A cuarenta años de la tragedia que incluyó la muerte del poeta, Alicia Urrutia se presentó a declarar a pedido del juez Mario Carroza, quien instruye la causa para esclarecer si Pablo Neruda falleció por cáncer o si fue envenenado por agentes de la dictadura. Cuarenta años de recuerdos imborrables, incrustados en cuerpo y mente… […]
A cuarenta años de la tragedia que incluyó la muerte del poeta, Alicia Urrutia se presentó a declarar a pedido del juez Mario Carroza, quien instruye la causa para esclarecer si Pablo Neruda falleció por cáncer o si fue envenenado por agentes de la dictadura. Cuarenta años de recuerdos imborrables, incrustados en cuerpo y mente…
A comienzos del verano de 1967, con tres hijos de corta edad, nos prestaron una casa de Isla Negra para gozar de vacaciones. No tardamos en restablecer un cordial vínculo con el poeta, que convirtió ese perdido punto de la costa en un centro de interés mundial. Después de almuerzo, uno de esos días, recibimos una bonita sorpresa: el vate llegó de repente a pedirnos que le permitiéramos llevarse a su casa a la menor «para que juegue con Rosario, la hija de Alicia, la sobrina de mi mujer», dijo. Aceptamos gustosos, viendo a la pequeña partir de la mano de ese hombre tan alto, más bien corpulento. Ya habíamos visto a la madre, Alicia, sentada a la máquina de coser reparando ropa. Una silenciosa joven -no más de treinta años-, de buen parecer, mediana estatura, pelo castaño, muy sencilla, sin asomo de maquillaje. No había nada en ella que llamara la atención, pero su hija Rosario era preciosa, con espléndidas trenzas colorinas.
La invitada no resultó muy cumplida como compañerita de juegos, pues según explicó «no tenía muchas ganas de jugar con esa niña, porque yo quería ver tantas cosas bonitas que tiene el tío; me encantó ese zapato grande y el caballo de verdad, y los barquitos dentro de las botellas…». Al atardecer, el anfitrión la llevó de vuelta y nos convidó a cenar. Contentos, dejamos a los niños acostados y partimos. Hablé con admiración de las preciosas trenzas rojas de Rosario y Matilde me dijo, sin disimular su orgullo, que eran idénticas a las suyas cuando niña (imposible no asociar el nombre de la bella chiquilla colorina con Rosario, la protagonista y prologuista de los otrora anónimos Versos del Capitán).
Disfrutamos del aperitivo en «la taberna» bajo las tutelares vigas con los nombres de los poetas muertos y con la conversación plena de chispa y humor del anfitrión, que irradiaba una especie de aura. Después pasamos al comedor. Nos llamó la atención que Alicia no se sentara a la mesa. Aún siendo pariente tan cercana, estaba en una situación subalterna: pobreza obligante; trabajo a cambio de casa, comida y atención a la hija; un escalón intermedio entre empleada doméstica y pariente pobre. Fuimos muchas veces a la casa del poeta y siempre divisábamos, a través de los vidrios, a la mujer silenciosa que cosía. Por contraste, la voz aguda de la esposa se oía a toda hora dando instrucciones, poniendo en evidencia su condición de dueña de casa eficiente, preocupada del más mínimo detalle.
Esas vacaciones quedaron fijas en nuestro recuerdo como las más estupendas, enriquecidas por las pláticas con el poeta, el libro dedicado –La Barcarola– y la inagotable riqueza de su ingenio. Pero el fárrago cotidiano las fue arrinconando en alguna celdilla de la memoria.
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Alicia se levantó temprano. La alegró ese sol matutino que suele ser remolón para asomarse en las mañanas de la costa. Se dedicó un rato a mirar el mar, después se miró ella misma en el espejo, su cara lavada, las cejas sin depilar. Hacía años que no se ponía rouge, pues dejó de acicalarse cuando supo que estaba embarazada. Imposible olvidar aquellos días. Fue muy breve el júbilo del anuncio de maternidad. Sin intervalo alguno se le sumaron abandono, desaliento, miedo, la vergüenza y después, la desesperación. Sólo esa criatura que crecía dentro de ella la animó para seguir viviendo. El tiempo se deslizó y se le fueron borrando los rasgos del padre de la criatura, pero no la demostración de su rechazo y desdén. Por años, esa sola evocación le hacía doler la garganta y no podía evitar las lágrimas. A eso, se agregaron los rencores y odios de la familia. El golpe más terrible se lo dio Francisco, su padre, cuando la repudió maldiciéndola. Ella no podía creerlo: ese militante de Izquierda que decía defender los derechos de las mujeres, la libertad del amor, de la paternidad, se volvió el más violento de los hombres, acusándola de haberlo humillado y rebajado ante el mundo entero.
Gracias a su habilidad para la costura, había podido ganarse la vida cuando fue repelida de todos. ¡Qué buena costumbre era esa, tan chilena, de invitar a una costurera a las casas para reparar la ropa! Paga escasa, pero el trato solía ser bueno, incluía la comida y la plata del transporte. Ahora, ajena a esos pesares, una certeza nueva la invadía, fe en la vida, en sí misma. Empezaba a sentir una suerte de agradecimiento por sus desdichas, ya que sin ellas no habría conocido esta seguridad, esta plenitud. Dueña del silencio, la paz, el aire marino, le costaba creer que en su vida anterior no había conocido el mar. Ahora vivía junto a él, desde que su tía, poco amiga de elogios y alabanzas, la había reconocido como servicial y empeñosa y había decidido aprovechar sus dotes para alojarla en Isla Negra. No iba a tener mucha plata, pero eran impagables la seguridad de vivienda en un lugar muy lindo, más alimento y paz. A Rosario la matriculó en la escuela pública y la niña demostró ser muy aplicada.
Le sobraba trabajo. A esas horas, la reina bravía estaría en el dormitorio concentrada en su desayuno, en la lectura de los diarios, o escribiendo en grandes hojas las tareas del día: correspondencia, unos amigos vendrían al almuerzo, o tal vez a la cena. Organizadora ejemplar, anotaba todo: listas de compras, arreglos del jardín, reparaciones de la casa; aparte llevaba un cuaderno con los destinatarios de los sobres que llevaría al correo.
Alicia, feliz con los cambios del clima, no podía decir si amaba más las flores, los árboles cargados de fruto o las hojas doradas. Cuando su tía se iba a Santiago, se volvía dueña y señora del tiempo, entonces podía disfrutar de una calma infinita. Hasta se daba recreos para leer el diario u hojear algún libro. Sí, había recuperado esta capacidad perdida por falta de uso desde que dejó la escuela. Se creía colmada de bienes y jamás se le pasó por la mente, ni siquiera en sueños, que encontraría algo mucho más valioso, lo más importante de su vida, de esa vida suya hasta ahora comparable a un traje mal hilvanado, con parches pegados a la diabla. Dueña y señora de la alegría, se descubrió poseedora de un secreto.
No lo buscó. No la buscó: se hallaron. No percibió el avance de la ola avasalladora. Se le comprimió el tiempo y por primera vez, fue ella misma, borrados todos los temores, abierta a la dicha. Segura. Al principio, le costó mucho creer que ese señor de sesenta y cinco años bien cumplidos se estaba fijando en ella. Parecía que un fulgor recóndito la estuviera iluminando por dentro. Desde que lo conoció, le había nacido por él un cariño especial; lo veía como a un padre, claro, si tenía más del doble de su edad. Pronto, Rosario y él se convirtieron en cómplices: la niña tenía en él al padre y al abuelo ausentes.
Ella, al instalarse en Isla Negra, había sido testigo del cambio experimentado por ese hombre en el transcurso de pocos años: cansancio, una especie de amargura, desencanto que él transmitía hasta cuando reía o hacía bromas. Pero esa ola negra lo fue abandonando, él iba saliendo de «su torre desdichada». Había rejuvenecido y le empezó a contagiar a ella una confianza desconocida: confianza en su cuerpo, en sus sentimientos, en la vida. Ahora, sin vergüenza ni culpa, gozaba como nunca el orgullo de cuanto la hacía más mujer. También él se sintió poseído por ella.
En la noche, a solas, con esa llavecita inseparable que colgaba a su cuello, abría la maleta y sacaba un paquete envuelto en papel manila, bien atado con cordel. Desataba un cordón dorado y empezaba a desplegar el corte de seda que él le había regalado, para que se hiciera un vestido a la medida. Quedaba a la vista el álbum. Acariciaba con dulzura la tapa de ese precioso objeto antiguo donde podía leer «Postkarten-Album». Pero en lugar de postales o fotos, catorce de sus páginas escritas a mano con tinta verde tenían el título: «Album de Isla Negra», fechado el año 1969. Se lo había regalado el autor para su cumpleaños -ella nació el 5 de octubre de 1934-; antes repelía su nacimiento, consideraba que llegó al mundo para puro sufrir, dura infancia, no supo de mimos, sí de exigencias. Pero ahora sentía la dicha de vivir, respirar, ver, la razón de estar en este mundo.
Se sabía de memoria esos poemas, pero no se cansaba de leerlos como si toda vez que los recorría descubriera bajo cada palabra signos ocultos. Cada línea era la luz que iluminaba el rincón donde ella vivía a la sombra, una luz buena que no le hería la vista ni la dejaba al desnudo. Cierto. Ella había aprendido a soñar, a comprender a todos los seres.
«En tus sueños nacen las alas azules
que guardo en este libro perdido
Yo colecciono tus lágrimas».
Envolvía de nuevo su tesoro en la seda, lo ataba y ocultaba bajo llave. Algún día mandaría a hacer una caja especial para guardarlo.
«Aquí en Isla Negra está la ola
estrellada que trae tu recuerdo
compañera del cielo».
La dulzura de esos versos le entibiaba todos los hielos acumulados en su breve y áspera ruta. Cada palabra escrita en tinta verde era un mensaje de esperanza, una demostración de que los dolores y desdichas pueden terminar. Palabras tan dulces como los silencios compartidos, las palabras susurradas, siempre furtivas, su capacidad creciente de ternura.
Mientras pasaba un plumero por el escritorio de él, Alicia se atrevió a leer las hojas escritas de verde: «Por eso yo presento mi corona/de inicuo juez que no contenta a nadie,/ni a los ladrones ni a su digna esposa:/yo que hablo por hablar hablo de menos…»
Envuelta de miedo y placer deletreaba las hojas por él escritas, se atrevía a penetrar un mundo secreto, como si ella se convirtiera en fantasma y pudiera atravesar muros y espejos.
«Te asalté a mí, me asalta/ a ti, este frío de cuchillo/ cuando te cambiaría por los otros, /cuando tu insuficiencia se desangra/dentro de ti como una vena abierta…»
Un ruido la asustó y salió en puntillas para dirigirse a su máquina de coser. Los versos leídos le campaneaban por dentro. Mentiría si dijera que había comprendido su significado cabal, pero estaba segura de que él era roído por un malestar profundo, como el hastío, como el síntoma de una enfermedad aún no descubierta. El había escrito sólo para ella:
«en esta danza de los días la vida se aleja de mi propia vida»
De esto le había hablado. No consideraba la muerte algo distante, ni buscado ni esperado, pero llegaría más temprano que tarde. Lo importante -se lo repitió muchas veces- era sentirse inundado de la felicidad por ella proporcionada, una dicha que había creído extinguida. Sucediera lo que sucediere, ella no debía olvidar por ningún motivo este sentimiento real, verdadero y lo debía vivir día a día sin estar pensando en ningún mañana, sin permitir que ningún infortunio destruyera su alegría.
Caminó en puntillas, miró a la niña que dormía a pierna suelta, deshechas las trenzas y desparramada en el almohadón la cabellera cobriza. Ya estaba por cumplir nueve años. ¡Cómo había pasado el tiempo! Maravillada de la belleza de su hija, sintió que por ella valían la pena las privaciones y sacrificios. Rosario era feliz, bien criada, buena alumna en la escuela, no sabía de penas, niña mimada de su tío Pablo: él le contaba historias. Juntos dibujaban. Ahora estaba de vacaciones y echaba de menos a sus compañeritas de la escuela. Se aburría y, por muy bonitos que fueran sus libros, no quería pasárselo leyendo todo el tiempo, ganosa de jugar con otros niños. A Alicia se le acumulaban las horas y no se daba cuenta de su transcurso. Sin saber cómo, empezó a comprender cuanto pasaba a su alrededor. Por primera vez prestaba atención a los aconteceres que animaban a buena parte de la población.
El poeta se vio envuelto en una campaña presidencial que lo hizo recorrer el país de punta a punta y vigorizar las palabras. Hablaba en mítines de las grandes barriadas populares. Ella aprovechó un día libre para asistir a uno. Lo vio subiéndose al tablado, después que muchos cantautores hubieron cantado. Luego, una persona del comando explicó el alcance estrictamente político de esa campaña, algo que ella no entendió muy bien. Después habló él. Le impresionó su tono sencillo, claro y hermoso para hablar con el pueblo de los problemas de todos, pero con un tono poético conmovedor. Todos querían escuchar también su ideario, pero no abusó de esta parte política o económica porque comprendió que esa multitud tenía necesidad de otra clase de lenguaje. Terminó leyendo poesía y llegó al corazón de esos hombres y esas mujeres.
Después él renunció y dio paso a la candidatura del doctor. El triunfo de Allende fue algo increíble, como un sueño. En adelante, a toda hora, la casa estaría invadida por escritores, artistas, periodistas de todas partes del mundo. El se lamentaba del asedio, pero era feliz. Ella también…
Hasta que llegó la fatal mañana.
Su tía entró sigilosa, dio el grito y la echó a empujones del dormitorio. Anonadada, desnuda, intentó cubrirse con la colcha, mientras le llovían las atroces injurias y él se enrollaba ocultando la cabeza, como un niño desvalido.
-¡Y te vas sin quedarte un minuto más en esta casa!
Ella se atrevió a replicar:
-Permítame, por lo menos, esperar a la niña…
La reina enfurecida vociferó:
-¡Ladrona desgraciada, te vas ahora mismo y pasas a buscar a tu huacha antes de desaparecer para siempre de la Isla!
Le costó abarcar tanta crueldad, dueñez y afán de aplastarla. Podía soportar cualquier cosa, menos la injuria: su hija era tan legítima, tan de carne, sangre y huesos como cualquier cría parida por mujer. Aquel día, Alicia empezó a cambiar hasta convertirse en una fiera, una fiera herida no para atacar a nadie sino para proteger a su chiquilla. La habían tratado de ladrona, pero era ella la robada.
Tomó un pasaje y partió a la capital. Arrendó una pieza. No descansó hasta recuperar parte de las cosas que había mandado a guardar. Como habían pasado años, no querían devolvérselas. Pero no tardó en procurarse lo más importante: su máquina de coser, la cama, una mesa, sillas. De nuevo se supo caracol que debía marchar con la casa a cuestas. No logró conseguir un trabajo puertas adentro. Por la niña. Le pedían papeles, cartas de recomendación… Aceptaba cuanta tarea viniera: limpiar vidrios, regar jardines, cocinar, tejer, coser, hasta cuidar perros. Estuvo un tiempo armando pantalones de mezclilla ya cortados para un taller semiclandestino. Al fin, un matrimonio que partiría a toda prisa fuera del país, la contrató para cuidar la propiedad.
Pese a la inmensa distancia, los amantes supieron establecer contacto y enviarse mensajes que ratificaban su invariable afecto. El poeta, designado embajador en Europa, consiguió mandarle cartas y obsequios furtivos. Ella recibía el dulce consuelo, segura de no estar desamparada. Ese amor le dolía y al mismo tiempo le daba ánimos para seguir adelante, el mismo ánimo que hasta no hacía mucho le permitió desafiar toda prohibición. Así era como se había atrevido a mandarle una esquela a París.
«Pablo amor, quisiera que esta carta llegue el día 12 de julio de tu cumpleaños. Pablo amor que seas feliz. Todas las horas del día y de la noche estés donde estés y con quien sea sé feliz, te recordaré, pensaré en ti alma mía. Mi corazón esté tibio de amarte tanto y pensar en ti. Amor amado amor te beso y te acaricio todo tu cuerpo amado. Amor amado amor amor amor mío amor. Tu Alicia que te Ama» .
El Premio Nobel fue una fiesta. Ella sólo sabía que él era merecedor de esos honores y mucho más. Alicia no supo que en esos mismos días del premio los exámenes médicos habían confirmado la enfermedad incurable que la reina había decidido encubrirle a toda costa a su marido. Pronto retornaron a Chile. A Alicia le costaba más comunicarse con su amado ahora que estaba más cerca.
Se produjo el golpe de Estado. Y la muerte del presidente, la muerte del poeta. Todas las muertes.
Fue a los funerales con la cabeza cubierta de un chal; avanzó entre los hombres y mujeres que iban tras el ataúd. Caminó esas largas cuadras hasta el cementerio empapada de dolor, un dolor que la consumía y al mismo tiempo le daba fuerza.
La pérdida definitiva la había desquiciado. No se resignaba. Ya no podría esperar nunca más una carta, un mensaje, un paquetito para ella o para la niña, en fin, alguna de esas demostraciones de cariño que él solía enviar mediante algún conocido cómplice. En aquellas jornadas de inseguridad y miedo permanente se convenció de que nadie estaba para pensar en ella. Había días en que se olvidaba de que no lo vería más y sin saber cómo, se encontraba hablando con él. No se le cicatrizaba la herida de su malogrado amor.
En eso, le llegó el rumor de la aparición de un libro donde figuraba su nombre. Recorrió librerías y no descansó hasta conseguirlo. Lo leyó con tribulación e ira creciente. No podía admitir que su secreto había sido revelado. Un hombre que ni la conocía, pero que le había servido a su amante de intermediario para mandarle las cartas o algún presente, había perdido todo respeto a las confidencias de quien lo consideraba su amigo. Se había atrevido a hablar de esos amores, del escándalo que armó la esposa cuando los sorprendió. El autor afirmaba que la esposa había ido en persona a hablar con el presidente de la República, a exigirle le diera un cargo fuera del país obligándolo a hacerse cargo de la embajada en el extranjero…
¿Acaso lo que sucede entre un hombre y una mujer no es respetable? ¿No es un asunto privativo de ellos solos? ¿Por qué? ¿A quién molestaba ella? ¿A quién perjudicaba? ¿Por qué ser escritor da derecho a esculcar en lo más sagrado? No se apagaban las llamas de su indignación e impotencia cuando un cronista que se proclamaba como el más íntimo amigo del poeta, sacó una nueva edición de un libro por ella leído y que mucho la había ayudado a rememorar. Pero esta vez el escrito no era el mismo. Ahora tenía cantidad de añadidos. Poco caballero el autor, se solazaba hablando de ella, y se atrevía a dar detalles al punto de contar que había sido testigo de la vergonzosa escena del día horrible de la expulsión de la casa. Emulaba al primero que se permitió usarla como material de su escritura.
Como si ahora todos los caminos condujeran hasta ella, otro caballero había llegado a su casa estableciendo un verdadero asedio con camarógrafos y fotógrafos. A toda costa querían hacerla abrir su puerta, obligarla a salir, exigirle les respondiera sus preguntas. Querían convertirla en cosa pública. Su precioso secreto era pregonado a voces, tanto que el intruso se permitió revelar su identidad y usar el nombre de ella en el título del libro.
Y todo no acababa allí. Un aparecido reproducía la carta que ella una vez le mandó a su amado cuando estaba en París. No imaginó nunca que ese mensaje brotado de sus entretelas iba a ser desenterrado y clasificado para publicarlo y escarnecerla. Otros lo comentaban, hasta se referían a su valor literario, considerándolo escaso o nulo, poniendo énfasis en los errores de su escritura, en las comas y acentos que faltaban. ¡Si ella jamás había pretendido otra cosa que expresarse con sus propias palabras, como él le había enseñado: decir sólo la verdad! Tan cegador era el círculo de luz de sus sentimientos que no podía concebir a seres intrusos hurgando en su vida, en sus sufrimientos, con el solo fin de exponerlos a la curiosidad ajena sólo para sacar provecho material. Se podría decir que en realidad a ella le faltaba imaginación por esa incapacidad suya de concebir las inagotables tretas de la intrusión y la deslealtad. ¿O acaso todo esto no era sino modo de ganar plata con la escandalera?
Desolada, comprendió que la única manera de honrar al amado era seguir viviendo, afrontando la realidad, demostrando que ese amor la había empapado de una fuerza y un coraje a toda prueba.
Una noche soñó que la reina, enloquecida, había hurgado, trajinado, revisado una inmensidad de libros hoja por hoja en busca de cartas, fotografías, de cualquier rastro suyo que hubiera permanecido en la casa. En el sueño le llegaba la humareda de ropa quemada, de juguetes quemados, de papeles quemados, como si el fuego pudiera extirpar hasta el más mínimo indicio de ese amor incombustible. Al salir de la pesadilla, repitió como conjuro:
«Aquí está el árbol del olvido
de él saqué un trozo de madera para grabar tu nombre».
Decidió partir con la niña y dejar para siempre la geografía conocida. Sin recursos para salir del país, sus ahorros le alcanzarían al menos para irse al norte, lo más lejos posible, donde no había un alma que la conociera. Su amor secreto le dio valor para afrontar ese cambio total. Ella no sabía qué era el desierto, salvo lo contado por su amado sobre las estancias en esas tierras donde nunca la flor creció, de sus campañas en la pampa salitrera, en oficinas y minas diversas.
Llegó a la ciudad fronteriza y, acostumbrada a su condición de caracola, no tardó en armar su hogar y empeñarse en lo que había hecho siempre: trabajaría sin descanso hasta que Rosario pudiera considerarse una joven mujer independiente. Su niña, feliz, tenía amigos, iba a bailar o de paseo a alguna playa. Quemada como un huiro, tan tostada que ya no se distinguían sus pecas.
Con el transcurrir de los meses, se fue acostumbrando a la sequedad, a la falta de verdor. Nunca más selvas ni prolongadas estaciones de lluvia, ni rápidos pero gloriosos encuentros mañaneros, ni venganzas volcánicas. Supo de un nuevo libro donde la mentaban, no descansó hasta conseguirlo, como también la entrevista donde el «amigo», mentía de manera descarada diciendo que la tía «la echó a patadas». ¿Se podía creer? Si él estaba presente y era un dirigente político destacado y amigo de toda confianza del poeta -no se cansaba de afirmarlo haciendo alarde de ello- al ser testigo de tanta brutalidad ¿cómo pudo permitir que eso sucediera? ¿Podía ser de esa calaña un político de avanzada que se decía defensor de la justicia? Tal si el individuo se complaciera en dejar la imagen de una amante sucia que lo había embizcado, se atrevió a narrar una escena de la que habría sido testigo: la despechada injuriaba al marido acusándolo de meterse con mujeres sucias y contaminarse de enfermedades asquerosas. ¿Acaso la muerte destruye los lazos de amistad, de confidencia y deja abierta la esclusa para que se desborden los secretos confiados? Así parece, porque el otro «amigo» se jactaba de memoria privilegiada, pese a disimular que estaba muy bien zurcida con los recuerdos ajenos.
Y eso no era todo. Convertidos en abogados defensores de las buenas costumbres, la moral, la monogamia, los rábulas sin conocerla, sin haberla visto ni siquiera en pintura, hasta le dieron otro cuerpo, otra cara, la cargaron de sensualidad y atractivo erótico. Le atribuyeron una piel y unas formas a la medida de la lujuria de ancianos decrépitos. La imaginaron carne de farándula. La tornaron pantalla donde proyectar sus fantaseos de seres exangües, vestidura para tapar las desnudeces que sólo provocarían piedad si quedaran al aire.
Algo que no le cabía en la cabeza era la inagotable capacidad para escarbar en las conductas ajenas y amañarlas a su gusto de ésos que se consideraban personas decentes. ¿Qué sabía ellos de sus sentimientos, de su manera de crecer y entender la vida, gracias al amor capaz de enriquecer y dar fuerzas más allá de la muerte? La forzaron a sentirse desnuda ante una multitud, peor: desollada. Se decían amigos y mentían sin pudor. Uno afirmó que «fue el descubridor de esa pasión subterránea». ¿Cómo se atrevía si el propio poeta confió en él y le había revelado el nombre y datos de su amada para que le llevara un mensaje? Sin embargo, ningún inquisidor pudo cruzar palabra con ella. Ese destino de silencio señalado por el poeta, lo cumpliría hasta el fin. Ningún portador de modernos aparatos conseguiría captar su rostro. Buitres carroñeros, esos señores con páginas en la prensa, editoriales abiertas, reconocimientos públicos, figurantes que ni siquiera habría acogido en su casa, se ungían amigos, aun confidentes, de su amado. Hasta una escribidora incondicional del dictador, de la noche a la mañana se proclamó especialista en los amores del poeta y las emprendió contra ella.
Macerada de tiempo y sufrimiento, una mañana Alicia desató los cordones del album cuidado por años con tanto amor y volvió a releerlo. Sintió que las letras verdes estaban algo desvaídas. A lo mejor, su vista se acortaba. Tal vez sus ojos estaban muy cansados. Algo raro: se había diluido el contacto de ese hombre que amó, su aura se había esfumado. Dejó pasar unos días y volvió a hojear el álbum. Lo sintió como un objeto bonito pero común, ajeno a ella. Había perdido su magia, su misterio. Acaso sus hojas se habían impregnado de tiempo hasta deslucirse y convertirse en simples manuscritos deleznables, como esos capullos de papel en las tumbas de los cementerios de la pampa salitrera. ¿Era posible que el amor se desecara como los pétalos entre los libros, como las momias en el desierto? Pero secas y todo, para siempre descarnadas conservan sus huesos, sus cuerpos envueltos en pieles curtidas por los siglos. Y sus legítimos descendientes las respetan y les rinden culto. Ella también acarreaba perpetuos despojos de su amor.
Al enterarse que los autógrafos del poeta eran vendidos a muy alto precio, se decidió. Si le pagaran muy bien, vendería el álbum. Ese dinero le permitiría resolver apremios suyos y de su hija, satisfacer necesidades de sus nietos adorados. Había bienes más valiosos que los objetos materiales, bienes que ningún ser podría retratar, copiar, rematar. Tenía una certeza absoluta -si el tiempo no le jugaba una mala pasada conduciéndola al despeñadero del olvido como para no reconocer ni siquiera el rostro de su hija-: su memoria retendría el recuerdo de su pasión, de su puro y dulce amor, como los frascos de perfume conservan el relente del otrora exquisito contenido.
Tardó en decidirse, hasta que al fin viajó a la capital y convino la transacción con alguien que le inspiró confianza y le aseguró reserva absoluta. No tardó en saber que el álbum había sido comprado a muy buen precio por un coleccionista quien aceptó ser entrevistado. Publicaron detalles de su hallazgo y de su aprecio por esos versos, indiscutible obra del poeta. Después de ese reportaje, vinieron los comentarios insidiosos. Las burlas soeces. No faltó el gacetillero que hizo el refrito de lo ya publicado y proclamó a los cuatro vientos «el culebrón del poeta infiel y la sobrina opaca». Algún poetiso que no llegaría a los talones de su amado, se permitió afirmar: «el álbum debe ser muy relevante para un coleccionista, por su rareza, pero para la obra literaria del poeta no tiene ninguna importancia». Después supo que andaban en busca de sus cartas de amor. Se desvivían procurando ubicar las misivas que ella hubiere escrito. Aun habían sacado cuentas y calculaban su número. Imaginaban otros papeles con versos a ella dedicados.
Cuando se hubo desprendido de ese objeto por años tan amado y acariciado, se sintió liviana, como si se hubiera librado de un fardo. Había soltado todas las amarras. El paso del tiempo y la acumulación de vida comenzaban a pesarle, pero supo formar hogar y mirar adelante. Cumpliría hasta el fin el pacto sobre su destino. Alianza y designio. Salvada de incendio, sobreviviente del amor, raíz soterrada, soberana de sí misma, sin miedos, erguida entre las ruinas de setenta estatuas de sal, viviría el resto de sus días preservando su oro intransferible y amando a quienes proseguían su estirpe después que ella les abrió camino hacia la luz.
Publicado en «Punto Final», edición Nº 791, 11 de octubre, 2013