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Del marxismo no eurocéntrico

El Marx sin ismos de Francisco Fernández Buey (X)

Fuentes: Rebelión

FFB se centraba a continuación en una distinción ahora en desuso: la diferencia entre el marxismo ruso o soviético y el marxismo occidental [1]. Atendiendo a las diferencias entre el marxismo de Marx y el de Lenin, así como a la evidente degradación del marxismo que representó el estalinista «socialismo en un solo país», sin […]

FFB se centraba a continuación en una distinción ahora en desuso: la diferencia entre el marxismo ruso o soviético y el marxismo occidental [1].

Atendiendo a las diferencias entre el marxismo de Marx y el de Lenin, así como a la evidente degradación del marxismo que representó el estalinista «socialismo en un solo país», sin llegar a resolver el interesante problema planteado por Korsch al se aludió anteriormente, hacía tiempo ya que se había hecho habitual distinguir entre «marxismo ruso» y «marxismo occidental».

El «marxismo occidental» era, en efecto, uno de los marxismos históricamente existentes. Se le podría considerar como un marxismo trágico: «el marxismo de los revolucionarios sin revolución; el mejor de los marxismos que ha habido hasta ahora desde el punto de vista de la teoría, de la explicación de los hechos que han tenido que ver con las revoluciones y de las previsiones autocríticas del movimiento obrero, pero, pese a ello, el más duramente derrotado en las batallas político-sociales que tuvieron lugar desde la primera guerra mundial en adelante». Rosa Luxemburg, Korsch, Gramsci, Lukács, Benjamin, los marxistas austriacos y muchos otros habían aportado grandes cosas al conocimiento de un mundo en el que, en parte, en aquellos momentos, todavía vivimos. Y, sobre todo, remarcaba FFB, habían contribuido «de manera muy seria a fundamentar la ética de la resistencia anticapitalista en circunstancias sumamente difíciles». Fueron muy críticos de las dos principales corrientes en que se dividió el movimiento socialista del siglo XX; fueron víctimas de esa división en la que ellos mismos inicialmente participaron; fueron combatientes derrotados «ante todo y sobre todo por la reacción conservadora que invadió Europa al acabar la primera gran guerra».

Este era, para FFB, el marxismo de la lucidez. Pero también, al mismo tiempo y sin contradicción, «el marxismo de las luces limitadas a Europa». No necesariamente por etnocentrismo, no siempre por etnocentrismo: «en la mayoría de los casos por ignorancia, por desconocimiento de otros mundos, de otros continentes de los cuales Marx sólo había escrito en relación con (y en función de) Europa». Esta limitación, la etnocentrista, era una limitación muy importante que -esta era, esta fue una tesis esencial en FFB hasta el final de sus días- «toda tentativa actual de repensar el vínculo entre tradición y renovación en el marco de la cultura socialista tiene que tener en cuenta». Muy en cuenta. Basta mirar lo acontecido desde entonces en América Latina. Con ojos abiertos, sin anteojeras.

En todo caso, el «marxismo occidental» no había sido el único marxismo interesante desde el punto de vista teórico-práctico. En aquel momento histórico (principios de los noventa) de afirmación absolutista del occidentalismo euroamericano valía la pena recordarlo de nuevo. Para los tiempos que vendrán, sostenía FFB, «sigue habiendo muchas cosas notables que aprender en la ingente obra política de V.I. Lenin, sobre todo en la obra escrita antes de que la guerra y el destino hicieran de él, que por un tiempo pensó que llegaría a ver la revolución, un estadista.» Para FFB, cuyo aproximación a Gandhi, al pacifismo de Einstein, no le empujaba a arrojar Lenin a la cunera, el revolucionario soviético había sido «un teórico de la política cosmopolita como pocos, aunque, por desgracia, siempre citado de forma ritual, y muy poco leído con espíritu histórico-crítico», como debían leerse a los clásicos, a todos los clásicos del pensamiento político. Lenin lo era.

No había exclusiones ni sectarismos en el marxismo de FFB. Seguía habiendo «muchas cosas notables que aprender en la obra de Trotski, aquel interesante hombre de acción, estupendo observador de los problemas de la vida cotidiana y agudísimo desvelador de contradicciones en el quehacer de las gentes que quieren crear un mundo nuevo», un autor indispensable «para pensar en serio lo que quiere decir revolución de la vida cotidiana más allá de los clichés y de las frases hechas por comodidad».

No sólo el teórico de la revolución permanente. Las nuevas generaciones que se enfrentaran a la necesidad de las revoluciones «tendrán también mucho que aprender en las reflexiones críticas de Nicolai Bujárin (el marxista ruso inquieto que tuvo la valentía de dar nombres a aquellas cosas que parecían innombrables para la ortodoxia)», o en no pocos de los papeles y escritos de Mao «que enseñó a casi todos los marxistas occidentales y eurocéntricos a pensar las cosas de Oriente con categorías distintas a las acuñadas en los aledaños de París entre 1789 y 1893», o cuanto menos a dudar «de su aplicación universal como ganzúas que abren las puertas del conocimiento de toda sociedad)».

Estaban también las intervenciones de Mariátegui «quien cruzó el marxismo europeo de la subjetividad y de la voluntad con las raíces andinas de un pensamiento liberador sin el cual no se explicaría casi nada de las actuales luchas en América Latina» [se da en anexo su magnífico e inolvidable «Recuerdo de Mariátegui», un escrito de 2004]; el pensamiento de Ho Chi Min «que es la experiencia vivida de la resistencia al colonialismo, el testimonio magnífico del espíritu de la rebelión que no hace mucho conmocionó al mundo por su valor moral y que hoy, cuando todavía apenas si florecen los árboles de Vietnam regados por el napalm norteamericano, ya no existe para nosotros porque ya no existe para nuestros medios de comunicación»), o las obras de Kwame Nkrumah «que tanto enseña sobre la tragedia que ha sido y está siendo la independencia de los países africanos, y que habrá que rescatar bajo las losas de silencio con que nuevo colonialismo cubrió una de las etapas más importantes de la lucha de los africanos por su liberación».

Estos son algunos ejes del marxismo sin ismos (y sin sectarimos), no eurocéntrico, que FFB defendió hasta el final de sus días

Anexo: «Recuerdo de Mariátegui». Francisco Fernández Buey. La Insignia. España, enero del 2004 (http://www.lainsignia.org/2004/enero/cul_007.htm

José Carlos Mariátegui, el más grande de los marxistas latinoamericanos, nació en 1894 o 1895 en Moquegua, Perú, probablemente muy poco antes de que muriera en Cuba José Martí, el americano universal. Nació y pasó la infancia en un ambiente pobre y mestizo: su padre tenía antecedentes vascos, su madre indígenas. José Carlos quedó cojo como consecuencia de una lesión (médicamente mal tratada) que le produjo una caída a los siete años; tuvo que pasar por varias dolorosas operaciones en la infancia, no llegó a conocer al padre y se vio obligado a trabajar ya a los 14 años como mensajero en un periódico de Lima para ayudar a la madre y los hermanos.

Fue un hombre inquieto y volitivo, aunque no se consideraba a sí mismo un representante de La Voluntad en la tierra, sino más bien un «alma agónica» en el sentido unamuniano; un alma de las que luchan por cumplir su destino y cuando contemplan lo hecho escriben simplemente: «Mi vida ha sido una nerviosa serie de inquietos preparativos» (1925).

Mariátegui, que se vió siempre como un aventurero del espíritu, solía declarar que su ideal era mantener en alto el ideal. Como tanta gente pobre y como tantas personas preocupadas por la humanidad sufriente, tuvo pronto como ideal el socialismo. Hasta 1919 se formó intelectualmente en el ambiente literario y bohemio del periodismo liberal limeño, próximo a las vanguardias y muy crítico del provincianismo y de la politiquería clientelar dominante en Perú. Luego fue un marxista a su manera, como lo fueron casi todos los marxistas fecundos de los años veinte: amante del orden intelectual y del método, hombre de los que se enfadan cuando se les dice que no han cambiado, pero que saben, no obstante, contestar al periodista encuestador: «He madurado más que cambiado» (1926). Él mismo se definió una vez como «orgánicamente nómada». Y, sin embargo, vivió sólo treinta y cinco años. En ellos sufrió mucho. Y no sólo por sí mismo. Tuvo que permanecer los seis últimos años de su vida, entre 1924 y 1930, en una silla de ruedas después de que le fuera amputada una pierna desde el muslo a consecuencia de una tuberculosis ósea. Y desde aquella silla escribió sin flaquear cientos de páginas al servicio de los campesinos y de los obreros.

El resultado de aquel esfuerzo personal valió la pena. Mariátegui hizo desde joven un periodismo culto, informado, sugerente, apasionado, combativo. Y lo que es más importante: con punto de vista, con declaración explícita del ángulo desde el cual se escribe, con conciencia de quién era su público lector, sin olvidar en ningún momento la meta que se persigue al coger la pluma. Todo lo contrario del periodismo como nadería, del periodismo del hablar por hablar. En esto el quehacer de Mariátegui es comparable al de otros dos grandes contemporáneos suyos en Europa: Antonio Gramsci y Piero Gobetti. De ellos seguramente aprendió Mariátegui durante su estancia en Italia.

Su actividad periodística se inició en el diario La prensa. Allí comenzó Mariátegui como mensajero, pero pronto (1912) se convirtió en un espléndido cronista respetado y temido. Las contribuciones de Mariátegui en el diario limeño hasta 1916 continuaron en las páginas de la efímera revista Nuestra Epoca, en la que colaboró también César Vallejo y donde se vislumbra ya su incipiente orientación socialista. Luego escribió en La Razón, un espacio desde el cual alentó la Reforma Universitaria peruana, las luchas de los estudiantes rebeldes y las reivindicaciones de los trabajadores.

El dictador Leguía, tras recuperar el poder mediante un golpe de Estado en 1919, becó a Mariátegui confiando, sin duda, en amansar así al revolucionario. Mariátegui aceptó la oferta de una representación oficial en Europa, sabiendo ya de su enfermedad y del peligro que corría en Perú. Recibió entonces muchas críticas de entre los suyos. Pero partió para Europa. Vivió en París, donde contactó con H. Barbusse y el grupo de Clarté; luego en Roma, en Florencia, en Berlín, en Hamburgo. La estancia en Italia fue importante para Mariátegui. Allí leyó a Marx. Y asistió al Congreso fundacional del partido comunista de Italia en Livorno. Y allí conoció el amor: la entonces jovencísima Anna Chiappe, natural de Siena. En total estaría en Europa cuatro años para regresar a Perú en 1923.

El Italia, Mariátegui fue testigo del ascenso del fascismo en su primera hora. Vivió el giro hacia el fascismo de intelectuales importantes que se habían llamado a sí mismos revolucionarios, en lo político y en lo artístico, sobre todo el de los principales representantes de futurismo. Y escribió páginas muy notables para interpretar y denunciar tanto este giro como el colaboracionismo y la neutralidad de tantos otros intelectuales del momento. De esas páginas yo destacaría su percepción de uno de los factores que contribuyeron históricamente a la atracción de los intelectuales por el fascismo, el factor psicológico y cultural: «La intelectualidad gusta de dejarse poseer por la Fuerza. Sobre todo cuando la fuerza es, como en el caso del fascismo, joven y osada, marcial y aventurera».

Su lectura de Marx, en la Europa revolucionaria de la primera postguerra, fue tan atípica como interesante: a través del sindicalismo de Sorel, y de su teoría de los mitos, del historicismo de Benedetto Croce y del liberalismo autocrítico, radical, de Piero Gobetti. El marxismo de Mariátegui nació así como un marxismo cálido, de talante libertario, influído por la prosa de Barbusse y por Romain Rolland. Nada que ver, por tanto, con el determinismo economicista dominante en la Segunda Internacional ni con el marxismo del catecismo estalinista que se estaba fraguando ya. Como el de Gramsci, como el de Rosa Luxemburg, el marxismo de Mariátegui fue pensamiento propio construido en el marco, eso sí, de una tradición liberadora; pensamiento que se hace, a sabiendas, en continuidad, y que se fijó sobre todo en dos cosas: en las propias raíces indígenas y en los acontecimientos nuevos del mundo que los clásicos de aquella tradición liberadora ni siquiera pudieron vislumbrar.

Al regresar a Perú, en 1923, Mariátegui proyectó sus esfuerzos en lo que se ha llamado la peruanización del marxismo. Se volcó en la Universidad Popular, difundió las tesis de Lenin e hizo una muy notable contribución a la cultura obrera de la época en un curso para trabajadores sobre la historia de la crisis mundial, en el que, entre otras cosas, hay apuntes de mucho mérito acerca de los orígenes del fascismo mussoliniano. Fruto de su interés vivido por los problemas específicos del campesinado indígena en un mundo cambiante fue el comienzo ( en 1926) de la publicación de Amauta, una de las revistas (de «doctrina, arte, literatura, polémica») más sugestivas en la historia del marxismo latinoamericano. Amauta es el nombre del poeta, del sabio, del maestro del Tahuantinsuyo, de la comunidad incaica. Con este nombre afirma Mariátegui la voluntad de recuperar las raíces del indigenismo peruano.

Pero lo hace con la vista puesta en los problemas nuevos, del momento, y con un espíritu abierto, cosmopolita. «Todo lo humano es nuestro», dice Mariátegui en la presentación de Amauta. Y, en efecto, allí publicó colaboraciones de Rolland, Barbusse, Aragon, Breton, Unamuno, Gabriela Mistral, Gorki, Lunachartski, Silva Herzog, Vasconcelos, César Vallejo.

Aquella voluntad de «crear un Perú nuevo en un mundo nuevo» tuvo su mejor expresión en Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928), seguramente la obra más conocida de Mariátegui y, sin ninguna duda, la más apreciada en Latinoamérica por su originalidad, ejemplo de lo que un día se llamó «análisis concreto de la realidad concreta». Mariátegui criticó en ella la creciente destrucción de la comunidad indígena de origen incaico; una destrucción iniciada por los colonizadores españoles y profundizada por el liberalismo progresista.

Con los Siete ensayos Mariátegui llevó a cabo una reconstrucción histórico-crítica del ayllu [la comunidad] peruano muy parecida a la que unas décadas antes habían hecho los populistas marxistas rusos con la obschina y el mir. Para la comparación entre ayllu y mir Mariátegui se sirvió de la obra de Eugene Schkaff sobre la cuestión agraria en Rusia. Dió así una visión completamente nueva y revolucionaria de la historia y del presente de la cuestión indígena como cuestión campesina en una clave interpretativa muy notable: la recuperación explícita del «mito socialista», en la línea de Sorel, para defender la tradición indígena, acabar con la hegemonía cultural de los terratenientes y unificar, además, las reivindicaciones de los trabajadores urbanos con las de los campesinos.

Casi siempre se piensa que una vida de hombre «orgánicamente nómada» empobrece estéticamente a la persona. Brecht escribió un espléndido poema sobre eso. Y suele ocurrir. Pero no fue el caso de Mariátegui. Junto a los Siete ensayos y a la Defensa del marxismo (contra Henri de Man) dejó también, en su corta vida, algunas pequeñas perlas representativas del buen gusto literario y de una buena y pluriforme orientación poética (amó a Whitman y a Pascoli, a Heine y a Mallarmé, a Vallejo y a Gorki, a Alekander Blok y a Vladimir Maiacovski).

Una de cosas que más impresiona cuando se repasa la obra escrita de Mariátegui es la enorme cantidad de temas y autores de todo el mundo que conoció y le interesaron: historiadores y sociólogos, poetas y artistas, músicos y narradores, psicólogos y filósofos. Tuvo una cultura realmente prodigiosa para su formación autodidacta, una cultura interdisplinar. Supo argumentar en favor de la igualdad de la mujer. Y tuvo como máxima una curiosa variante de la palabra gramsciana, que él tomó de José Vasconcelos: «Pesimismo de la realidad, optimismo del ideal». No quiso reconciliarse con aquella realidad que no le gustaba. Al final de su vida contribuyó a la fundación de la Confederación General de Trabajadores del Perú y a la clarifiación ideológica del socialismo revolucionario peruano. También por eso todavía le recordamos. El Amauta de Mariátegui fue una publicación en la que lo artístico y lo literario ocuparía un lugar central. De la combinación de esto con la vocación política salió un lenguaje nuevo, un lenguaje que hoy en día pueden entender y apreciar aún los jóvenes, a pesar del paso del tiempo. Como se entiende y se aprecia, a pesar del paso del tiempo, el elevado, noble, concepto que Mariátegui tuvo de la política:

«Hacer política es pasar del sueño a las cosas, de lo abstracto a lo concreto. La política es el trabajo efectivo del pensamiento social; la política es la vida. Admitir una solución de continuidad entre la teoría y la práctica, abandonar a sus propios esfuerzos a los realizadores, aunque sea concediéndoles una amable neutralidad, es desertar de la causa humana. La política es la trama misma de la historia.»

Nota:

[1] mientras tanto nº 52, noviembre/diciembre de 1992, pp. 57-64. Reproducido en Realidad, revista de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, San Salvador (El Salvador), nº 37, enero-febrero de 1994, pp. 135-143.

Salvador López Arnal es miembro del Frente Cívico Somos Mayoría y del CEMS (Centre d’Estudis sobre els Movimients Socials de la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona; director Jordi Mir Garcia)

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