Las consecuencias del golpe de Estado de 1973 son multidimensionales y permean hasta hoy todos los aspectos de nuestra sociedad. Si fuera necesario identificar uno en particular, deberíamos analizar el 11S73 como el punto de inflexión en el que las desigualdades sociales se amplían más y más, hasta configurarse como el rasgo central del funcionamiento […]
Las consecuencias del golpe de Estado de 1973 son multidimensionales y permean hasta hoy todos los aspectos de nuestra sociedad. Si fuera necesario identificar uno en particular, deberíamos analizar el 11S73 como el punto de inflexión en el que las desigualdades sociales se amplían más y más, hasta configurarse como el rasgo central del funcionamiento del Chile actual. Hoy ocupamos el lugar 141º entre 160 países, de acuerdo a igualdad de ingresos. Usando la expresión de Axel Honneth, nos hemos convertido en «la sociedad del desprecio».
Es cierto que la desigualdad es un rasgo atávico, que nos ha acompañado durante toda nuestra historia. También es verdad que toda América Latina tiene inequidades gravísimas, fruto del colonialismo, los patrones productivos extractivistas, las relaciones de dependencia y la captura del poder por elites parasitarias. Sin embargo, Chile se destacó desde mediados del siglo XX por iniciar procesos que llevaban, con ciclos de mayor o menor velocidad, a tomar un rumbo en que la brecha se tendía a cerrar. Desde los gobiernos del Frente Popular, a finales de los años treinta, con altibajos, «ley maldita» y «revolución de la chaucha» incluidas, nuestro país tendió a consolidar las bases de un Estado social de derecho, mientras ampliaba la participación democrática y reorientaba la economía hacia un proyecto de desarrollo endógeno. El gobierno de la Unidad Popular no representó más que la consolidación y profundización de este lento y turbulento proceso. Allende venía a llevar a término, en su máxima expresión, las bases del Estado nacional-desarrollista que se empezó a gestar cincuenta años antes. De esa forma, Chile se situaba como el país latinoamericano que más se acercaba a los países europeos, que luego de la segunda guerra mundial desarrollaron constitucionalmente un pacto keynesiano que buscó asentar una economía mixta y un Estado de bienestar, mediante sistemas nacionales de salud, educación, pensiones y protección ante el desempleo.
La dictadura no sólo dio un golpe de Estado contra un gobierno, sino también contra el pacto de Estado que todas las fuerzas democráticas habían tejido, explícita e implícitamente, en las décadas anteriores, empujadas por un movimiento social que aprendió a jugar sus cartas mediante apoyos selectivos al sistema de partidos políticos. Si no se hubiera dado el golpe de Estado, es muy probable que el curso de los acontecimientos hubiera obligado a todos los partidos a rediseñar el pacto keynesiano. Eso hubiera significado para la Izquierda un retroceso parcial en las conquistas políticas y sociales del periodo, pero el horizonte general del país se hubiera mantenido. En democracia nunca se podría haber impuesto el plan laboral de José Piñera, ni las AFPs y las Isapres, ni la municipalización de la educación, el desmantelamiento de las universidades estatales, ni la privatización salvaje de las empresas públicas. Nunca se hubiera llegado a implementar un sistema tributario tan regresivo y abusivo. Las cuatro familias que concentran el 20% del PIB nunca hubieran llegado a consolidar ese grado de poder. Para imponer el actual orden constitucional, basado en la estamentización clasista de todas las esferas de la vida, era necesaria una violencia nunca antes conocida.
Para la derecha, y buena parte de la difunta Concertación, la desigualdad no representa un problema. Algunos, como Jovino Novoa, lo dicen abiertamente. Otros no lo dicen, pero lo piensan. A ellos les basta el crecimiento en expansión. Todos aceptan que esta economía no chorrea naturalmente, y que por ello el Estado está obligado a compensar a los pobres y mantener la ilusión de la movilidad social mediante mecanismos de transferencia de renta, bonos, créditos y pequeñas dádivas que distienden la caldera política. El debate no va más allá del monto de estas ayudas, su carácter y su condicionalidad. La derecha conservadora diseña el bono para el tercer hijo para incentivar la natalidad. Los liberales se oponen y lo derogarán. Pero la estructura inequitativa del modelo nadie la toca. Pero como observa Joseph Stiglitz, la desigualdad tiene un precio: «La desigualdad reduce el crecimiento y la eficiencia. La falta de oportunidades implica que el activo más valioso con que cuenta la economía (su gente) no se emplea a pleno. Muchos de los que están en el fondo, o incluso en el medio, no pueden concretar todo su potencial, porque los ricos, que necesitan pocos servicios públicos y temen que un gobierno fuerte redistribuya los ingresos, usan su influencia política para reducir impuestos y recortar el gasto público. Esto lleva a una subinversión en infraestructura, educación y tecnología, que frena los motores del crecimiento(1)«.
Una cuantificación muy inteligente del costo de la desigualdad ha sido elaborada por Richard G. Wilkinson y Kate Pickett(2). En su estudio concluyen que los efectos perniciosos de la desigualdad se concentran en once grandes áreas que tienden a ser disfuncionales por efecto directo de la inequidad: salud física, salud mental, consumo de drogas, educación, población reclusa, obesidad, movilidad social, confianza interpersonal, violencia, embarazo adolescente y bienestar infantil. Llegan a este análisis al comparar países de renta similar, pero con distinto grado de desigualdad. El retrato que se desprende de su análisis es una buena foto de nuestro Chile, especialmente cuando los autores se preguntan: «Ser pobre en una sociedad rica es casi garantía de infelicidad. Pero, ¿es feliz el rico que vive en una sociedad rica? La respuesta: la desigualdad es la causa fundamental de los males de todas las sociedades. Basado en treinta años de investigación, este libro viene a demostrar que las sociedades más desiguales son negativas para casi todas las personas que viven en ellas: violencia, drogas, obesidad, enfermedades mentales, largas horas de trabajo, bajo rendimiento escolar…».
Como observó Michael Walzer en Las esferas de la justicia , la igualdad es una categoría compleja. No es un objetivo que se pueda reducir al ámbito de los ingresos económicos, sino que exige implementar criterios de justicia distributiva acordes a cada esfera de poder. Pero en Chile el factor dinero domina como criterio distributivo en todos los campos. El acceso al conocimiento, al poder político, incluso el reconocimiento de los derechos civiles, está mediado por un pago. La ciudadanía social y política se ha transformado en una ciudadanía censitaria, lo que contradice cualquier pretensión democrática porque, como señaló Ronald Dworkin(3), en una comunidad política la igualdad constituye la virtud soberana: «sin ella el gobierno es sólo una tiranía».
La igualdad, por más que les pese a quienes se llenan la boca hablando de libertad, es la posibilidad para que toda persona, sin importar su condición original, pueda prosperar y llevar adelante su proyecto de vida. Para ello se deben garantizar el acceso a ciertos bienes mínimos, indispensables para el libre desarrollo de la personalidad. Por eso no es metafórico decir que el 11 de septiembre de 1973 nos robaron la dignidad y la libertad. A todos. Incluso se la robaron a sí mismos los golpistas que lo celebraron con botellas de champaña. Ya viene siendo hora que cobremos, y con intereses, esa vieja deuda de justicia.
Notas
(1) Joseph Stiglitz, El precio de la desigualdad , Taurus, Madrid, 2012.
(2) Richard G. Wilkinson y Kate Pickett, Desigualdad: un análisis de la (in)felicidad colectiva , Turner Publicaciones, Madrid, 2010.
(3) Ronald Dworkin, Virtud soberana. Teoría y práctica de la igualdad , Paidós, Madrid, 2003.
Publicado en «Punto Final», edición Nº 789, 6 de septiembre, 2013
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