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Apuntes para una discusión sobre El orden de El Capital

Fuentes: Pasajes. Revista de Pensamiento contemporáneo

En enero de 2010, Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero publicaron El orden de El Capital (Madrid, Akal). Aunque su programa filosófico -centrado en torno al diálogo posible entre marxismo e Ilustración, o más específicamente, entre un Kant republicano y Marx- ya había sido expuesto en publicaciones anteriores, tales como Educación para la ciudadanía. […]

En enero de 2010, Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero publicaron El orden de El Capital (Madrid, Akal). Aunque su programa filosófico -centrado en torno al diálogo posible entre marxismo e Ilustración, o más específicamente, entre un Kant republicano y Marx- ya había sido expuesto en publicaciones anteriores, tales como Educación para la ciudadanía. Democracia, capitalismo estado de derecho (Akal, 2007), es en este libro donde los autores aspiran a fundamentar su trabajo filosófico. En líneas generales, Carlos Fernández Liria y Luis Alegre persiguen reconstruir el texto marxiano desde un punto de vista republicano, partiendo de dos hipótesis generales: (1) la ideología liberal ha hecho grandes esfuerzos por vincular las formas «estado de derecho» ―en el sentido liberal de estado de derecho, a saber, la protección de las fronteras y de la propiedad privada―, «capitalismo» y «libertad»; y (2) la tradición marxista -esto es, con la debidas reservas histórico-políticas, los partidos comunistas y, más específicamente, la marxología tradicional- ha descartado injustamente las figuras del estado de derecho, la libertad civil y el imperio de la ley, dando la razón a la tesis liberal. Esta decisión es considerada como un error fatídico. En este sentido, los referentes polémicos del libro son: (1) la presunta «unidad indisoluble de derecho y capitalismo» y (2) la idea de que el concepto de derecho «tal como es codificado por los autores de la Ilustración, no sería más que la codificación del individualismo burgués, y por lo tanto, tendría que ser superado».

Se parte, por tanto, de que el vínculo entre capitalismo y libertad, por un lado, y entre capitalismo y derecho, por el otro, es un artefacto ideológico del liberalismo, más concretamente, del neoliberalismo de raigambre friedmaniana. Todo ello conduce a sostener que el capitalismo es incompatible con la imagen jurídico-política que proyecta: libertad económica, libertad política, capitalismo y estado de derecho serían no ya caras de la misma moneda, sino figuras esencialmente antagónicas. ¿Por qué la tradición marxista, sin embargo, ha optado por dar la espalda a los conceptos fundamentales de la tradición ilustrada, señalando sólo su condición «burguesa»? ¿A qué aporías ha conducido esta decisión, la cual no es menos teórica que práctica? A lo largo del libro, sus autores revisan algunas problemáticas básicas del pensamiento marxiano tomando pie en referentes más o menos clásicos (Louis Althusser en Francia y Felipe Martínez Marzoa en España) para, finalmente, emprender el camino de hacer la filosofía práctica de Kant no sólo compatible con Marx, sino productiva para un proyecto político emancipatorio. En este sentido, puede decirse que El orden de El Capital constituye una novedad en los estudios marxianos en España. Para discutir estas cuestiones, entre otras controversias políticas y filosóficas, presentamos esta entrevista 1 .

1. El título de vuestro libro parece indicar al lector que lo que va a encontrar en él es algo así como un estudio de la estructura lógica de El Capital . O lo que es igual, un estudio de los mecanismos formales que rigen la lógica interna del modelo teórico elaborado por Marx en esta obra para explicar tanto la génesis como el funcionamiento efectivo del capitalismo. ¿Es ese realmente el caso?

Sí. El caso es que hay problemas para entender la estructura lógica interna de El Capital. El hecho de que sea una obra inacabada, además, no ayuda a resolver ese problema. Se ha discutido mucho al respecto, sobre todo porque hay cuestiones políticas muy importantes que dependen de cómo se interprete ese orden interno de El Capital . Por ejemplo, la relación entre Capitalismo y Derecho, entre Mercado y Capitalismo, entre Mercado y Derecho.

En suma, pretendemos mostrar que lo que está en juego es la relación entre el marxismo y el liberalismo político, el pensamiento republicano y, en general, el proyecto político de la Ilustración. Nuestra postura política al respecto creo que la habíamos dejado clara en publicaciones anteriores, por ejemplo, en Educación para la ciudadanía , pero ahora era preciso mostrar que, además, esa postura resulta ser la más acorde con el sentido profundo de la obra de Marx (cosa que podría no haber sido así, pues no se trata de ser «marxista» a cualquier precio).


 

2. ¿Cómo, esto es, desde qué procesos formativos y desde el trabajo (previo) en qué tradiciones teóricas y prácticas, españolas o no, llegasteis a la decisión de escribirlo?

LAZ: Bueno, la verdad es que nuestras trayectorias teóricas y prácticas no son del todo paralelas. Creo que para Carlos, el recorrido fue más bien desde la filosofía hacia el compromiso político. En mi caso, el recorrido fue desde el compromiso político hasta la filosofía. Por otro lado, desde un punto de vista académico, he tenido una relación bastante pura de maestro-discípulo con Carlos, heredando en gran medida (durante los años de licenciatura y de investigación doctoral) la tradición teórica en la que se desarrollaba su trabajo (principalmente la del pensamiento de Althusser). En todo caso, aunque la Tesis doctoral la realizase sobre Marx, ha sido Kant el autor que más ha cautivado mi atención desde que comencé la carrera y al que (con bastante diferencia) más horas de estudio he dedicado. Realmente, creo que conozco mejor la obra de Kant que la de Marx.

CFL: Yo creo que aprendí a leer a Marx gracias a la escuela de Althusser. En ello me metió, cuando era profesor mío en la carrera, Gabriel Albiac. Entonces, claro, no sospechábamos que acabaría convertido en un payaso narcisista de extrema derecha. Para nosotros era la voz de Althusser en España. Lo que pasa es que, por mi parte, el «espinosismo» de Albiac y Althusser venía contrarrestado desde el primer momento por mi lectura de la historia de la filosofía, que era muy deudora de Felipe Martínez Marzoa, y que tenía su centro de gravedad en Kant. Creo que eso fue una feliz casualidad que me hizo mucho bien. En mi carrera académica fue vital mi experiencia como profesor de secundaria. Ahí aprendí que no se podía contar El Capital con trucos de prestidigitación académica, que había que ser totalmente sincero, porque los alumnos de bachillerato no te perdonaban un paso sin justificar. Entonces fue cuando empecé a pensar en escribir un libro lo más claro posible, en el que ninguna pedantería sirviera para encubrir una laguna o una ambigüedad.


 

3. ¿A qué lectores aspiráis? ¿Marxistas o marxólogos?

La verdad es que aspiramos a un público amplio. En primer lugar, nos gustaría que el libro despertase cierto interés académico, no solo entre marxólogos (que apenas los hay aquí) sino entre gente interesada por la filosofía en general (o también por la economía y la ciencia política, dado el perfil específico de un autor como Marx). A todo el mundo le parece evidente que no se puede ser profesor de filosofía sin conocer (al menos algo) la Crítica de la razón pura o la Fenomenología del espíritu y, la verdad, no entendemos por qué no ocurre lo mismo con El capital, que es una obra sin la cual no es posible entender gran parte de la filosofía del siglo XX ni el actual estado de cosas.

En segundo lugar, aspiramos a que el libro sea leído por activistas, en especial por esos activistas fuertemente identificados con Marx pero todavía herederos de una dogmática tan tosca (desde un punto de vista teórico) como autoritaria (desde un punto de vista político). Nos causa un cierto estupor que esa acumulación de trivialidades, lugares comunes y soluciones de facilidad en que consistió el Diamat se siga reproduciendo, a través de las escuelas de formación de algunas organizaciones, incluso en gente joven que se acerca por primera a la actividad política. Ciertamente, nos gustaría que nuestro libro pudiese servir en cierto modo como antídoto a esa versión que, realmente, creemos que es la más pobre posible de Marx.

Por otro lado, aspiramos también a que el libro pueda ser leído por otros activistas que, sin ser necesariamente marxistas, quieran acercarse de un modo accesible al legado de una obra tan importante desde el punto de vista de la lucha por la emancipación como El capital. En efecto, creemos que hay muchos activistas fuertemente comprometidos con la causa de la libertad y la justicia y que, sin embargo, sienten a Marx como un autor bastante ajeno por efecto de la versión dogmática a la que nos referíamos antes.

 

5. Sacristán solía recordar que juridicidad y ley son -como, por otra parte, es bien sabido- formas del poder político. Consiguientemente, son algo que el movimiento socialista se propone, en principio, o se propuso en otro tiempo, superar. Pero, claro, superando el poder, no haciendo a éste el favor de liberarlo de la relativa constricción jurídica, de sus formas. Por ese camino errado se llegó, como vosotros mismos apuntáis en vuestro libro, a algo que los comunistas checoslovacos, por ejemplo, denunciaron en su día eficazmente: la aplicación (ilegal, antijurídica) de la coacción de la llamada dictadura del proletariado contra/sobre el proletariado mismo. Y, sin embargo, y seguimos con Sacristán, «no hay identidad metafísica entre el proletariado y su estado». Si la hubiera, no se ve, desde luego, por qué habría que desear -como ha hecho la tradición que se reclama, en mayor o menor medida, de Marx- la extinción del estado proletario. Y como no hay tal identidad, la clase habrá de imponerle el bozal a su propia bestia: habrá de imponerle la legalidad socialista. Mientras haya estado, pues, el desprecio de la juridicidad socialista, por revolucionario que se crea -y en ocasiones se ha creído- no será, en realidad, a la corta o a la larga, otra cosa que complicidad con la bestia. ¿Estarías de acuerdo, mirando al futuro, con ello?

 

No solo estamos enteramente de acuerdo sino que, de hecho, nos parece un modo perfecto de plantear el núcleo central del problema que más nos preocupa. Realmente nos parece de una gravedad extrema (quizá el principal riesgo de cualquier proceso revolucionario) que, intentando superar «el poder», lo que se suprima sea en realidad la constricción jurídica que lo limita, con lo cual, en vez de «superarlo» (o «civilizarlo»), lo que se haga sea convertirlo en un poder salvaje .

En todo caso, creemos que esta necesidad de mantener estrictas formas jurídicas es irrenunciable no solo para constreñir el poder del Estado. Es verdad que, en este caso, dado que el Estado es el depositario del derecho de coacción (y por lo tanto la diferencia de poder respecto a cualquier particular resulta descomunal), es especialmente importante que ese poder no se ejerza de un modo despótico y arbitrario sino que esté constreñido por una implacable forma jurídica.

Pero, en cualquier caso, el problema se nos presenta no solo respecto al poder del Estado sino ante cualquier situación en la que pudieran establecerse relaciones de influjo recíproco, también entre particulares o coaliciones de particulares, especialmente cuando se dan diferencias de poder entre ellos.

En efecto, siempre que hay poderes asimétricos -y el caso es que siempre los hay-, cualquier intento de debilitar la juridicidad, flexibilizar la rigidez del derecho o erosionar la formalidad de la ley implica una apuesta decidida por dejar vía libre al ejercicio del poder del más fuerte (aunque pueda presentarse con una retórica de izquierdas y emancipadora). Sobre este asunto, nos parece perfecta la fórmula de Henri Dominique Lacordaire, un dominico francés del siglo XIX, (magistralmente traducida por Juan Luis Conde) según la cual: «Entre el fuerte y el débil, entre el rico y el pobre, entre el amo y el siervo es la libertad la que oprime y la ley la que redime».

No es en absoluto casualidad que los más débiles y vulnerables tiendan a recurrir a la sintaxis de los derechos (como salvaguarda y restricción a las agresiones de las que serían víctimas en ausencia de ley) y los más fuertes tiendan a hacer bandera del discurso de la «libertad» entendida como liberación de las restricciones jurídicas al libre ejercicio del poder de cada uno. En este sentido, tiene toda la razón Ferrajoli cuando sostiene que los derechos y las garantías siempre representan en cierto modo «la ley del más débil».

Así, según el planteamiento que hacemos, no solo defendemos que el Estado debe estar sometido a restricciones jurídicas mientras exista . Además, defendemos que no debe en ningún caso dejar de existir. Ciertamente, defendemos a toda costa que haya alguna arquitectura institucional capaz de garantizar derechos y libertades y capaz de combatir las relaciones de dominación y poder (de empresarios o gerentes sobre trabajadores, de hombres sobre mujeres, de mayorías raciales, sexuales o religiosas sobre minorías, etc.). Realmente no nos representamos como sociedad ideal un sitio donde no esté garantizada, por ejemplo, la protección contra agresiones homófobas; y «garantizar» significa, en el límite, hacerlo por la fuerza si fuese necesario. Por lo tanto, defendemos una arquitectura institucional que, en efecto, concentre más poder del que le pueda enfrentar ningún particular. El asunto de si hay que llamar a esto «Estado» o no, nos parece una discusión enteramente nominal. La discusión a nuestro entender relevante es (a) cómo garantizar que ese poder se orienta precisamente a impedir la barbarie en los distintos ámbitos (familiares, laborales, etc.), es decir, cómo se logra controlar a los poderes salvajes y, desde luego, (b) cómo impedir que ese poder descomunal pueda ejercerse él mismo de un modo despótico y opresivo (en vez de como garantía de derechos y libertades). Y ninguna de las dos cosas es posible, en efecto, sin «ponerle el bozal» y embridar razonablemente a la bestia, es decir, sin constricciones rígidas de carácter jurídico.

Ahora bien, ignorar el hecho simple de que, en ausencia de Estado, con lo que te quedas no es con la igualdad de los ciudadanos libres sino con el dominio irrestricto de poderes salvajes (no limitados ni civilizados por ley alguna) es hoy (más que en ningún otro momento de la historia del Estado Moderno) algo peor que una ingenuidad. En efecto, nos encontramos en un momento histórico en el que las grandes corporaciones económicas (esas poderosas bestias que no quieren ni oír hablar de bozales, de bridas ni de ningún tipo de restricción civil) están concienzudamente desmantelando el poder de los Estados para establecer su poder sin ningún tipo de regulación. En estas condiciones, secundar desde la izquierda el discurso de la abolición del Estado nos parece un auténtico ejercicio de irresponsabilidad.

 

6. Antes de llegar al futuro harán falta «largas y dolorosas transformaciones», como decía Marx. Sin duda. Vuestra recuperación del ideario ilustrado, en su versión deontológica kantiana y republicana, no rompe con la aspiración -no precisamente kantiana- a una revolución económica, social y política digna de ese nombre. Es decir: tal como en su día la diseñó la tradición revolucionaria. Son muchos, sin embargo, los que han argüido que el estado burgués realmente existente, esto es, el estado de base capitalista, con sus fuerzas represivas y sus aparatos burocráticos operando al servicio de la propiedad privada y de su seguridad, resulta inservible de cara a ese fin y tiene, por tanto, que ser destruido y sustituido, ya en el comienzo mismo de lo que será un largo proceso, por instituciones políticas coherentes con el poder de la mayoría. De ser tal el caso, ¿qué ley y qué juridicidad entendéis que deberían dominar en el tránsito a una sociedad socialista, democrática y, a la vez, fuertemente reguladora y defensora de lo público en la que rigiera, entre otras cosas, un control social de las inversiones y de los movimientos de capitales? ¿Y cómo podrían aquéllas imponerse?

En efecto, siempre hemos sostenido la aspiración «a una revolución económica, social y política digna de ese nombre». Esta aspiración se deriva inmediatamente de considerar que el estado actual de distribución de la propiedad y las leyes económicas de producción y reproducción, además de implicar una injusticia escandalosa, son una estrategia suicida que amenaza gravemente las condiciones de sostenibilidad del planeta. Es intolerable (por razones morales) que una generación se despreocupe de en qué estado va a dejar el planeta para las generaciones siguientes, pero despreocuparse de que la posible insostenibilidad afecte a la propia generación es ya un problema casi psiquiátrico.

Por otro lado, también es inadmisible que una minoría acapare recursos de un modo que atente contra las condiciones mínimas de existencia de la mayoría de la población. A este respecto, los ejemplos más dramáticos nos parecen la especulación con el precio de los alimentos (especialmente impulsada por el lucro con los biocombustibles) o situaciones como la de la vivienda en España, donde la banca, que acapara un parque inmobiliario de alrededor de 3.000.000 de viviendas vacías, está desalojando a cientos de familias cada día de sus casas al tiempo que recibe fondos públicos (pagados con los impuestos de los desahuciados que, además, tienen que seguir pagando la hipoteca después de perder la casa). Realmente no sabemos qué hay que tener en la cabeza para no defender «una revolución económica, social y política digna de ese nombre».

Ahora bien, respecto al tipo de «ley» y «juridicidad» que defendemos para el tránsito, la verdad es que lo que más nos gustaría es poder ser reformistas, es decir, que existiesen efectivamente canales legales por los que corregir este estado de cosas. En efecto, si pensásemos que el actual marco jurídico, tal como pretende, permite tomar decisiones democráticas capaces de modificar el orden económico, sin duda defenderíamos, sin más, la ley y la juridicidad que corresponde al diseño formal, si se quiere llamar así, del «Estado burgués realmente existente».

Si no lo defendemos (y no lo hacemos) no es porque tengamos gran cosa que objetar a ese diseño formal, sino porque, de un modo recurrente y sin excepciones a lo largo de todo el siglo XX, se ha demostrado ese margen formal para la reforma era una completa ficción. No se trata solo de que las dificultades para acceder a las instituciones resulten casi imposibles de salvar (dado el control de los medios de comunicación, en manos de un reducido grupo de corporaciones, dado el control y la opacidad del sistema de partidos, dado el control de la banca sobre la financiación de las campañas, etc.). El problema realmente grave es que cuando, pese a todos los obstáculos, se ha logrado por vía democrática obtener una mayoría legislativa dispuesta a modificar el orden económico, con una precisión casi matemática, un golpe de Estado ha venido a corregir la situación. No ha habido ni una sola ocasión en que no se haya dado al trate con las instituciones de derecho y el orden constitucional y se haya recordado así que las aventuras transformadoras son insolencias que se pagan muy caras. No paramos de repetir casi obsesivamente la lista de golpes de Estado (con las subsiguientes dictaduras militares) que han sucedido a cada intento democrático de realizar transformaciones económicas. Pero es que la regularidad es tan implacable, y la exhaustividad tan esclarecedora, que se impone el deber de no perderla nunca de vista.

Es en este sentido en el que unos reformistas vocacionales como nosotros no podemos dejar de considerarnos revolucionarios: cualquier reformista honesto puede saber de antemano (y debe prever) que no le va a quedar más opción que gestionar una interrupción violenta del orden constitucional. Quien pretenda intervenir en el actual sistema de distribución de la renta o intente tomar medidas que afecten a grandes intereses económicos (por ejemplo para garantizar la sostenibilidad del planeta), debe saber que va a toparse con una reacción violenta capaz de dar al traste con todo el ordenamiento jurídico y recordar a sangre y fuego que el margen para la reforma era una ficción que más valía no tomarse en serio.

En este sentido, no defendemos la revolución como vocación de los revolucionarios sino como el destino impuesto a los reformistas honrados.

A partir de aquí, ¿qué ley y qué juridicidad para el tránsito? Pues, una vez más, y muy tozudamente, tendremos que defender siempre la opción más garantista que resulte posible en cada caso. Bien es verdad que, si el escenario impuesto es el de una guerra civil, quizá no sea posible respetar en cada caso, por ejemplo, todas las garantías de un proceso penal ordinario. Pero incluso si, forzados por las circunstancias, tienen que establecerse juicios sumarios o consejos de guerra, resulta siempre fundamental que no se pierda la perspectiva de dos cosas: a) que incluso esos juicios deben respetar la formalidad jurídica que se haya establecido para ellos (ya sea más o menos garantista en función de las circunstancias) y, sobre todo, b) que la reducción de garantías o la relajación de las estrictas constricciones jurídicas no son nunca un bien en sí mismo sino una dolorosa renuncia impuesta por un estado de guerra que, por lo tanto, exigen ser restauradas en el instante sea posible (no vaya a terminar pareciendo, como señalabais en la pregunta anterior, que lo verdaderamente revolucionario es el desprecio a la juridicidad y, por lo tanto, la colaboración con la bestia).

7a. A lo largo de El orden de El Capital, son numerosas las ocasiones en que se ponen en juego conceptos clásicos de la teoría política: estado de derecho, democracia, igualdad, propiedad, sociedad civil, etc. Tengo la impresión de que la mayor parte de estos conceptos carecen, en vuestro libro, de dimensión histórica. Esto es, dichas categorías son perfectamente válidas, pero, poniendo el ejemplo concreto de la democracia, al precio de no distinguir positivamente entre las instituciones propias de una democracia participativa, de un estado social y de derecho de máximos y, pongamos por caso, una sociedad civil intervenida de acuerdo con criterios sustantivos de equidistribución periódica de las rentas de capital y de trabajo. Todas estas versiones de la democracia comparten cierto ethos democrático-republicano, pero en la práctica (histórica) han sido incompatibles entre sí.

 

El problema no me parece tanto de contenido como de metodología de las ideas. Vuestras categorías básicas se mueven casi siempre en el plano de las teorías ideales, a saber, en el nivel de la exploración normativa de formas, tales como estado de derecho o capitalismo . En este sentido, es notable vuestra insistencia en que no se puede deducir el sistema capitalista, en su conjunto, de la forma-mercado. Sin embargo, ¿no os parece importante considerar que, incluso si tuvierais razón y estado de derecho y capitalismo fueran analíticamente incompatibles, tienen demasiados vínculos históricos, en sus manifestaciones impuras, como para soslayarlos?

Nosotros hemos intentado algo muy específico: demostrar que nuestra defensa del proyecto político de la Ilustración no solo cabe en El Capital de Marx, sino que es, además, el mejor hilo conductor para entenderlo. Creo que la cosa se puede resumir un poco bruscamente así: nosotros no somos comunistas para ser comunistas, sino para ser republicanos. Somos comunistas porque nos parece que el comunismo es la única forma de poner en libertad un orden republicano, es decir, un una comunidad de ciudadanos libres, iguales, e independientes material y civilmente. Eso lo hemos defendido siempre hasta la saciedad. En El orden de El Capital , lo que hacemos es mostrar que nuestro planteamiento encaja perfectamente con el de Marx. Pero ello implica que nuestra investigación se sitúe en el mismo plano que la obra de Marx. Y creo que estaremos de acuerdo en que el planteamiento de El Capital no es un planteamiento histórico. Lo que se juega ahí son estructuras, estructuras históricas, por supuesto, pero lo que prima en Marx no es contar las historias, sino sacar a la luz las estructuras. Él mismo dice que su labor es en primer lugar analítica, echa de menos incluso los reactivos químicos para poder separar bien todo eso que en la historia está siempre mezclado e interferido. Así es que creo que nosotros nos dedicamos un poco a lo mismo.

En cuanto a eso que dices de que el capitalismo y el estado de derecho tienen demasiados vínculos históricos como para soslayarlos, hay que tener en cuenta que la tesis que más tozudamente hemos defendido es que ambas cosas son más bien enteramente incompatibles. También hemos aludido al motivo por el que históricamente aparecen tan mezclados: se trata de un espejismo de la mirada política, de una ilusión de ciudadanía perfectamente diagnosticable y que solo se sostiene por lo introducción de una ficción jurídica -que, por ejemplo, Kant rechazaría de plano-: la de otorgar la condición «ciudadana» a una población proletarizada que carece por definición del atributo básico de la ciudadanía, la independencia civil. La historia puede hacer todas las piruetas que quiera, pero lo que es incompatible es incompatible. Eso sí, es muy cierto que lo que nosotros hemos defendido podría venir acompañado de una historia bien contada del asunto. Eso es esencial: contar bien lo que pasó para poder denunciar la ficción que la historia ha consolidado en la ideología dominante. A nosotros, por ejemplo, la forma en la que Antoni Domènech o Florence Gauthier entienden la historia de la revolución francesa nos ha fascinado. Y la clave está en negar que sea cierto que lo que ahí se está jugando sea una revolución burguesa con la que saldrían triunfantes el derecho y el capitalismo como dos caras de lo mismo. No: la burguesía acaba más bien con la revolución, derrotando el derecho y dando alas al capitalismo. El éxito de la burguesía es la derrota de la Ilustración. Para ver triunfar la Ilustración habrá que esperar a una hipotética victoria del comunismo. Lo que nos hace falta no es la superación de lo moderno, la postmodernidad, ni siquiera un comunismo que venga a crear un «hombre nuevo» y una sociedad inesperada más allá de todo lo previsto. Lo que nos hace falta es más modernidad, la modernidad misma, la modernidad al fin. En suma: la modernidad que fue derrotada cuando triunfó la burguesía.

7b. No es la primera vez que hay en la tradición marxista un acercamiento a Kant. ¿Aceptaríais el título de «marxistas kantianos»?

Por sus referencias históricas, no. Normalmente ese título se ha ligado a la moderación socialdemócrata, a la pretensión de llegar al comunismo sin revolución, por vías exclusivamente reformistas. Nosotros, en cambio, planteamos un grave problema: no sólo no existe una vía socialdemócrata hacia el comunismo, lo malo es que no existe ninguna vía socialdemócrata hacia la socialdemocracia. El comunismo (o si quieres, la revolución) es la única vía posible para poder llegar algún día a ser socialdemócratas, ya hemos explicado antes por qué. Es verdad que en Europa hubo algo parecido a la socialdemocracia en la segunda mitad del siglo XX, pero, en el fondo, lo que había no era socialdemocracia sino privilegios. Con un cierto nivel de privilegios, es cierto que el capitalismo se parece bastante a la socialdemocracia, pero el truco no es la socialdemocracia, sino los privilegios. Eso sin contar con que, desde luego, la existencia de la URSS ponía a la clase obrera europea en buena situación para negociar, cosa que ya no es así. A partir de un cierto nivel económicamente privilegiado, es muy fácil hacer pasar por una conquista democrática lo que no es más que un éxito mercantil. Todo parece entonces muy democrático, pero porque la democracia ahí es superflua (todo el mundo es libre de votar lo que quiera, pero todo el mundo prefiere votar porque las cosas sigan como están).

8. Otro de los problemas más acuciantes de vuestro libro, me parece, es el de la relación entre sujeto de derecho y sociedad civil . Parece que, en numerosos pasajes, reproducís la dicotomía ética/política, esto es, que vinculáis, muy kantianamente, el principio de libertad al sujeto de la razón pura práctica; en consecuencia, la libertad aparece como un momento pre-social. La tradición republicana, sin embargo, no concibe un sujeto a-social y a-histórico, y menos aún uno capaz de ser libre de esa manera, si me permitís, «libre en el vacío». Esta tradición piensa ambos momentos, como sabéis, de manera mutuamente incluyente: (1) el primado del principio de libertad, y (2) el contenido de las instituciones que se necesitan para producirla y garantizarla. Dicho de otra manera, la actitud republicana pone la sociedad, y no al individuo, en el centro de su concepción de la libertad, contando con que los sujetos libres son ya, necesariamente, sujetos sociales, en el sentido de sujetos de necesidades (materiales) y de sujetos de acciones posibles (plurales). Os haría, a este respecto, algunas preguntas más: ¿Consideráis compatible el principio kantiano de libertad que defendéis («nadie me puede obligar a ser feliz a su modo, sino que es lícito a cada uno buscar su felicidad por el camino que mejor le parezca, siempre y cuando no cause perjuicio a la libertad de los demás para pretender un fin semejante») con este primado republicano de la sociedad civil y, en suma, de la libertad como algo inseparable de su ejercicio material-social-institucional? ¿Consideráis que la sociedad civil, en tanto que espacio posible del ejercicio de una igual libertad republicana, opera en vuestro libro como un momento derivado , y por tanto secundario, de la actividad del sujeto libre ?

Bueno, aquí creemos que hay algunos malentendidos o, por lo menos, notables discrepancias respecto a cómo leemos a Kant. En absoluto compartimos que vincular el «principio de libertad al sujeto de la razón pura práctica» implique pensarla como un «momento pre-social» y mucho menos que suponga una distancia respecto al modo de pensar la libertad de la tradición republicana. Más bien al contrario, creemos que precisamente Kant pone en juego un concepto de libertad decisivo para pensar la República de un modo distinto a como lo hace la tradición liberal.

Para empezar, nos gustaría señalar que en Kant no es fácil encontrar nada «pre-social» con la facilidad con que suele pretenderse. Kant piensa el propio «estado de naturaleza» como un estado completamente social, aunque no civil. En efecto, a diferencia de Hobbes (que piensa el estado de naturaleza como una guerra de todos contra todos, es decir, lo piensa sobre el supuesto de individuos radicalmente desvinculados persiguiendo cada uno nada más que su propio interés; lo cual, dicho sea de paso, a la única sociedad histórica a la que se asemeja es, precisamente, al proyecto de una sociedad de mercado ), Kant piensa el estado de naturaleza como un estado densamente compuesto de instituciones sociales: familiares, tribales, conyugales, etc.

Ahora bien, precisamente porque en esas instituciones de carácter social no está garantizado «el primado del principio de libertad» , precisamente por eso, decimos, Kant establece como un deber la exigencia de entrar en un estado civil. Y lo establece como un deber incondicionado precisamente porque lo que está ya dado siempre de antemano es el orden social, y por lo tanto el influjo recíproco.   Es decir, precisamente porque sabe que somos siempre ya, necesariamente, sujetos sociales (sujetos de necesidades y de acciones plurales posibles y siempre con influjo recíproco) es por lo que establece como deber que esas relaciones se sometan a las exigencias del orden civil y sean compatibles con él, es decir, se sometan a las exigencias de la libertad.  

Es a partir de aquí donde hay que pensar el concepto de libertad en Kant. Y, ciertamente, Kant la piensa en cierto modo como libertad de los individuos (en tanto depositarios de los derechos en último término) y no como libertad de los organismos sociales pre-civiles. Ahora bien, la pregunta clave para distinguir el concepto liberal de libertad del republicano creemos que es la siguiente: ¿hay algún sentido de la palabra «libertad» respecto al que cumplir las leyes no suponga una restricción?, o, lo que es lo mismo, ¿hay algún sentido de la palabra «ley» que no suponga una limitación a la libertad sino una expresión de su ejercicio? En un autor como Hobbes, por ejemplo, yo diría claramente que no. En efecto, el concepto de libertad civil en Hobbes se refiere en exclusiva a la posibilidad de desplegar la libertad natural (que «es la única que puede llamarse propiamente libertad » 2 ) dentro de los límites y constricciones que establece la legislación civil. En este sentido, la libertad civil simplemente marca un margen (más estrecho o más amplio) de «libertad natural» que cabe desplegar en los intersticios que el tejido de leyes civiles deja sin regular 3 . No hay pues ningún concepto de «libertad» respecto al que la ley no suponga siempre un límite, es decir, no hay ningún concepto de ley que, en vez de entenderse como restricción a la libertad, se entienda como su expresión más digna 4 .

Ahora bien, es precisamente esa posibilidad la que Kant abre a través del concepto de razón pura práctica (y de sujeto de la razón pura práctica). En efecto, para que sea posible hablar de ley (moral o civil) en un sentido que no suponga nada más que una limitación o reducción de nuestra libertad individual, es necesario abrir un régimen de sentido, un orden posible de determinación de la voluntad, distinto al de la persecución constante e implacable de nuestra propia felicidad. Ciertamente, si el único sentido posible del concepto de libertad remitiera a la búsqueda de la felicidad individual, la ley solo podría entenderse como limitación a esa posibilidad. Ahora bien, lo que hace Kant (con la distinción entre fenómeno y noúmeno) es abrir un orden de determinación de la voluntad (por el que estamos interpelados todos los seres racionales -también por supuesto los finitos) y que permite llamar «libertad» (y libertad en un sentido preeminente) a la posibilidad de actuar no desde el lugar del interés privado sino desde el lugar de los universales, desde el lugar de las leyes. Propiamente «libre» en Kant, y en esto consiste todo el misterio del imperativo categórico, es el que se comporta obedeciendo a leyes de las que él mismo es legislador, es decir, obedeciendo a leyes que sean verdaderamente leyes (y no decretos secretamente establecidos desde el punto de vista del interés privado ni máximas de validez puramente subjetiva) pero que sean leyes que no haya establecido nadie distinto de yo mismo.

A este respecto, debe tenerse en cuenta (cosa que con frecuencia se pasa por alto) que la Crítica de la razón práctica no es exactamente la «filosofía moral» de Kant sino, como le corresponde en su condición de «Crítica», la fundamentación de una metafísica, en concreto de la metafísica de las costumbres, es decir, la fundamentación tanto de la metafísica de la virtud como de la metafísica del derecho.

Así, desde el punto de vista de la moral, lo que exige el imperativo categórico es no hacer excepciones a favor de uno mismo respecto a la ley que libremente propondría para el mundo. Si evadir impuestos es una inmoralidad (además de una ilegalidad) es porque se trata de algo que nadie puede querer como ley. Ciertamente, evadir impuestos es algo que se puede querer (y de hecho se quiere de un modo bastante generalizado) pero solo como excepción (de la que uno es beneficiario) a la regla que uno mismo quisiera ver en vigor en el mundo (es decir, rigiendo para cualquiera ). En este sentido, propiamente «libre» en Kant es en realidad el que actúa conforme al deber, es decir, el que actúa desde el lugar del legislador, o sea, el que hace lo que quiere pero de verdad (en tanto ser racional), el que hace lo que quiere ver hecho en el mundo, es decir, el que hace realmente lo que prescribe la regla que él mismo propondría para el mundo.

Del mismo modo, propiamente libre desde un punto de vista jurídico no es tanto el que persigue su libertad natural, pre-social, independiente del orden civil, etc. Propiamente libre en Kant, desde un punto de vista civil, es el que obedece a leyes a las que ha dado su consentimiento.

En este sentido, si nos remitimos al modo tradicional de plantear la diferencia entre el concepto liberal de libertad y el republicano, es decir, si nos remitimos a la oposición entre «libertad frente a las leyes» (como concepto liberal) y «libertad por las leyes» (como concepto republicano), creo que encontramos en Kant a un representante puro de lo segundo. En realidad, el imperativo categórico no significa otra cosa, ni en el orden moral ni en el orden jurídico. Dicho esto, creo que podemos ya contestar propiamente a las preguntas.

El concepto de libertad al que te refieres, y al que nosotros nos referimos ciertamente en el libro («nadie me puede obligar a ser feliz a su modo, sino que es lícito a cada uno buscar su felicidad por el camino que mejor le parezca, siempre y cuando no cause perjuicio a la libertad de los demás para pretender un fin semejante») es el modo como enuncia Kant el primer principio a priori del Estado civil, que remite a la libertad en tanto hombre. Ciertamente, se trata de un concepto en gran medida «negativo» de libertad (si quieres decirlo así), es decir, un concepto que remite al derecho de cada uno a buscar su propia felicidad individual sin ser interferido arbitrariamente en ese anhelo ni por otro particular ni por el propio Estado. Es verdad que, a partir de ahí, y como exigencia de la compatibilidad de la libertad de cada uno con la de todos los demás según leyes, se enuncia el principio universal del derecho. Así, toda legislación resultará conforme a derecho en la medida en que trate de garantizar (coactivamente) que la libertad de cada uno resulta compatible con la libertad de los demás según leyes universales.

Ahora bien, junto a este concepto de libertad, Kant enuncia como principios a priori del Estado civil el de la igualdad en tanto súbditos (la ley ha de ser igual para todos los que se hallen sometidos a ella) y el de la independencia en tanto ciudadanos. Y es al hilo de este tercer principio priori del Estado civil cuando se establece que propiamente ciudadano (es decir, ciudadano activo) solo puede llamarse a aquel que es a la vez el soberano de las leyes de las que es súbdito. En efecto, es a propósito del concepto de «independencia» (que, como comentaremos más adelante -en la pregunta 10-, se establece por referencia a la posibilidad de no agradecer la propia subsistencia a la voluntad arbitraria de otro particular y, en ese sentido, se establece por referencia a la propiedad) cuando se plantea la cuestión de la comunidad y la voluntad general como algo de naturaleza distinta a la suma de las voluntades particulares, es decir, cuando se plantea el primado del orden civil sobre la suma de los intereses privados.

Esto se ve aún con más claridad cuando Kant enuncia la tríada libertad-igualdad-independencia no para establecer los principios a priori del Estado civil sino para localizar los atributos esenciales de la ciudadanía . Aquí, el concepto de libertad (que ya no se establece como libertad en tanto hombre sino, precisamente, en tanto ciudadano )   se enuncia como el principio de «no obedecer a ninguna otra ley más que a aquella a la que ha dado su consentimiento» 5 , es decir, se enuncia la libertad (del ciudadano) ante todo como el derecho a ocupar el lugar el lugar del legislador, de no ser súbdito más que de las leyes de las que se sea soberano, o sea, se enuncia la libertad, como decíamos, como la posibilidad de ocupar un lugar en el orden civil distinto del de ese sujete privado que no persigue más que su propio interés.

En este sentido, el primado de la libertad en Kant no cae nunca del lado del sujeto individual en tanto sujeto privado. Todo lo contrario; y es en esto en lo que consiste el imperativo categórico: el primado de la libertad cae siempre del lado de la posibilidad de actuar desde el lugar del legislador; de la posibilidad de deliberar y no solo negociar; de la posibilidad de representar la voluntad general y no solo el interés particular; de la posibilidad, en fin, de ocupar el lugar de un ciudadano en una república y no solo el lugar de un comerciante en un mercado.

  Dicho esto, claro está, hay que volver a torcer el bastón hacia el otro lado para evitar cualquier tipo de tentación comunitarista: el primado, ciertamente, cae siempre del lado del orden civil y, en este sentido, del lado de la voluntad general del cuerpo político y, por lo tanto, de la comunidad. Ahora bien, nunca hasta el punto de perder de vista que, en tanto hombres (es decir, en tanto seres racionales pero finitos ), no podemos suprimir el anhelo de la búsqueda de nuestra propia felicidad (o sea, la nuestra, la particular), ni tenemos por qué hacerlo mientras no atentemos contra la igual libertad del resto de los conciudadanos ni, por lo tanto, la República tiene derecho a exigirnos ese sacrificio. Es decir, propiamente libres seremos en la medida en que seamos legisladores de las leyes de las que somos súbditos, pero sin perder de vista que eso de legislar conforme a derecho debe obedecer también a ciertos patrones normativos, entre ellos, la exigencia de respetar la libertad de cada uno para perseguir su propia felicidad.

Ahora bien, el sentido por el que en el libro remitimos a este concepto de libertad en tanto hombre (en el que el primado corresponde al individuo particular) en vez de al sentido más propiamente kantiano de libertad en tanto ciudadano (en el que el primado corresponde al sujeto en tanto capaz de legislar, es decir, actuar desde el lugar de las leyes o de la voluntad general) es porque, dado el principal interlocutor polémico de El orden de El Capital   (es decir, la dogmática marxista más ortodoxa), es evidente que la discusión exige torcer el bastón no hacia el lado de la comunidad sino hacia el lado de los derechos y libertades individuales.

En todo caso, esto no significa en absoluto que separemos «la libertad y la sociedad civil en esferas distintas». Por lo tanto, según estamos tratando de explicar, no es en absoluto cierto que coloquemos la libertad por un lado (como asunto de los sujetos privados) y el proyecto político por otro (como asunto de la sociedad). Ciertamente, esta separación no sería viable desde un punto de vista republicano, pero ni la hace Kant ni la hacemos nosotros.

A partir de aquí, creo que también es fácil ver que, en efecto, en absoluto pensamos la sociedad civil («en tanto que espacio posible del ejercicio de una igual libertad republicana») como un «momento derivado y por lo tanto secundario de la actividad del sujeto libre».

Ese modo de pensar la sociedad civil es, sin duda, el modo que corresponde al liberalismo y no a la tradición republicana y, por lo tanto, no es el nuestro. Otra cosa distinta, por supuesto, es la función que cumple esa figura en el libro. Tal como intentamos explicar en un artículo de respuesta a varias reseñas sobre el libro (entra ellas la tuya, que por cierto es excelente y queríamos aprovechar para agradecértela de nuevo) el motivo al que responde el uso de los conceptos liberales es simplemente el siguiente: «Marx, para tomar las medidas al modo de producción capitalista, lo confronta no con los principios jurídicos del orden político que él mismo podría proponer sino con los principios jurídicos por los que la propia sociedad moderna se imagina estar constituida. Ciertamente, forma parte elemental del método de Marx (en este aspecto sí, tomado de Hegel) no tomar el patrón de medida de ningún sitio enteramente extraño a la realidad misma que es objeto de crítica sino, por el contrario, enjuiciar la cosa a partir del patrón de medida que, en cierto modo, ella misma proporciona. En este sentido, la crítica de Marx se centra en demostrar (en contra de lo que pretende la economía política clásica) la incompatibilidad del modo de producción capitalista con los propios principios por los que este pretende estar constituido, es decir, por los principios jurídicos del liberalismo económico . Esta es la razón por la que, ciertamente, las pocas referencias que hay a la necesidad de mecanismos de gestión colectiva, planificación económica y primacía de las instancias de deliberación y decisión política ocupan un lugar periférico en el desarrollo de El orden de El Capital.

9. ¿Aceptaríais que el actual vaciamiento de la democracia parlamentaria, y la reducción del político «profesional» a un personaje que oscila entre el (mal) actor en una obra que cada vez interesa a menos gente y el comisario del gran capital, es también el vaciamiento real, efectivo, del legado ilustrado del que os reclamáis, del que aquélla es núcleo fundamental? ¿Quién sería hoy para vosotros, acabada la vieja bipolaridad geopolítica y en plena contrarrevolución capitalista conservadora mundial, el sujeto del cambio? O, si preferís ¿quiénes podrían ser hoy los agentes de la sociedad emancipada, entendiendo por tal una sociedad en la que lo que esté en juego no sea hacer lo mismo que el capitalismo, aunque mejor, sino vivir la vida de otra manera?

Esta es una pregunta absolutamente crucial. De hecho, nos atreveríamos a decir que señala el problema decisivo en el que ahora mismo se juega cualquier posibilidad de transformación social.

Empezando por el final, hay un modo muy elemental de responder a la pregunta por el «sujeto del cambio» pero que, por eso mismo, no aporta más que una respuesta superficial y enteramente insatisfactoria. En efecto, no corremos mucho riesgo de equivocarnos señalando a «los de abajo», los oprimidos, los explotados, los grandes damnificados del actual estado de cosas como los únicos agentes que, en un momento dado, podrían protagonizar algún cambio. Ciertamente, cualquier sujeto de cambio habrá de componerse a partir de ese 99% de víctimas del capitalismo (por utilizar la expresión genial, precisamente por lo que tiene de vacía, de la que han hecho bandera los recientes y novedosos movimientos de protesta e indignación: «somos el 99%»). Hasta aquí, creo que podemos estar todos de acuerdo: toda la tradición republicana y democrática ha puesto de manifiesto el necesario carácter plebeyo de los movimientos reales de emancipación.

Sin embargo, hay que reconocer con esto no hemos dicho nada. Los «plebeyos», «los de abajo», «el 99%» no podemos ser así, sin más, un sujeto de cambio, en primer lugar porque no somos un sujeto y, en segundo lugar porque, al no serlo, no podemos articular una propuesta de cambio (es decir, no podemos dotarnos precisamente como sujeto de un proyecto político concreto).

Esto, desde luego, nos deja ante un escenario político inquietante. Estamos en un momento de incertidumbre política completa en el que, incluso la gente más inteligente y con mayor experiencia, se encuentra bastante desorientada; y no tanto porque se haya perdido la brújula (en el sentido de la capacidad de distinguir con precisión lo tolerable de lo intolerable) sino más bien porque se ha perdido el mapa. Ya no es fácil saber en cada conflicto dónde están las distintas posiciones, quién es cada uno y, por lo tanto, «quiénes somos nosotros». El otro día un amigo, con una extensa e impecable trayectoria política, nos decía (medio en serio y medio en broma, pero en cualquier caso con un poso de amargura): «la verdad es que yo ya no sé si soy de los nuestros».

En todo caso, lo que no puede ocurrir es que a los revolucionarios nos invada la nostalgia por sujetos políticos pasados y nos encerremos en ceremonias solipsistas de una época que ya no volverá. El «proletariado internacional» fue en gran medida la forma en que los plebeyos nos constituimos en sujeto político a lo largo del siglo XX (al menos en Europa). Esto implicaba un sujeto sólido, dotado de mecanismos de reconocimiento e identificación, articulado en torno a una cultura tejida con símbolos, literatura, relatos fundacionales, organizaciones de clase en las que integrarse, historias de lucha en las que verse reflejado, espacios propios de socialización en los que desenvolverse, imágenes y música con la que identificarse (desde la Internacional hasta las banderas rojas con hoces y martillos) y, por supuesto, un programa político en el que reconocerse.

Ahora bien, respecto a este sujeto hay que señalar, en primer lugar, que esta construcción identitaria tampoco se hizo sin coste. En efecto, toda la construcción emocional y simbólica realizada a partir de la centralidad de la clase contribuyó en cierto modo a eclipsar otras injusticias que ocurrían en paralelo (de un modo muy dramático la de la opresión de género) y a prestar una atención insuficiente a la cuestión de la diversidad y los derechos y libertades individuales (que quedó en cierto modo anegada por el anhelo de homogeneidad sustancial que latía en la construcción del sujeto mismo).

En cualquier caso, pensemos lo que pensemos de la construcción identitaria de ese sujeto político efectivo que fue el «proletariado internacional», lo que es un hecho es que, con el colapso del mundo soviético y el derrumbe de la vieja bipolaridad geopolítica, se ha desvanecido por completo como sujeto de reconocimiento (y, en esa medida, de transformación política). Hoy sencillamente nadie se reconoce en ese significante. En ese sentido, apelar hoy al «proletariado internacional» es simplemente apelar a un sujeto que no existe. Y no es que los de abajo, los plebeyos, el 99% hayamos dejado de ser víctimas del capitalismo. La cuestión es que las víctimas del capitalismo (desde los desahuciados de sus viviendas hasta los afectados por la especulación del precio de los alimentos) han dejado de reconocerse en el significante «proletario» y en la cultura y el programa político correspondiente.

En esta situación, la estrategia más ruinosa en la que podría enredarse la izquierda radical es el intento de mantener liturgias autorreferenciales dirigidas a un sujeto en el que nadie se reconoce y con el que nadie se identifica.

Ahora bien, el problema, como es evidente, es pensar cómo podemos articularnos los plebeyos, los de abajo, las víctimas del capitalismo, el 99% en un nuevo sujeto político con capacidad transformadora. Y a este respecto, es decisiva la batalla por la conquista de algunos significantes vacíos, en los que de antemano se reconozcan capas amplias de la población, y que puedan ser dotados de contenido emancipador. Por ejemplo, uno de los movimientos políticos más audaces a los que hemos asistido en los últimos tiempos ha sido, desde nuestro punto de vista, el realizado por Juventud Sin Futuro (en el que, por cierto, estamos fascinados por el protagonismo que han tenido los estudiantes de la Facultad de Filosofía de la UCM). En efecto, han logrado conquistar el significante «juventud» (en principio políticamente neutro pero con un extraordinario poder de identificación y reconocimiento, especialmente en una sociedad como la nuestra) para convertirlo en el sujeto de una agresión colectiva y que exige respuesta, por lo tanto, también colectiva. La dificultad de acceder a la vivienda o de encontrar un trabajo digno está dejando de vivirse en clave de responsabilidad individual y está pasando a vivirse como el resultado de una agresión contra toda una generación. En efecto, el hecho de metabolizar por ejemplo una situación de desempleo en clave de fracaso individual (incluso con cinco millones de parados) es el resultado de un triunfo apoteósico de lo que podríamos llamar una «estética de los emprendedores», es decir, una constitución de la sensibilidad forjada enteramente en el relato de la conexión necesaria entre el mérito y el éxito. Contra este relato (que es clave, por ejemplo, para lograr que una tasa del 50% de desempleo juvenil dispare las consultas psicológicas pero no la organización política y sindical) el éxito de JSF ha sido el de apropiarse el significante «juventud» y confrontar el relato de que «quien realmente lo merece lo consigue» con el contrarrelato de la generación agredida (que, además de ser más verdadero, está dotado de una gran potencialidad política emancipadora).

Del mismo modo, creo que los significantes clave de los que nos tenemos que apropiar si queremos construir contrahegemonía son los de «ciudadanía», «democracia», «libertad», «soberanía», «derecho», etc. En efecto, se trata de significantes en los que la mayor parte de las víctimas del capitalismo se reconocen y, desde luego, no debería resultar imposible presentar el actual golpe de Estado financiero y el secuestro de todas las instituciones políticas por parte del gran capital como un atentado del que somos víctimas «nosotros los ciudadanos». Realmente se habrá ganado mucho desde un punto de vista emancipador si, cada vez que la banca desahucia a una familia (para acumular una más a su parque de tres millones de viviendas vacías), lo vivimos como un atentado del sistema financiero contra la ciudadanía (y en esa medida contra nosotros) en vez de vivirlo como una desgracia que acontece a unos desconocidos que nos resultan enteramente ajenos.   En este sentido, consideramos fundamental la recuperación de una cultura cívica y republicana, con sus símbolos, sus ceremonias, sus espacios de socialización y reconocimiento, sus organizaciones políticas, sus imágenes, su música y, por supuesto, su programa político.

Una ventaja sin duda de esta lógica de reconocimiento (y, por lo tanto, de creación de sujeto político) es que entronca muy directamente en una tradición extraordinariamente sensible a la diversidad y al pluralismo y, por lo tanto, debería resultar más capaz de integrar en un proyecto común distintas luchas muy heterogéneas entre sí (contra la explotación laboral, contra la opresión de la mujer, contra la discriminación racial o por orientación sexual, contra la destrucción del planeta, etc.).

En toda caso (quizá también precisamente por esto), la principal ventaja de intentar reapropiarnos de esos significantes (y tratar, por tanto, de resignificarlos) es que, por lo menos, estaremos dando la batalla en el lugar en el que están los agentes que podrían protagonizar cualquier cambio (en vez de en un lugar en el que no hay nadie).

10. Sin duda, el 15M desempeña, entre otros movimientos afines, una función importante, y parece coincidir con algunas de vuestras consideraciones. Toda vez que el libro fue concebido mucho antes de mayo de 2011, ¿consideráis que los nuevos movimientos sociales podrían marcar el camino hacia la construcción de un nuevo sujeto político transformador?

A partir de aquí, y retomando la primera parte de la pregunta, debemos decir que el actual vaciamiento de la democracia parlamentaria (que sin duda es un hecho) no creemos que implique en absoluto el vaciamiento real, efectivo, del legado ilustrado. Más bien al contrario, creemos que hay un resurgir indudable del interés por la participación política en general aunque, cada vez más, esa participación política ciudadana se entienda como algo ajeno al tipo de (mala) obra de teatro que representan esos comisarios del gran capital que son la mayor parte de los políticos profesionales.

Quizá el mayor legado (o incluso el único, y seguiría en ese caso sin ser poco) que ha dejado el 15M ha sido una irrupción de capas amplias de la ciudadanía (y no solo de un puñado de activistas) en la vida política: con capacidad de determinar la agenda, de generar inquietud, de acaparar la atención de los medios, de generar y difundir discurso a gran escala (a través principalmente de las redes sociales), de producir en pocos días movimientos realmente geológicos del sentido común (por ejemplo respecto a la deuda, la vivienda, o la legitimidad de unas instituciones democráticas secuestradas por poderes salvajes, etc.). Esto es hacer política de primer nivel, y resulta que se ha hecho, precisamente, en nombre de la democracia, la soberanía y los derechos de los ciudadanos contra esos usurpadores de tales principios que son los políticos profesionales y los poderes financieros.

Bien es verdad que, en ausencia de un sujeto político realmente constituido (y, por lo tanto, en ausencia de programa y horizonte de transformación) cualquier movimiento de este tipo tendrá un enorme poder destituyente (como lo tuvo por ejemplo en Argentina el 2001 bajo el lema «que se vayan todos») pero un escaso poder constituyente. De todos modos (mirando de nuevo por ejemplo el caso de Argentina), cabe sospechar que el tipo de salidas que quepa dar al actual expolio (a lo que con mucha precisión llamas «contrarrevolución capitalista conservadora mundial») dependerá en gran medida del tipo de operación destituyente con la que comience. (En este sentido, no creemos que sea casualidad que en toda América Latina, que fue sometida durante los años 80 y 90 a un sistema de saqueo financiero similar al que estamos padeciendo ahora nosotros, movimientos destituyentes de raíz democrática y popular -en Argentina, Venezuela, Bolivia, Ecuador, etcétera- hayan terminado teniendo salidas en clave progresista a partir de comienzo del siglo XXI).

Ahora bien, si se nos permite un pequeño paréntesis para terminar, lo que tampoco podemos eludir en ningún caso es que esta cuestión de la democracia, el derecho, la soberanía, etc. (de la que se ha hecho bandera tanto en los procesos transformadores de América Latina como en los movimientos de respuesta aquí) se halla siempre muy estrechamente vinculada con la cuestión del reconocimiento en clave nacional. En efecto, la identidad nacional es la que a la postre se ha mostrado, con mucha diferencia, como la más resistente a cualquier tipo de avatares. Esto nos podrá gustar más o menos (en función de nuestros principios, nuestra sensibilidad o incluso nuestra nacionalidad), pero parece presentarse como un hecho realmente tozudo del que no podemos sin más desentendernos. A este respecto, parece evidente que una de las claves para la construcción de un nuevo sujeto político pasa, precisamente, por reivindicar un principio de soberanía capaz de conformarse por oposición al dominio de los poderes financieros que escapan a cualquier tipo de control democrático. Y es difícil que ese principio de soberanía (nos guste o no) vaya a pensarse en una clave distinta a la nacional. En todo caso, es evidente que este principio opera con fuerza en movimientos de respuesta como el 15M y, por ejemplo, se puede percibir con toda nitidez en la campaña electoral francesa de este año (2012).

En este sentido, creo que a la hora de construir un sujeto político (que desde luego no está dado; que está pues por construir) nuestras alternativas reales no están en construirlo en clave nacional o no, sino en construirlo en una clave nacional de contenidos excluyentes o bien en una clave nacional de contenidos integradores e internacionalizables. No es lo mismo que el orgullo nacional se cifre en ser el país más fuerte y al que todo el mundo teme (en el modo de reconocimiento del matón de la clase) a que se cifre en tener unos servicios públicos ejemplares, o en ser tierra de acogida o en llevar la iniciativa de la resistencia contra la dictadura financiera. Hablando por ejemplo el otro día con Eduardo Fernández Rubiño, uno de los activistas más destacados de Juventud Sin Futuro, comentaba que le parecía evidente (y creo que tiene razón) que una de las claves del éxito de la movilización del 15 de octubre de 2011 en España había que buscarla en el orgullo que generaba estar llevando la iniciativa desde aquí de una movilización que iba a ser secundada en cada rincón del planeta. Uno de los peores errores que podríamos cometer es hacer como que no existe la clave de identificación nacional. Cualquier sujeto político del cambio hoy va a constituirse inevitablemente, de un modo u otro, en esa clave. Por lo tanto, creo que nuestras alternativas son o bien quedar fuera de la partida o bien dar la batalla por resignificar ese contenido nacional (y sus símbolos, sus relatos, sus lazos de identidad cultural) en una clave integradora y universalizable. Si no lo hacemos nosotros, el resultado inevitable será el triunfo excluyente, xenófobo y opresor de la identidad nacional capitalizada en exclusiva por la derecha tradicionalista.

¿Cuáles son las mayores dificultades a este respecto? En primer lugar, en el caso concreto de España, dada nuestra peculiar situación y el conflicto que alberga nuestro Estado en torno a la cuestión nacional, la posibilidad de resignificar los símbolos constituye una operación especialmente complicada (y quizá imposible). Puede que el significante España sea patrimonio indisputable de la derecha. Y, en segundo lugar, para cualquier país desarrollado, nos topamos con que la posibilidad de establecer pautas universalizables pasa necesariamente por asumir una drástica reducción de los patrones de consumo. En efecto, las pautas de consumo del mundo desarrollado resultan incompatibles con las sostenibilidad del planeta incluso si se circunscriben al mundo desarrollado mismo, y, desde luego, resultan imposibles de universalizar. Por lo tanto, no hay posibilidad de cambio ni proyecto de transformación aceptable que no pase por instaurar (así sea por la fuerza) modos de «vivir la vida de otra manera» que no resulten materialmente incompatibles con la sostenibilidad del planeta (tal como explicaste ―se refiere a Jacobo Muñoz― de un modo tan exacto como provocativo, en tu intervención en el congreso «¿Qué es comunismo?, que se celebró en la UCM entre noviembre y diciembre de 2011).


 

11. Y por último, ¿qué limitaciones impone, en vuestra opinión, si es que impone alguna, la restricción kantiana del sujeto moral a varones mayores de edad, y sobre todo libres, con una libertad garantizada por su condición de propietarios privados, al propio programa emancipatorio moderno? Y, si esa limitación esencial se elimina, ¿consideráis tal programa asimilable, sin más, al defendido por Marx y Engels desde 1848, cuando menos?

Aquí lo importante es el motivo explícito por el que Kant restringe la ciudadanía a los varones libres mayores de edad. La clave está en que para ser ciudadano no basta con ser libre e igual ante la ley. Hace falta ser, además, «varón». Obviamente, la referencia al sexo depende de un prejuicio machista que Kant tiene en la cabeza, pero, cuidado, lo que está diciendo no se resume en ese prejuicio, es algo muy distinto. Para Kant lo primordial no son los genitales, sino el hecho de que los varones tienen independencia civil (por cierto, sólo si tienen propiedades). No se le ocurre, es verdad, la posibilidad de una revolución capaz de extender la independencia civil a la mujer. Tampoco se le ocurre la posibilidad de una revolución capaz de extender la independencia civil al conjunto de la población no propietaria (lo que en su cabeza sólo habría sido posible, supongo, mediante una redistribución exhaustiva de la propiedad). Pero en lo que acierta de lleno es en que para que haya ciudadanía no basta con la libertad y la igualdad. Si no hay independencia civil (y a él no se le ocurre otro procedimiento de garantizarla que la propiedad privada), la ciudadanía es una estafa, una ficción. Por eso es partidario del sufragio censitario. Le parece más justo para que las personas casadas no voten dos veces, en lugar de una, como los solteros. Y también porque así, cualquier campesino que trabaje su propia tierra tendría tanto peso político como un gran empresario del que dependen cien mil obreros. El sufragio universal, en cambio, le parece una manera inequívoca de lograr que el gran empresario vote cien mil veces más que el campesino, puesto que todos sus obreros, que dependen a vida o muerte de su empresa, votarán lo que más convenga a la empresa. Por supuesto, la conclusión políticamente más honrada no es la de restringir la ciudadanía a los propietarios y los varones, sino la de extender la propiedad a las mujeres y a los proletarios. Eso es lo que implicaba la idea de «fraternidad».

Para que haya «ciudadanía» hace falta libertad, igualdad y, también, «fraternidad». «Fraternidad» significa que no se obedece a un padre, a un amo, a un señor, porque no se depende de él. Significa que la población tiene independencia civil, que «no depende de otro para subsistir». O sea, la «fraternidad» es el lado material del famoso lema de la revolución francesa. Sin «fraternidad», sin independencia civil, la ciudadanía carece de condiciones materiales para su ejercicio. Es una ciudadanía nihilizada, una libertad para nada y una igualdad en la nada . Un ciudadano sin independencia civil es libre de hacer todo en unas condiciones en las que no hay nada que hacer, excepto trabajar en lo que sea, como sea, al precio que sea, según los caprichos de unos mercados que son, actualmente, los amos de todos los amos. Creemos que ya está bien de que esta ignominia siga autodenominándose «estado de derecho». Eso sí que es incompatible tanto con lo que dice Kant, como con lo que dicen Marx y Engels a partir de 1848. Y precisamente porque estarían de acuerdo, creemos que el diálogo entre Kant y Marx, a este respecto, es perfectamente posible.

Notas:

1 Salvo indicación contraria, las preguntas han sido formuladas por Jacobo Muñoz y Eduardo Maura. Todas las respuestas, asimismo, proceden de Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero. Cuando han surgido diferencias de interpretación o, por motivos de claridad, ha sido necesario identificar a quien pregunta o a quien responde, se señalan sus iniciales.

2 Th. Hobbes, Leviatán, Madrid, Alianza, 2000, p. 188.

3 «Los hombres tendrán libertad de hacer lo que su propia razón les sugiera para mayor beneficio de sí mismos en todos esos actos que no hayan sido regulados por las leyes», en Th. Hobbes, ob. cit., p. 189.

4 «La libertad de un súbdito, por tanto, reside solo en esas cosas que, cuando el soberano sentó las reglas por las que habrían de dirigirse las acciones, dejó sin reglamentar. Tal es, por ejemplo, la libertad de comprar y vender, y la de establecer acuerdos mutuos; la de escoger el propio lugar de residencia, la comida, el oficio, y la de educar a los hijos según el propio criterio, etc.», en Th. Hobbes, ibid.

5   I. Kant, MdS, p. 314.