«Las inexistencias no se prueban; se prueban las existencias. La carga de la prueba compite al que afirma existencia, no al que no la afirma.» Manuel Sacristán, La tarea de Engels en el Anti-Duhring. El juicio contra cuatro independentistas gallegos en Madrid por pertenecer a «Resistencia Galega» ha vuelto a poner encima de la mesa […]
El juicio contra cuatro independentistas gallegos en Madrid por pertenecer a «Resistencia Galega» ha vuelto a poner encima de la mesa el hecho de que los equilibrios entre lo ridículo y lo trágico son profundamente precarios en el Estado Español. Todo régimen fundamentado materialmente en la opresión necesita para sobrevivir un mínimo de credibilidad y de capacidad para hacer pasar desapercibido lo increíble. Cuando la incredulidad y el asombro monopolizan las caras de la ciudadanía, una clase dirigente capaz de pensar estratégicamente debería dar marcha atrás, rectificar, rehuir el enfrentamiento, integrar a los que disienten: cuando una clase opta por la represión lo que está revelando es que su único proyecto social es impedir que surjan nuevos proyectos alternativos y superadores. La represión sobre los que disienten revela el agotamiento de un modelo, falta de ideas por parte del poder, aunque también puede revelar la impotencia de quienes se proponen construir otro mundo.
En el caso del juicio contra los independentistas gallegos Eduardo Vigo, Mária Osorio, Roberto Rodriguez y Antón Santos , se entremezclan varias cosas amargamente curiosas. El proceso parece la interpretación de una farsa coral donde los jueces tienen que hacer esfuerzos titánicos por creer que su papel de inquisidores tiene dimensión de misión histórica. La tradición de jueces salvapatrias es una especie de compensación freudiana por el papel anónimo al que los relegaba sistema burocrático franquista, que prefería mantener en un segundo plano a los rostros que ejercían el papel de condenadores. En la sociedad del espectáculo que recubre el régimen del 78, los jueces están más cerca de Mercedes Milá que de Montesquieu.
El desconcierto de los políticos del régimen es evidente. No saben si tienen que jugar esta partida o si tienen que retirarse. Los patéticos balbuceos de PP y PSOE en Galiza, afirmando que su sedes ha sufrido ataques «terroristas» pero sin atreverse a señalar a nadie, muestran el desconcierto de una casta cada día más aislada. El BNG y AGE, valientemente, han defendido a los independentistas: esperemos que se repita con otros campos antagonistas reprimidos por el orden.
La población observa el caso con cinismo. Solo un 0’3% de los gallegos cree en la existencia de «Resistencia galega». Nadie habla demasiado del caso, más allá de la izquierda organizada, pero nadie se cree las mentiras del aparato de estado y de los representantes de la mentira en la sociedad civil. La solidaridad es mínima, la incredulidad es máxima. Discordancias posmodernas. Debilidades también en las conexiones entre la vanguardia del cambio social y el cuerpo social: urge regenerar redes solidarias entre activistas y el pueblo, entre activistas y activistas, entre la izquierda gallega y la izquierda española.
Pero detrás de todo esto, hay un juicio también contra la propia condición nacional de Galiza. El trato despectivo de la prensa oficial de un régimen fundamentado en la hegemonía cultural de «lo español» a todo lo que huela a nacionalismo gallego es escandaloso: que un juez se atreva a decirle a Xose Manuel Beiras «usted cállese», con todo el odio del que es capaz alguien que es sumiso con los de arriba y cruel con los de abajo, hace que muchos que no somos nacionalistas nos interroguemos sobre la relación biopolítica que lleva a que en el diccionario español «gallego» siga siendo sinónimo de tonto. Parece que el régimen del 78, borracho de impotencia, de prepotencia, quiere reinterpretar aquella escena final de la película «Domingo Sangriento» (Bloody Sunday) en la que, tras un brutal ejercicio de terrorismo de estado por parte de los aparatos de seguridad del estado, miles de irlandeses se anotan en el IRA.
Por volver a la frase de Sacristán con la que empezaba esta nota, recordemos también que aquí nadie tiene que condenar lo que no ha sido demostrado. Nuestro ateísmo es también político. Combatamos las «pasiones tristes» de quienes defienden servilmente a los opresores y solidaricémonos con los que luchan desde abajo.
Fuente: http://www.grundmagazine.org/