Las palabras jamás son inocentes, mucho menos en política. Ellas delatan visiones e intenciones en quien las profiere. Las palabras son como la punta de un iceberg que muestra aquello que subyace bajo la línea de flotación. Las palabras suelen ser el preámbulo de decisiones y éstas de acciones. Por eso, en el ámbito político […]
Las palabras jamás son inocentes, mucho menos en política. Ellas delatan visiones e intenciones en quien las profiere. Las palabras son como la punta de un iceberg que muestra aquello que subyace bajo la línea de flotación. Las palabras suelen ser el preámbulo de decisiones y éstas de acciones. Por eso, en el ámbito político es recomendable medir las palabras, utilizarlas con cierto recato, pues, quiérase o no, algunas de ellas abren puertas y ventanas, pero las hay también que son capaces de clausurarlas. Nuestras palabras contienen todo un cúmulo de prejuicios, creencias y miedos, son ellas las que exteriorizan nuestra visión de mundo.
Hay palabras execrables en el discurso político, diríase, en el límite, «palabras peligrosas» La historia abunda en ejemplos, desde conceptos como «razas inferiores», «guerra interna», «estado de excepción» o «terrorismo» Esta última fue utilizada hace una década por George Bush hijo para desencadenar una cruenta guerra infinita que ha costado miles de víctimas alrededor del mundo. La palabra «terrorismo» es la antesala de una secuencia de acciones que incluye «militarización», «represión», entre otras. Lo único que no está contenido en la visión de mundo que se lee en estas palabras es «solución política» del conflicto.
Al utilizar la palabra «terrorismo», una autoridad, un gobierno, abandona el espacio político democrático en el que dice habitar e incursiona en otro terreno, aquel del conflicto armado, propio de uniformados, policías y aparatos de inteligencia. Esta radicalización de un conflicto fortalece la violencia e impide la búsqueda de soluciones de fondo al problema planteado. Si bien se pretende que un «estado de excepción» es de suyo transitorio, la experiencia indica que tales estados de excepcionalidad instituyen, por el contrario, una nueva normalidad en que las aberraciones de la violencia constituyen parte de la vida cotidiana de los ciudadanos.
Cuando irrumpe la palabra «terrorismo» triunfa la cultura del miedo y se abre la puerta a un mundo de pesadilla que aleja toda posibilidad de «negociación», por ende, de solución. Lo primero que muere con el expediente autoritario es la «verdad», primera víctima de todo estado excepcional. En Chile conocemos de sobra los horrores a los que nos puede conducir una política insensata fundamentada en la violencia. Un gobierno puede pasar a la historia como una administración que inaugura una nueva vía de solución a viejos problemas mediante el diálogo y la negociación seria, pero también puede hacer historia protagonizando una era de represión y muerte.
· Investigador y docente de la Escuela Latinoamericana de Postgrados. ELAP. Universidad ARCIS