Es decidor que en la misma semana que el expresidente Álvaro Uribe quiso escandalizar a Colombia con una foto de los guerrilleros de las FARC en Cuba, los representantes del gobierno de Santos y los delegados de ese grupo rebelde han llegado a un acuerdo sobre el segundo punto de la Agenda: la participación política. […]
Es decidor que en la misma semana que el expresidente Álvaro Uribe quiso escandalizar a Colombia con una foto de los guerrilleros de las FARC en Cuba, los representantes del gobierno de Santos y los delegados de ese grupo rebelde han llegado a un acuerdo sobre el segundo punto de la Agenda: la participación política.
En la región -quiero decir en América del Sur- muchos llegamos a la conclusión de que la paz en Colombia es un imperativo para depurar y ampliar la normativa democrática. Así, definir y consensuar los dispositivos más eficaces para asumir, sin reservas, las responsabilidades políticas (antes y) después del acuerdo definitivo de paz, luce como la mejor opción. Solo una parte de las transnacionales mediáticas ha insinuado que los diálogos estaban en un punto muerto y que Santos -incluso- se juega su reelección si no termina pronto el «supuesto engaño» de La Habana; sin embargo, es claro que el presidente colombiano quiere lograr avances concretos en cada punto de la Agenda.
Una negociación como ésta implica salidas políticas; y cambiar paulatinamente las armas (las oficiales y las guerrilleras) por los pertrechos de la política supone pensar la trama histórica del conflicto en términos de paz social real. No es fácil porque el discurso de la violencia institucionalizada custodia y reproduce haberes en varios segmentos de la sociedad colombiana, que un pacto de paz reduciría y acaso desaparecería a mediano y a largo plazo.
Por eso la participación política de la que habla el acuerdo exige replantear el juego democrático y, sobre todo, las condiciones de seguridad para quienes, una vez conformados partidos y/o movimientos, decidan intervenir en futuras elecciones; y es que una gran mayoría sabe que no puede ni debe repetirse el pasado, es decir, aquellos crímenes políticos de centenares de militantes de la Unión Patriótica acaecidos en la década de los 80.
La idea de crear un «estatuto de la oposición» señala a todas luces la voluntad de empujar un proceso transparente en el que diferentes voces puedan aportar sus enfoques y propuestas, teniendo como ejes los derechos y los deberes del protocolo democrático.
Un apartado fundamental se refiere a «establecer medidas para garantizar y promover una cultura de reconciliación, convivencia, tolerancia y no estigmatización…». Básico porque ni el lenguaje ni las acciones durante las conversaciones, y menos luego del acuerdo final, pueden empañar el deseo de la paz.
Además, hay que prestar atención a la palabra clave de este proceso de paz: transición. Es preciso recordar que toda situación de crisis social y política, incubada estructuralmente, no solo se la detiene y se la corta de tajo de la historia concreta de un país, sino que se la digiere en diversos escenarios y a través del tiempo.
La transición, por tanto, admite también tensiones, roces y nuevas negociaciones; pero ya no violencia. Hablamos entonces de una transición política que debe blindarse de las facciones militaristas que medran del conflicto o que pintan a los guerrilleros como narcoterroristas para deslegitimar su beligerancia en el plano de la lucha política; (posición que estos diálogos abandonaron con inteligencia).
Esperemos que esa misma inteligencia permita continuar con la agenda de paz y que la transición llegue para que la política en Colombia tenga más interlocutores que hoy.
(*) Carol Murillo Ruiz es Socióloga.
Fuente: http://www.telegrafo.com.ec/