El Marx del Capital, aunque no cite casi nunca a Spinoza puede considerarse en su proyecto como un spinozista. Su idea no es solo criticar en abstracto el capitalismo y la economía política, sino unir a la crítica una teoría genética o genealógica de las ideas inadecuadas en que se sustentan las representaciones imaginarias que […]
El Marx del Capital, aunque no cite casi nunca a Spinoza puede considerarse en su proyecto como un spinozista. Su idea no es solo criticar en abstracto el capitalismo y la economía política, sino unir a la crítica una teoría genética o genealógica de las ideas inadecuadas en que se sustentan las representaciones imaginarias que sirven de base al capitalismo y a la economía política. Como diría Spinoza «verum index sui et falsi»: la verdad es índice de sí misma y de lo falso. Con esto se quiere decir que no basta nunca con afirmar que una idea es falsa aplicando un criterio de verdad exterior, sino que antes hay que producir la idea verdadera capaz de indicar la falsedad de la idea inadecuada o imaginaria, esto es de conocer el modo en que esta misma idea se produce en el orden de la naturaleza.
Cuando Marx habla de los precios en el libro III del Capital, habla claramente de algo que para Spinoza sería una idea imaginaria, pues se parte de una relación casi teológica, fetichista, entre las cosas, que ignora la relación social que le sirve de base. Estamos, en efecto, tratándose de los precios ante una representación de las relaciones de intercambio basada en ideas truncadas, que nos hace ver las cosas como efectos sin causa. Esto, y no otra cosa, es el fetichismo de la mercancía en que se basan las relaciones entre mercancías, los equilibrios de oferta y demanda y, en general, el mercado capitalista. Un fetichismo que se comprende mejor y resulta menos misterioso cuando en lugar de intentar comprenderlo por la ley hegeliana de la negación y la alienación, se intenta entender desde la teoría spinozista de la imaginación y de la idea inadecuada.
El efecto «fetiche» aquí presente se debe al hecho de que, en el capitalismo, la relación de cooperación a través del mercado entre trabajadores que intercambian mercancías que ellos producen «a su valor» nunca se realiza: tan solo es un modelo abstracto, irreal, pero importante en la medida en que sirve de base al sistema jurídico. El lenguaje de la igualdad de los sujetos libres y propietarios procede, como apunta correctamente Marx, de la esfera de la circulación de mercancías. El problema se plantea cuando, alejándonos de esa esfera nos adentramos en la realidad, históricamente marcada por la expropiación de los trabajadores y por el hecho de que estos han tenido, para sobrevivir, que devenir asalariados. Sin que nada cambie formalmente en las condiciones jurídicas que corresponden al intercambio simple entre iguales, una categoría de sujetos del intercambio, al verse expropiada, ha tenido que vender en el mercado lo único que tenía: su capacidad de trabajar. Para que el sistema mantenga su coherencia jurídica y la capacidad de trabajar no se confunda con la personalidad entera del trabajador, esta cesión a título oneroso solo se realiza por un tiempo determinado. De este modo queda el sujeto trabajador separado de una parte de sí mismo, que ocupa en el sistema de las representaciones jurídicas el lugar estructural que habría ocupado una mercancía cualquiera que él hubiera producido o que tuviera legítimamente en su posesión para venderla. Estamos aquí ya ante una primera y fundamental distorsión del modelo, aunque, como vemos, desde el punto de vista jurídico, si se parte del principio lockeano de la autopropiedad que nos permite disponer de nuestro cuerpo y de sus facultades libremente, esto no plantea ningún problema a condición de que la cesión no sea total y definitiva.
La otra distorsión importante la produce el hecho de que los trabajadores independientes de los que partíamos en el modelo abstracto, en lugar de relacionarse entre sí a través del mercado, acaban, una vez vendida su fuerza de trabajo (fdt), integrados en una gran maquinaria humana y técnica de la que son piezas, así como en una estructura de cooperación directa con otros trabajadores dentro de la fábrica (cf. capítulo sobre la cooperación del Capital). La fábrica es un más allá del mercado dentro del cual no opera la ley del valor ni el derecho de los sujetos libres del intercambio sino la voluntad del patrón. Una vez vendidas las fuerzas de trabajo, el patrón las integra en su capital como capital variable, o en otras palabras, las utiliza dentro de un proceso de trabajo en el que intervienen otros factores que se consideran capital fijo, pues no producen por sí mismos valor.
De este modo, la producción de valor como tal queda excluida del mercado y recluida en el recinto del proceso productivo. No hay ya ningún interfaz directo entre el trabajo que produce valor de cambio y el mercado. Naturalmente, el patrón capitalista utilizará la fuerza de trabajo adquirida más allá de lo necesario para su reproducción de modo que el tiempo de trabajo se divide (al menos abstractamente) en dos: un tiempo de reproducción de la fdt y un tiempo de producción de excedente. El primer tiempo permite generar el valor equivalente al salario, esto es al valor de la fdt. El segundo, corresponde a la producción de plusvalía. De todas formas, esta división es meramente abstracta y el tiempo de trabajo es único: en él estos dos tiempos se visibilizan tan poco como en el contrato laboral las distintas circunstancias de los contratantes. La desaparición de toda traza del valor del espacio del mercado es la consecuencia más visible del proceso de explotación capitalista. El patrón no es ciertamente un trabajador, pero, en cuanto organiza el proceso de trabajo, es considerado un «productor» que produce, obviamente, para la venta.
Los productos que el capitalista vende no los vende a su valor, pues este ha desaparecido como tal en las vísceras de la fábrica y en la relación de explotación interna a esta, sino a su precio de mercado. Este precio de mercado, en condiciones normales, debería ser superior o igual al coste de producción, sin lo cual el beneficio se transforma en pérdida. Ahora bien, el coste de producción se determina por la productividad del trabajo y esta a su vez por la composición orgánica del capital (proporción de capital fijo y de capital variable o fdt). Se supone que una inversión en capital fijo que suponga una innovación productiva disminuye el coste relativo del capital variable (la fdt) y aumenta la plusvalía relativa, luego el beneficio. En una situación en que los distintos capitalistas de un mismo sector tienen productividades y composiciones orgánicas del capital distintas sus tasas de ganancia son distintas, aunque progresivamente, la competencia conduzca a la perecuación de estas por adaptación o desaparición de los capitalistas menos competitivos. Aquí nos encontramos pues en la esfera de los precios en la que el valor como tal no tiene ninguna pertinencia: lo que se intercambian no son valores equivalentes entre trabajadores en un régimen de intercambio simple, sino mercancías a sus precios de mercado determinados por la productividad del trabajo y la competencia efectiva entre capitalistas. La relación social visibilizada en el intercambio simple se hace aquí perfectamente invisible y las mercancías parecen tener una existencia propia y relaciones sociales propias sobre las cuales se establecen las categorías de la economía política. Tenemos así una inconsecuencia: un derecho cuyas categorías son las del intercambio simple y una economía política cuyas categorías fundamentales son las de la relación fetichista de las mercancías entre sí.
Un derecho fundado en la ley del valor y una economía basada en un más allá del valor. En el primer caso teníamos una relación social mediada por el intercambio regido a su vez por un patrón de medida común que permitía el intercambio de las mercancías entre productores iguales: el valor medido por el tiempo de trabajo socialmente necesario. Se trata de una hipótesis de reparto del trabajo social entre iguales, de un mercado que se limita a formalizar una relación social de cooperación (que podría haberse concebido de otra manera si en lugar de la relación de propiedad, se hubiese partido de los comunes, de una relación comunista con los medios de producción y los productos del trabajo). En el segundo caso, el del mercado visto desde el punto de vista del capitalista, la cooperación como tal ha desaparecido en las tripas de la fábrica y se realiza bajo mando capitalista, con lo cual la medida de los intercambios no será ya fundamentalmente la que corresponde al intercambio entre trabajadores que cooperan entre sí sino la propia de la relación entre capitalistas que compiten por un mercado: el precio de mercado que incluye el precio de producción más la ganancia.
El valor se relaciona con la cooperación y nos pemite explicar la distorsión de esta dentro de la fábrica a través de la organización capitalista del trabajo y su explotación. El precio, por su lado, tiene que ver con la competencia entre capitalistas y supone siempre la ocultación -la digestión- de las relaciones de cooperación. En este sentido, su relación con el valor es una relación fuertemente distorsionada en la que este ha dejado de ser reconocible como relación social y ya solo se presenta como precio, esto es como valor fetichizado, absolutizado, sustraido a la relación social, como propiedad de la mercancía y no ya como relación social. Marx nos invita así a un viaje que va de la relación social abstracta de intercambio, pasando por la relación social efectiva de expropiación/explotación hasta la esfera de la economía política y de sus categorías basadas en los precios y la competencia. Para Marx solo puede entenderse la lógica del mercado capitalista y de los precios a partir de esta travesía que no es otra que la génesis de una ilusión necesaria.
La tarea que Marx se plantea no es la de reconstruir la economía política sobre una nueva base, sino la de efectuar su crítica, esto es explorar sus condiciones de posibilidad como ciencia, de manera perfectamente paralela a lo que hace Kant con la metafísica (o a lo que hace Spinoza con la teología en el TTP o con la metafísica en la Ética). Su conclusión es negativa: la economía política no puede ser una ciencia porque sus postulados fundamentales son antinómicos; entre otras cosas conducen necesariamente a la doble lógica de los valores y de los precios. Esta antinomia es a la vez el resultado del hecho -nunca reconocido por la economía política ni el derecho- de una sociedad dividida entre propietarios y expropiados. La antinomia no es un mero paralogismo sino el resultado de la lucha de clases: no tiene un fundamento nouménico, por lo tanto, sino perfectamente histórico. La eliminación de las distorsiones y antinomias de la economía política no conduce a una economía política mejor, sino a una teoría de la historia capaz de dar cuenta de la génesis de las antinomias de la economía política, esto es, como afirma Althusser, a ese mapa del «Continente Historia» que traza el materialismo histórico. La «falsedad» fetichista de las relaciones entre mercancías (los precios de mercado) no encuentra así su cura en el derecho basado en el intercambio simple, sino en la producción de la verdad teórica, del todo complejo real en el que podemos a la vez conocer el funcionamiento de la sociedad capitalista y la génesis de la ilusión económica que esta genera necesariamente. En este todo complejo no hay lugar para pensar una «economía en general» ni un «derecho en general» sino solo las relaciones económicas y las fuerzas productivas de una sociedad y una época dadas, determinadas por el conjunto de instancias de la formación social correspondiente y las formas jurídicas correspondientes a las relaciones concretas que prevalezcan en esa formación social y en ese modo de producción determinado. Solo nos libera de las fantasmagorías jurídicas o económicas (o del par que forman según Althusser en la ideología burguesa) la perspectiva del materialismo histórico. Esta perspectiva inaugurada por Marx es la que ve la sociedad humana como un todo complejo sobredeterminado en el que operan diversas instancias (igualmente sobredeterminadas) que pueden ser temporalmente dominantes, pero siempre producen sus efectos dentro del marco de la determinación en última instancia por las condiciones materiales de existencia de esa sociedad, por el esfuerzo mediante el cual una formación social persevera en el ser y que Spinoza denominaría su «conatus».
Blog del autor: http://iohannesmaurus.blogspot.com
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