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La palabra como registro histórico

Fuentes: Rebelión

La casa de la cultura afrouruguaya invita a través de una carta publica a la Real Academia Española a revisar la permanencia, en la edición de su diccionario, de la expresión «trabajar con un negro» por considerarla discriminatoria.

El Uruguay actúa igual que aquella señora estirada, muy dada a hablar de moral, modales y buenas costumbres, que esconde sin embargo un pasado harto dudoso. La esclavitud en nuestro país no fue una actividad menor. Fue el comercio de esclavos con Inglaterra el que valorizó nuestra ganadería, pues, como no podían los esclavistas llevarse oro y plata de América, se les pagaba a razón de 200 o 300 cueros por esclavo, proceso que acentuó su valor de cambio y de ahí la transformación demográfica y económica que viviríamos. Las familias montevideanas de la colonia integraban su capital en casas, chacras, vacas, negros, caballos y ovejas. Tenían más capital en vacas que en negros, pero más en negros que en caballos y ovejas. Con la actividad negrera se financiaban los hospitales, los asilos, las cárceles, pues el Cabildo de Montevideo y Buenos Aires recibían su tercio en cueros por cada transacción. Cuando se inició el proceso malllamado «Independencia» cada vez que a un criollo se le pedía que ingresara al ejército libertador, podía zafar enviando a un negro, y aquellos negros que querían liberarse de sus amos, podían hacerlo, pero pasando a la categoría de carne de cañón. No se crea que esto pasó exclusivamente en la Banda Oriental. Los negros fueron la carne de cañón de los ejércitos «libertadores» de toda América. Nadie, ningún héroe, ningún «Guarango de bronce» abolió la esclavitud. Todo lo contrario, se aprovecharon de ella para reforzar sus ejércitos. Luego, a la hora de escribir nuestra constitución, la sociedad criolla decretó la libertad de vientres, lo cual significaba la libertad para los negros que nacieran en el futuro, pero ninguno de aquellos constituyentes esclavistas perdería a sus negros. Ninguno perdería su capital semoviente. El fin de la esclavitud en América estuvo más vinculado al rol de los esclavos en la economía de cada país, y a su vínculo con Inglaterra, que a las buenas disposiciones morales. Allí donde los negros no eran piezas claves en la economía fue donde primero los liberaron.

Fuimos esclavistas, usamos a los esclavos para nuestras guerras, luchamos porque Montevideo tuviera, a diferencia de Buenos Aires, el privilegio de la venta de esclavos, en nuestras escuelas llamamos al esclavista Maciel como filántropo y «padre de los pobres», construimos, no por el bien de los esclavos, si no por el bien de la población blanca de Montevideo, un barracón en donde dejar en cuarentena a los esclavos sarnosos, cosa que no nos contagiaran. ¿Dónde está ese barracón? ¿Por qué permaneció oculto durante doscientos veintiséis años? Actualmente se están haciendo trabajos de excavación para determinar el lugar, para que la ciudad pueda encontrarse con su pasado. Aplaudimos esta iniciativa, inclusive en el caso que estuviera dictada por intereses turísticos. No es una iniciativa racista ésta que nos recuerda nuestro pasado negrero. Racista es haberlo ocultado. ¿Dónde están las cadenas? ¿Dónde están los grillos? ¿Por qué no formamos un museo donde se luzcan estas muestras de avaricia y de maldad? ¿Por qué no ponerlo lindero a un museo que muestre los mecanismos de tortura de la dictadura?

Los documentos pueden destruirse, del pasado puede no hablarse, sobre todo si del pasado nos hablan las instituciones estatales, los objetos del delito pueden esconderse en manos de coleccionistas, pero no se pueden acallar los rastros en el lenguaje. «Más malo que Artigas» decía el proverbio antiguo. Los sacerdotes del culto al dios uruguayo pretenderán que esta expresión fuera definitivamente borrada del vocabulario, pero por fas o por nefas es saludable que la expresión llegara a nosotros. O es resultado de una «leyenda negra» por la cual las clases privilegiadas quisieron denostar a un héroe revolucionario que minara sus privilegios; o es resultado de un saber popular que ninguna propaganda estatal pudo devastar, por el cual Artigas era un fiero policía de la campaña que ejecutaba sin juicio previo a todo eventual malhechor, gaucho o indio, que cazara. «Trabajar como un negro» no es una expresión racista. En una sociedad colonial donde los hijosdalgo veían con horror ensuciarse las manos con el trabajo, y donde los indios no había quién los pusiera a trabajar ni funcionaran siquiera las muy eficientes reducciones jesuitas (se traían para ciertas tareas a los indios cristianizados por los jesuitas en Paraguay), el que trabajaba en aquellas cosas que nadie quería hacer, el trabajo pesado, era el negro. «Trabajar como un negro» significa reconocer que fuimos esclavistas. No es denigratorio para ningún negro. Sería, eventualmente, denigratorio para los blancos, por esclavistas.

No creamos ni por un instante que en Occidente acabamos con la esclavitud como resultado de una evolución de nuestras mentes. Acabamos con la esclavitud cuando se convirtió en una actividad antieconómica. En vez de invertir en esclavos de muy lenta amortización, se invertía en actividades industriales de rápido retorno, para lo cual se precisaba, por un lado obreros, y por el otro, consumidores, y este tipo de economía era enemiga del régimen esclavista, motivo por el cual Inglaterra, luego de enriquecerse con la trata negrera, pasó a ser su principal perseguidora, convirtiéndose en la «policía de los mares».

Aquellas taras mentales que permitieron la esclavitud no fueron abolidas. Siguen entre nosotros. Si las queremos abolir, no las ocultemos. Y si fuera racista la expresión, no ataquemos el síntoma, el lenguaje en todo caso es un termómetro. Y además ¿ante quién se eleva una carta para que modifique o anule una expresión? ¿Ante la Real Academia? Si un día enviamos una carta a España, además de agradecer todo lo que de ellos heredamos, exigámosle que nos restituyan todo lo que nos quitaron. Exigámosle que, como hizo el Vaticano con Galileo cinco siglos después, pida disculpas por el genocidio indígena y por la trata de negros, y de paso exigámosle a Inglaterra que pida disculpas a toda la humanidad. En cuanto a la Real Academia, lo mejor que podemos hacer es olvidarla. El lenguaje no precisa de Academias. ¿Qué sentido tiene una institución que establece que una palabra es aceptable luego que la gente la ha inventado y usado por doquier? Las instituciones inventan las fronteras, pero las palabras no saben de fronteras ni de controles.

Abolimos la esclavitud, pero sólo para pasar a otras formas de esclavitud. La palabra puta no nos gusta, es demasiado fuerte, es demasiado clara, usamos académicamente la palabra prostituta, o todavía mejor meretriz, golfa, casquivana. La palabra negro nos suena mal, inventemos la palabra afrodescendiente. No la llamemos dictadura, llamémosle mejor régimen de facto. Barramos la basura debajo de la alfombra.

Todo nuestro lenguaje es expresión de nuestra cultura. Esclavo viene, aparentemente, de eslavo, raza de hombres blancos esclavizados fuera de Europa. Los negros que vendían los blancos habían sido previamente comprados a negros que esclavizaban negros. La esclavitud es una institución muy antigua, pero no es una institución que acompañara a toda la historia de la humanidad. Por miles de años los cazadores y recolectores no fueron dados a la esclavitud. La esclavitud nació con la agricultura, proceso asociado con la escritura, las clases sociales, el Estado y la propiedad de la tierra. De una propiedad más o menos estatal hemos pasado a la propiedad privada. Con ella nacieron una cantidad de palabras: cerradura, alambres de púa, alarmas, cárceles, rejas, grilletes, esclavos y muchísimas más. No nos preocupemos de abolirlas. Preocupémonos en soñar que ojalá algún día no sean necesarias, que dejen de usarse pues habrá caído la cosa que les da nombre. Y si desaparece la cosa y la palabra pervive, será por que aquella utópica humanidad no gustará de hacerse trampas al solitario, y cuidará del lenguaje como una prueba viviente de su pasado.