La democracia española es un buen ejemplo del tenebroso poder de las trastiendas
Las trastiendas siempre han sido uno de los lugares más fascinantes del mundo. Son espacios indeterminados, capaces de comunicar dimensiones distintas pero unidas, precisamente, por esas zonas de transición que, como las arenas movedizas, conectan la superficie y los abismos. Por eso tenemos la sensación de que en ellas todo es posible, como en las trastiendas de las viejas librerías, por ejemplo, donde era posible sortear los controles del inquisidor para encontrar los libros prohibidos.
No obstante, el caso de las librerías es tal vez la excepción liberadora que confirma la regla de sordidez que envuelve a las trastiendas. Porque en la mayoría de ellas no se descubren saberes vetados sino negocios turbios. Orson Wells supo plasmarlo con maestría cuando, superando la novela de Graham Greene, convirtió la Viena de posguerra en una gran trastienda urbana dedicada al mercadeo de la vida y la muerte. No es extraño, pues, que sea en la asfixiante persecución por las cloacas, otro espacio de tránsito entre dimensiones, donde la película logra sus momentos más sublimes. Es así como el filme nos confirma lo ya intuido: que las trastiendas son un espacio propicio para ocultar cadáveres. O a sus asesinos.
La democracia española es también, en ese sentido, otro buen ejemplo del tenebroso poder de las trastiendas. Eso sí, sin la fuerza dramática de El tercer hombre por mucho que la historiografía palaciega se empeñe en proyectar sobre Juan Carlos I la lealtad y moralidad que encarna Joseph Cotten en el filme. Sí. En cierto modo, el sistema surgido de la transición nació precisamente con vocación de gran trastienda donde ocultar miles de muertos y criminales. A los primeros, cuidadosamente ordenados en los estantes olvidados de una gran fosa común. A los segundos, concienzudamente archivados en la carpeta de próceres de la patria, como a Manuel Fraga, o discretamente conservados a sueldo de algún ministerio -el de Interior preferiblemente- como Emilio Hellín, el asesino de Yolanda González.
Pero a los rancios verdugos de antaño pronto se les fueron sumando toda una legión de aspirantes para terminar configurando este régimen -que nació con todo atado y bien atado, según palabras del Caudillo por la gracia de Dios– en esta gran trastienda carpetovetónica, en unos almacenes de estraperlo al por mayor cuyos atestados depósitos alcanzan hasta la sala de armas de la Casa Real. Fueron surgiendo los Amedo y Domínguez, los Barrionuevo, los Rafael Vera, hasta el calzón exhibicionista de Roldan.Les siguieron los emprendedores de pacotilla como los Ruiz Mateos, los Mario Conde o los Astroc de turno. O los Filesa y los Naserio. O los amiguitos del alma con bigotes floridos.O los trajes a medida para un Camps cualquiera. O tantos otros, en fin, hasta culminar en la peineta fácil con que Bárcenas nos interpela con su castizo menosprecio.
Con todo, no son estas las trastiendas más peligrosas, por mucho que los grandes medios -protagonistas de sus propias trastiendas- traten de convencernos de que Mariano Rajoy debe admitir su condición de bodeguero tramposo, responsable de aguar el vino democrático en la impunidad de sus ocultas tinajas. De nada servirá su renuncia como tendero mayor del reino, ni los dubitativos afanes de Rubalcaba por presentarse como el defensor del consumidor engañado. Nada de esto servirá para algo si previamente no saneamos el aire viciado de esa otra implacable trastienda. Aquella donde hace años que nos mantienen almacenados en las polvorientas vitrinas de la resignación y la apatía.