Han sentido el golpe. Los partidos del binominal creyeron hace un par de años que la fórmula de inscripción automática y voto voluntario les acarrearía más electores, pero el resultado ha sido el inverso. No sólo los otrora no inscritos no votan, sino los tradicionales también se quedan en casa. Y hoy, a poco más […]
Han sentido el golpe. Los partidos del binominal creyeron hace un par de años que la fórmula de inscripción automática y voto voluntario les acarrearía más electores, pero el resultado ha sido el inverso. No sólo los otrora no inscritos no votan, sino los tradicionales también se quedan en casa. Y hoy, a poco más de un año de la primera elección bajo la nueva fórmula, la municipal de 2012, aquellos mismos que legislaron por el voto voluntario han declarado que desean dar un paso atrás. El antiguo sistema sería mejor. ¿Para quién?
Por cierto para ellos. Porque aun cuando con más o menos electores se repartan los mismos escaños, hay un problema que han comenzado a detectar: la creciente falta de representatividad apunta a una merma en la legitimidad. Con una abstención electoral elevada como una nueva y palmaria muestra del deterioro del sistema binominal, ya no caben estrategias para ocultarlo. Las cifras son evidentes: casi un 60 por ciento en las municipales de 2012, un 80 por ciento en las primarias, 50 por ciento en las presidenciales y parlamentarias del 17 de noviembre y cerca de 60 por ciento en la segunda vuelta.
El voto voluntario ha transparentado y amplificado ciertas tendencias ya observadas durante las últimas décadas, como aumentar la ausencia en las urnas de jóvenes y de electores de sectores de menores ingresos. En Santiago, por ejemplo, si la abstención en Vitacura para las presidenciales fue de 39 por ciento, en las comunas más pobres se elevó a un promedio de 60 por ciento.
Si comparamos estas cifras con otros países con voto voluntario, parece que estamos llevando la delantera. Colombia, Venezuela y Nicaragua ejercen el voto voluntario, y en Argentina, Bolivia, México, Brasil y Honduras, aun cuando en la letra es obligatorio, en la práctica no hay sanciones. En Colombia el promedio de abstención es superior al 50 por ciento, en Nicaragua en las municipales de 2012 fue de un 43 por ciento y en las venezolanas del 8 de diembre pasado, de un 40 por ciento. En Argentina ha sido cambiante, con un mínimo de 23 por ciento de abstención en las legislativas de octubre; en tanto en las presidenciales de 2012 en México, la participación fue del 62 por ciento.
Expertos y promotores del binominal han hecho comparaciones y lecturas de estas cifras. No solo intentan restar dramatismo al abstencionismo electoral chileno, pues se trataría de una desafección propiciada por una democracia estable y bien asentada, como la estadounidense, dicen desafiantes. El sistema binominal, no se cansan de repetir, le ha dado estabilidad a la democracia chilena. Un argumento sesgado que solo tiene una verdad: salga quien salga electo, nada cambia.
Expertos electorales de la Nueva Mayoría han comenzado a pergeñar soluciones. Quienes llevan la bandera es la Democracia Cristiana y el Partido Comunista, que han propuesto legislar a partir de 2014 para llevar más clientela a las urnas. Para ello, la estrategia destaca no solo por su simpleza, sino por sus rasgos autoritarios: volver al voto obligatorio.
La propuesta ignora lo central. No apunta al verdadero problema del sistema electoral. Porque bajo una idea de esta naturaleza lo que se busca es la perpetuación del sistema binominal, aumentando de manera coercitiva la participación electoral; en tanto deja de lado el núcleo de su falencia, que es la falta de representatividad de los partidos. Nada de lo que ha sucedido en Chile durante los últimos cinco años parece alterarlos.
El sistema binominal está en crisis terminal. Ha quedado demostrado no por las altas cifras de abstención, que son un mero efecto de una causa mucho más profunda, sino por la incapacidad que tiene el Parlamento de canalizar las demandas de la ciudadanía. Sin un cuerpo legislativo que sea capaz de contar con representantes que recojan esas necesidades, no existirá ningún mecanismo que legitime el actual escenario.
Las elecciones presidenciales expresan en números la fase terminal del sistema binominal. Del total de 13,5 millones de inscritos, sólo 5,5 millones votaron, la menor cifra desde 1990. Y si ello ya es de por sí grave, aun peor es que la nueva presidenta haya sido elegida con un 25 por ciento de los electores. En las parlamentarias no estamos mejor: los representantes de la Nueva Mayoría representan sólo 21 por ciento del electorado, y los de la Alianza un escaso 16 por ciento.
Ante estos niveles de falta de legitimidad, resulta absurdo que las soluciones vengan de quienes han logrado un escaño sobre la base de un sistema espurio y repudiado por la ciudadanía. En lo central, ningún cambio a un problema estructural puede proceder de las deterioradas estructuras. La propuesta de estos sectores de la Nueva Mayoría, que es anacrónica y funcional a sus propios intereses, solo aumentaría el rechazo, hoy mayoritario de ocho millones de electores, a un sistema electoral incapaz de expresar el sentir ciudadano. La propuesta de la Nueva Mayoría es como poner la carreta delante de los bueyes.
Publicado en «Punto Final», edición Nº 796, 20 de diciembre, 2013