En los albores del Chile del siglo XXI, la lucha frontal contra el capitalismo aún sigue peregrinando por indefiniciones importantes. Para graficar esta situación -adaptando una célebre frase gramsciana-, podría decir que «el viejo anticapitalismo no quiere morir, el nuevo anticapitalismo está por nacer». Cuando hablo del viejo anticapitalismo, no me refiero a la interminable […]
En los albores del Chile del siglo XXI, la lucha frontal contra el capitalismo aún sigue peregrinando por indefiniciones importantes. Para graficar esta situación -adaptando una célebre frase gramsciana-, podría decir que «el viejo anticapitalismo no quiere morir, el nuevo anticapitalismo está por nacer».
Cuando hablo del viejo anticapitalismo, no me refiero a la interminable ruta rebelde que han trazado la clase trabajadora y el pueblo en su lucha por la destrucción del sistema capitalista. Al contrario, hablar de un nuevo anticapitalismo bajo ninguna circunstancia es negar el devenir histórico de las luchas por la derrota del sucesor del feudalismo. Ser parte de una línea histórica nos vuelve legatarios de décadas de experiencias populares y aprendizajes adquiridos en nombre del socialismo.
La larga ruta rebelde transita desde la Unión Socialista [1] a los colectivos populares de fines del siglo XX. Esta ruta abrazó y se nutrió de corrientes marxistas, libertarias, cristianas y latinoamericanas. Caminó con el ejemplo de Recabarren, Clotario, Miguel y Tamara. Desde abajo y con la experiencia de décadas de luchas populares, fue forjando su carisma e identidad, la cual nos deja como herencia una rica tradición de lucha que debemos empuñar.
Con el importante alcance anterior, volvamos al viejo anticapitalismo. Este dice relación con los resabios de la izquierda del siglo XX que aún tiene mucha resonancia en algunas pequeñas organizaciones con nombres rimbombantes. Me refiero al anticapitalismo sectario, dogmático, machista, sin vocación de poder y extraviado cronológicamente en la historia, el cual ha configurado una izquierda un tanto delirante.
No tengo dudas que el antiguo anticapitalismo seguirá existiendo, lo que bajo ninguna circunstancia significa que las y los militantes que acoge en su seno no se vean impedidos de transitar hacia las nuevas formas de comprensión y construcción política que hoy se trazan al calor de la diversidad de luchas populares y ciudadanas.
Más allá de las paupérrimas condiciones que nos dejó el término del corto siglo XX, la alternativa anticapitalista se ha demorado en encontrar su sentido emancipador principalmente por la obtusa decisión de no querer navegar por los cauces de las nuevas realidades del siglo XXI. Sería una injusticia graficar de forma estática el comportamiento del anticapitalismo mencionado anteriormente, ya que han existido interesantes reflexiones en las últimas dos décadas, pero no han sido suficientes como para contribuir a una alternativa revolucionaria viable para nuestros tiempos.
Luego de la caída del mal denominado «socialismo real», conceptos como revolución, marxismo, anticapitalismo y todo lo que orbitaba alrededor de ellos, fueron duramente desprestigiados. Este desprestigio no es sólo la ganancia de los vencedores capitalistas ni la falta de sentido emancipador ya comentado, sino también la responsabilidad de la URSS en el desastre de este proceso. Frente a eso, es bueno saber que como juventud no tenemos responsabilidad alguna frente a este accidente histórico, y es más, como nos cuenta el historiador Erick Hobsbawm «un nuevo resurgimiento o renacimiento de este modelo de socialismo no es posible, deseable ni, aun suponiendo que las condiciones le fueran favorables, necesario». [2]
El anticapitalismo de corte marxista sufrió la contaminación natural de ejercerse bajo la hegemonía de los «gobiernos socialistas» del siglo pasado, mezclado con las carencias de la misma teoría de Marx, junto a la amplia diversidad de «legatarios teóricos» que lo interpretan.
Con tanto desprestigio, fracaso y contaminación, es válido preguntarse sobre la necesidad de volver a Marx. Frente a esa pregunta, Jacques Derriba nos dice que «sería un error no leer y releer a Marx, no polemizar sobre él. Pero será cada vez más una falta de responsabilidad teórica, filosófica y política». Al parecer no es necesario, ya que Marx nunca se fue, no murió, al contrario, sobrevivió a lo que denominaron como el fin de la historia y las ideologías. Lo que sí es cierto, es que no volvió de forma ortodoxa, al contrario, resurge con fuerza en variadas interpretaciones. «El florecimiento de esos ‘mil marxismos’ aparece como un momento de liberación en que el pensamiento se evade de las estrecheces doctrinarias. Significa la posibilidad de recomenzar, tras las experiencias traumáticas de un siglo trágico, pero sin hacer tabla rasa del pasado». [3]
A pesar del vigente pensamiento de Marx y su variedad de «ismos», es importante hacerse cargo de las carencias e insolvencias del fantasma que aún recorre el mundo entero. En esa dirección, el intelectual revolucionario franco-portugués Michael Löwy en su prefacio de su libro «La teoría de la revolución en el joven Marx» se pregunta lo siguiente:
«¿Cómo corregir, entonces, las numerosas lagunas, limitaciones e insuficiencias de Marx y de la tradición marxista? Por medio de un comportamiento abierto, una disposición a aprender y a enriquecerse con las críticas y los aportes provenientes de otros sectores -y, en primer lugar, de los movimientos sociales, «clásicos», como los movimientos obreros y campesinos, o nuevos, como la ecología, el feminismo, los movimientos para la defensa de los derechos del hombre o para la liberación de los pueblos oprimidos, el indigenismo, la teología de la liberación» [4] .
El comportamiento abierto que nos describe Löwy, es un llamado heterodoxo, principalmente para nutrir la tradición marxista. Una tradición que en el siglo XX no fue capaz de incorporar importantes luchas, o simplemente las caracterizaba como secundarias. Cualquier debate que no contemplara al trabajador como el sujeto por excelencia de la revolución y muchas veces exclusivo, era duramente cercenado por la amplitud de izquierdas.
Por esa tradición fuimos criados en una izquierda productivista, muy alejada del respeto con el medio ambiente. Nos enseñaron que la caída del capitalismo resolvería por si solo los problemas de género, caricaturizando y criminalizando el feminismo como un problema pequeño burgués y accesorio. La revolución salvaría a los pueblos indígenas y sus luchas ancestrales se debían subordinar a la de la clase trabajadora. La vanguardia nos despertaría del letargo y con su iluminación, el triunfo sería inminente.
Romper con esos esquemas impuestos desde la misma izquierda también es una lucha revolucionaria. Desde lo interno la tarea es abismante, ya que debemos desconstruir, sin perder la honesta tradición de décadas de experiencias y luchas.
Ese nuevo anticapitalismo -que no es chileno, pues hoy se construye desde distintas latitudes-, debe volver a caminar junto al mundo de las y los trabajadores, combatiendo a todas aquellas teorías que los tratan de invisibilizar como los importantes sujetos de transformación que son. Pero también debemos incorporar todas las luchas que hoy se gesten con rebeldía al interior de nuestra sociedad. Esas luchas que no tuvieron importancia para gran parte de las izquierdas del siglo XX. La lucha feminista de las mujeres y de sus compañeros que abrazamos con fuerza la caída del patriarcado. La lucha de las y los inmigrantes, históricamente discriminados, incluso por su propia clase al salir de sus fronteras. La lucha contra el desastre ecológico capitalista, que sólo puede ser superada bajo las banderas del ecosocialismo. La lucha por la dignidad de la niñez popular, que nadie quiere ver y menos combatir. Luchar por un nuevo trato entre las y los anticapitalistas con los nuevos-viejos movimientos sociales.
El siglo XXI ha puesto importantes desafíos para la izquierda revolucionaria. Una de ellas es tener la capacidad de poder articular todas las luchas populares y ciudadanas. La alternativa anticapitalista y profundamente socialista será la expresión concatenada de las mil luchas que hoy se levantan a lo largo de nuestro país.
En el o los próximos capítulos de este texto profundizaré sobre las nuevas relaciones del actual anticapitalismo chileno con los movimientos sociales, las elecciones, la ecología, el feminismo, la niñez popular, el nuevo internacionalismo y la actualidad del movimiento obrero. También abordaré algunas cuestiones que versan sobre las posibilidades de una gran convergencia anticapitalista en Chile.
Nos guste o no, el color de la revolución ya no puede ser sólo el rojo. El verde, el violeta y tantos cuantos sean necesarios, serán las tonalidades que nos deben acompañar en el largo camino emancipador.
Santiago, primavera 2013.
[1] En el año 1889 un grupo de trabajadores descontentos al interior del Partido Demócrata, forma la Unión Socialista. Hay consenso al menos en la historiografía marxista sobre este antecedente, atribuyéndole a la Unión Socialista ser la primera organización de corte socialista en la historia de Chile
[2] Eric Hobsbawm, Historia del Siglo XX (título original the Short Tiwentieth Century 1914-1991), Buenos Aires, Crítica Grupo Editorial Plantea, 2010, pag. 493.
[3] Daniel Bensaid, Marx ha Vuelto, España, Editorial Edhasa, 2012, pág. 200.
[4] Michael Löwy, La teoría de la revolución en el joven Marx, Buenos Aires, Herramienta Ediciones, 2010, pág. 16.