotado del equipo necesario para lograr que los actores políticos renuncien a manifestarse.
Sin embargo, bajo el lema «mantener el orden es nuestro deber», el uso programado de la fuerza por parte de este escuadrón casi sistemáticamente provoca el desenlace violento de las manifestaciones donde se hace presente.
Salvajismo moderado
En el caso colombiano, el control policial de multitudes pone de presente la tensión entre el imperativo legal de defender los derechos fundamentales a la vida, la integridad y la libre expresión de todos los ciudadanos, por una parte y, por la otra el imperativo represor que no logra desligarse del conflicto armado que atraviesa el país desde hace ya largo tiempo.
El ESMAD ha estado vinculado con una serie de violaciones de los derechos humanos, que incluye su presunta responsabilidad en homicidios.
Dicho comportamiento ha sido denominado por James Ron como savage restraint o salvajismo moderado para describir la transformación de la guerra abierta en represión política en la Franja de Gaza.
Este salvajismo moderado permite entender también el tratamiento contrainsurgente que se le viene dando al movimiento social en Colombia [2]. A medida en que la protesta social se ha ido criminalizando, ha ido surgiendo un escenario propicio para ejercer violencia institucionalizada contra quienes pretendan alterar el orden socioeconómico mediante la movilización ciudadana, y para aplicar formas de sanción social a la disidencia. A raíz de la polarización social y política que vive el país, estas tendencias se han acentuado durante la última década.
Resulta ilustrativo el Manual para la atención, manejo y control de multitudes elaborado por la Policía Nacional en 2009, donde se habla de los «indicios de peligrosidad de las masas», que sirven para la toma de decisiones por parte de los mandos respecto del momento para intervenir y el tipo de acción emprender. Estos indicios son:
-Importancia numérica de la manifestación
-El sitio de la manifestación
-El carácter político, contestatario o reivindicatorio de la manifestación
-Día y hora de la manifestación, y por último
-Clase y categoría de los ciudadanos convocados [3].
Los acontecimientos del viernes pasado – Día de la Dignidad – confirman la aplicación a rajatabla del diseño ideado para el ESMAD: la violencia institucionalizada como forma de resolución de los conflictos sociales, lo cual desvirtúa la hipótesis que sugiere que a mayor institucionalidad, presencia y fortaleza del Estado deberían ser menos probables los escenarios de violencia colectiva.
La apuesta del ESMAD – un grupo especializado de policía capacitado para el «control de multitudes» y equipado con la tecnología correspondiente – es consecuente entonces con el uso planeado del miedo como factor de disuasión política, revestido de la utilización deliberada de formas de violencia altamente tecnificadas.
La represión es un continuum que comienza con formas preventivas como la infiltración y el arresto de actores susceptibles o sospechosos de querer alterar el orden público, y puede culminar con la represión letal.
Desde esta perspectiva, el ESMAD es un órgano represivo entrenado para moverse en los escalones menos letales del control a las manifestaciones sociales – eufemísticamente llamado control de multitudes – pero en cuya estructura organizativa y técnicas de intervención se reúnen las capacidades necesarias para moverse con facilidad por ese continuum, hasta llegar en no pocos casos a los escalones más letales de la represión.
Cultura ciudadana o cultura del miedo
La aplicación del principio del uso gradual y proporcional de la fuerza recomendaría identificar unos repertorios de disuasión o de contención de las protestas sociales para evitar que ellas desemboquen en violencia. Sin embargo las actuaciones del ESMAD obedecen a la percepción que tenga un comandante entrenado en detectar el grado de inconformidad o de beligerancia de las reivindicaciones y de las formas específicas de expresarlas: la respuesta corresponde a lo que el manual del escuadrón denomina «la actitud del ciudadano».
Gracias al monopolio legítimo del uso de la fuerza, el Estado hace posible y facilita no solo la continuidad de las relaciones sociales dominantes, sino que asegura su propia existencia. En esta medida la represión estatal no puede considerarse como algo excepcional. Sin embargo, resulta por lo menos preocupante e inoportuno que cuando por fin la sociedad colombiana se reclama democrática y pretende avanzar hacia la paz, los métodos de contención política adquieran esta fisonomía violenta. Más aún cuando esta sociedad indignada se declara en contra de los nuestros males más profundos, como la guerra, la corrupción y la desigualdad.
Para alcanzar la paz, los gobernantes necesitan dejar de ver la movilización social como una amenaza a la seguridad nacional. Todo lo contrario: es una de las formas básicas de participación por fuera de las maquinarias tradicionales, es decir, la piedra angular de una cultura ciudadana deliberativa.