Existe una evidente paradoja que pone de relieve al servicio de quiénes están aquellos que integran el Ejecutivo español. No sólo el actual equipo gubernamental de Mariano Rajoy, sino también todos aquellos que le han precedido. ¿Por qué decimos esto? Como todos sabemos -o deberíamos de saber- el mantenimiento de la Administración del Estado no […]
Existe una evidente paradoja que pone de relieve al servicio de quiénes están aquellos que integran el Ejecutivo español. No sólo el actual equipo gubernamental de Mariano Rajoy, sino también todos aquellos que le han precedido. ¿Por qué decimos esto?
Como todos sabemos -o deberíamos de saber- el mantenimiento de la Administración del Estado no es algo ajeno a los ciudadanos. Sus fuentes de financiación son, fundamentalmente, los impuestos que por múltiples conceptos pagamos la mayoría de los españoles.
Hacemos esta obvia aclaración porque, a estas alturas de la crisis, las ayudas que el Estado ha prestado a la Banca, – a cargo del conjunto de la población- superan con creces la cifra de 200.000 millones de euros. Con las dimensiones astronómicas que tiene esta cifra, lo más sorprendente es que, según las estimaciones realizadas por los expertos, al menos un tercio de esta ingente cantidad no es recuperable, no lo pagarán nunca los banqueros. Serán, pues, los asalariados, los parados, los pensionistas y las clases medias quienes, de una u otra forma, se verán obligados a sufragar esa deuda a través de múltiples vías: impuestos, recortes en la sanidad, en la educación, en los servicios y otras prestaciones sociales, privatizaciones… sin hablar ya de la estela de tragedias humanas con la que tanto la codicia de los banqueros como la dinámica voraz del sistema capitalista han marcado estos últimos años.
Una simple operación aritmética nos permitiría descubrir un hecho sorprendente y que permanece oculto al conocimiento colectivo. Hasta el momento presente cada ciudadano mayor de edad del Estado español ya ha tenido la «generosidad» de prestarle a la Banca de este país la friolera de casi un millón de las antiguas pesetas para cubrir los efectos de las operaciones fraudulentas que sus ejecutivos realizaron durante la llamada «burbuja inmobiliaria».
Sin embargo, lo curioso de esta circunstancia es que, como antes referíamos, especialistas y técnicos ya nos han adelantado que los bancos no nos van a pagar todo lo que les hemos prestado. En el mundo de las altas finanzas cuando los acreedores no cumplen con los compromisos adquiridos los escualos que dirigen sus negocios proceden con una frialdad letal a expropiar implacablemente a sus deudores. Es este un espectáculo, por otra parte, que contemplamos todos los días. Alrededor de unas 400.000 familias han sido desahuciadas en el curso de los últimos años. Dicho de otro modo, paradójicamente los banqueros han procedido a expropiar sus viviendas a aquellos a los que el Estado había obligado a prestar dinero a los bancos para – dicen – «salvar el sistema financiero español» del atolladero en el que él mismo se había metido.
Si utilizáramos procedimientos similares a los que usan los tiburones financieros con sus deudores, lo que habría que hacer sería expropiar a los banqueros, nacionalizar la banca, socializarla y ponerla al servicio de la sociedad.
Pero, curiosamente, muy pocos se atreven a mentar esa posibilidad. La socialdemocracia de izquierdas apenas balbucea con la boca chica acerca de su propuesta de crear una Banca pública.
Los social-liberales del PSOE ni siquiera se aventuran a decir una cosa similar. Sin ir más lejos, en una ocasión el eurodiputado Juan Fernando López Aguilar, cuando un correligionario suyo, en un acto público, se atrevió a sugerir tímidamente esa eventualidad, la descalifico rápidamente calificándola como una propuesta «falangista». Lo cual, teniendo en cuenta que fue justo en el régimen franquista donde los banqueros encontraron a uno de sus más firmes valedores, no deja de ser un cínico descaro.
¿Cuál será, pues, el origen del sagrado respeto por la intangible propiedad de las entidades bancarias por parte de las organizaciones políticas y sindicales? La respuesta a esa intrigante pregunta hay que encontrarla en el hecho contrastable de que las principales fuentes de financiación de unos y de otros durante las tres últimas décadas han sido precisamente los bancos.
Los principales bancos españoles han estado financiando desde la llamada «Transición política» a todos los partidos pertenecientes al arco institucional español. Tanto a los de derechas como a aquellos otros que eufemísticamente se autocalifican «de izquierdas». Y tales apoyos no solo son prestados en las campañas electorales, sino también en sus gastos e inversiones corrientes. Algo similar pasa con los dos grandes sindicatos institucionales. Y es que esas organizaciones, al carecer de una base numerosa de militantes, dependen también económicamente de los Bancos. La prodigalidad de las entidades bancarias es muy generosa a la hora de fijar los intereses de los créditos concedidos a los partidos y otras organizaciones afines al sistema. En ocasiones, incluso, los banqueros se atreven a justificar su prodigalidad proclamando que se trata de un «servicio social» que prestan al país. Es más, frecuentemente sucede que a voluntad de los altos ejecutivos bancarios esas deudas quedan condonadas después de un tiempo, si de acuerdo con el criterio de la dirección del banco prestamista se estima «conveniente». Ni que decir tiene que tales condonaciones se producen con insólita frecuencia, sin que nadie se pregunte a cambio de qué se manifiesta este altruismo bancario.
En el siglo XIX, Carlos Marx escribía que los gobiernos eran simples Consejos de Administración de la burguesía dominante. La aseveración del viejo intelectual comunista fue precisa y rigurosa. Hoy, quizás, en la complejidad del mundo de nuestros días, a esta vigente certeza de Marx habría que añadir la contribución decisiva que prestan estos «cooperantes auxiliares» que permiten que los Consejos de Administración funcionen a pleno rendimiento.
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