Ante el anuncio de un nuevo grupo, que se autodefine como «Convocatoria Cívica», uno se hace un sinfín de preguntas, entre las que caben: ¿uno más?, ¿es que no hay suficientes grupos con idénticos o semejantes planteamientos?, ¿es que no escarmientan?, ¿es que no se dan cuenta de la ineficacia de los que han surgido […]
Ante el anuncio de un nuevo grupo, que se autodefine como «Convocatoria Cívica», uno se hace un sinfín de preguntas, entre las que caben: ¿uno más?, ¿es que no hay suficientes grupos con idénticos o semejantes planteamientos?, ¿es que no escarmientan?, ¿es que no se dan cuenta de la ineficacia de los que han surgido anteriormente?, ¿no comprueban sus autores que poco a poco se van diluyendo? Con esta nueva aparición se hace bueno el popular dicho: «éramos pocos y parió la abuela».
Convocatoria Cívica, como supuesta propuesta de contestación al modelo político actual, está formada por profesionales con más o menos renombre. El más conocido, sin duda, Baltasar Garzón. A él se unen, básicamente, profesores, escritores y artistas. La fórmula de presentación, la de siempre: lectura de un manifiesto en una sala de un establecimiento conocido, en este caso el Ateneo de Madrid. El reclamo: la presencia de personas con ese mayor o menor grado de popularidad.
En mi ya larga experiencia, y a través del conocimiento de la historia, he comprobado que los grandes hombres y las grandes mujeres, esos que han luchado de verdad, jamás se han expuesto públicamente. Los logros que alguna vez se han alcanzado han sido fruto de la entrega, de la lucha, de la conspiración y de la clandestinidad. Nada que ver con la exposición y el anuncio como si se tratara de un producto comercial.
Todos estos «movimientos» proponen medidas desde dentro del actual sistema socioeconómico, es decir, se mueven en el marco del sistema capitalista y en el modelo político vigente. Un sistema agotado y un modelo obsoleto. Y desde dentro no hay alternativas que valgan.
Hay que atreverse a denunciar la «democracia» que nos tiene atrapados. Es esta práctica política la mejor estrategia que el poder real ha encontrado para defender sus intereses. Hay que atreverse a desmontar esta trampa con la única herramienta que tenemos en nuestras manos: la abstención. A la vez sería conveniente elaborar una alternativa al sistema, siempre contando con las condiciones objetivas y subjetivas. De no darse estas condiciones, mejor dejar que el poder nos presente otra forma de cobertura. Tal vez nos resulte más interesante que la actual.
«El sistema siempre se ha visto necesitado de una cobertura política que, de una u otra manera, le proteja y le permita operar de la forma más tranquila posible. Cuando ha sido necesario utilizar modelos represivos, no ha tenido inconveniente en llevar esas prácticas hasta sus últimas consecuencias. Las democracias modernas ofrecen una aparente paz social, haciéndonos creer que éste es el menos malo de los modelos de convivencia. El término «democracia» se ha convertido ahora en el parapeto político de un sistema injusto tras el cual toda actuación se legitima por el mero hecho de estar encuadrado en lo que no es otra cosa que una mera fachada para mantener la mansedumbre de las masas y para contener cualquier intento de rebeldía.
Inicialmente la democracia nace como alternativa a la aristocracia con el fin de diluir el poder político, dando participación a un colectivo más amplio de la población, pero, históricamente, la toma de decisiones siempre ha estado restringida a un sector, estamento o clase social. En cualquier caso, el sistema se ha protegido de manera demagógica para evitar la verdadera participación popular, poniendo en práctica «modelos» muy alejados de la autentica intervención política del conjunto de la ciudadanía. El poder económico ha sabido administrar hábilmente la situación política y el control ha estado siempre en sus manos, estableciendo gobiernos que, parafraseando a los clásicos, se constituyen en gabinetes de gestión de la clase dominante. Esa habilidad para la adaptación política a los intereses de clase, la ausencia de una verdadera y eficaz estrategia para el cambio, la debilidad de quienes impúdicamente están dispuestos a prestar sus servicios a cambio de las migajas que caen de la mesa del poderoso y la utilización de todos los medios a su alcance para deformar y distraer a la ciudadanía, han dado lugar, a pesar de encontrarnos en estados de corte «democrático», a la permanente ausencia de una favorable correlación de fuerzas de los menos favorecidos y, como consecuencia, a la tergiversación del curso natural de la historia.
Pero si la democracia es una estrategia o una táctica dilatoria para que la clase dominante mantenga el poder, también podría ser una estrategia para combatirlo profundizando en la participación y cuestionando el actual modelo. La forma razonable de convivencia pasa por la voluntad y el deseo de una mayoría consciente de su realidad y despojada del velo del engaño al que reiteradamente está sometida, pero para el cambio es preciso que se den esas condiciones a las que ya hemos hecho referencia.
La democracia, con este genérico enunciado, es una vieja fórmula de organización sociopolítica que, en su más pura esencia, permite a todos los ciudadanos participar, directa o indirectamente, en el gobierno de las naciones. Por esta razón, ha sido siempre una reivindicación popular en la creencia de que, de esta manera, se garantiza que todos tenemos la misma influencia a la hora de formar gobiernos y tomar decisiones de carácter colectivo.
La democracia moderna, frente a otras anteriores formas autoritarias de gobierno, ha conseguido instalarse y legitimarse como la más aceptada forma de organización sociopolítica. Nadie, ni los más críticos, cuestionan el modelo democrático en esa más pura esencia, si bien es cierto que en la actualidad está cargado de una serie de «vicios» que conlleva su práctica, incluso en los países donde se desarrolla de la manera más avanzada, porque, como decimos, la práctica democrática al uso es un modelo adaptado al actual sistema socioeconómico.
A raíz del surgimiento de los regímenes fascistas europeos, la democracia se convirtió en una reivindicación popular. En España, particularmente, la lucha antifranquista tomó como bandera el modelo político de los países del centro de Europa en donde ya se había consolidado este modelo democrático después de la Segunda Guerra Mundial. La democracia que los sectores más progresistas de la sociedad han reivindicado en mejores tiempos es un modelo participativo que pudiera convertirse en el soporte político de un sistema más justo basado en la igualdad, pero todo el trabajo y la lucha por lograr esas metas han sido estériles. En realidad, las ventajas que la práctica política puedan reportar al pueblo llano no dejan de ser puras concesiones del poder real». (http://www.bubok.es/libros/193055/EN-LOS-LIMITES-DE-LA-IRRACIONALIDAD-analisis-del-actual-sistema-socioeconomico, pág. 91).
En fin, la experiencia nos muestra que este tipo de pronunciamientos tiene mucho más de protagonismo personal que de eficacia para mejorar las condiciones de vida de la ciudadanía. El conocimiento de su existencia alcanza a un limitado número de personas. Dentro de unos meses pasará al limbo en el que se hayan otros como el 15M, el 25S, el Frente Cívico, Democracia real YA y otros tantos. Algunos, como «Rodea el Congreso», han decido disolverse. Aquellos que protagonizan este tipo de cosas, deberían ser conscientes de que su debilidad refuerza el poder de quienes lo ostentan. Estas acciones no les dan miedo, y sin miedo en los de arriba no se garantiza ninguna posibilidad de cambio a favor del pueblo.
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