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Los venenos de la dictadura

Fuentes: Punto Final

El juez Alejandro Madrid declaró reos como autores de los delitos de homicidio calificado y homicidio frustrado a ex oficiales del ejército: el médico Eduardo Arriagada Rehren y el veterinario Sergio Rosende; y como cómplices, a los coroneles (r) Joaquín Larraín Gana y Jaime Fuenzalida Bravo. Se trata del caso conocido como «envenenamiento en la […]

El juez Alejandro Madrid declaró reos como autores de los delitos de homicidio calificado y homicidio frustrado a ex oficiales del ejército: el médico Eduardo Arriagada Rehren y el veterinario Sergio Rosende; y como cómplices, a los coroneles (r) Joaquín Larraín Gana y Jaime Fuenzalida Bravo.

Se trata del caso conocido como «envenenamiento en la Cárcel Pública». Guillermo Rodríguez Morales, uno de los ex presos políticos sobrevivientes, militante del MIR, dice: «Nos envenenaron con toxinas botulínicas en diciembre de 1981, operación considerada la antesala del asesinato del ex presidente Frei, en enero de 1982 en la Clínica Santa María. Sospechosamente, Pablo Neruda también había fallecido ahí mismo».

La toxina fue traída desde Brasil por el Instituto Bacteriológico y entregada a los encargados del laboratorio de la Dirección de Inteligencia del Ejército (Dine). «El mismo equipo que nos envenenó es investigado por el asesinato de Frei, ocurrido semanas después», dice Rodriguez. Frei Montalva fue envenenado con gas mostaza y talio.

El ex director del Instituto Bacteriológico, coronel Joaquín Larraín Gana, admitió en el tribunal que la adquisición de armas químicas comenzó luego de una reunión con el médico de inteligencia militar Eduardo Arriagada Rehren. Este preguntó a Larraín -ex profesor de la Escuela de las Américas-, si tenían toxinas botulínicas, aduciendo que «el ejército las necesitaba, debido a las tensiones con países limítrofes». Arriagada fue acompañado por Sergio Rosende.

Las víctimas en la Cárcel Pública fueron los reos comunes Víctor Corvalán y Héctor Pacheco y los presos políticos Guillermo Rodríguez, Ricardo y Elizardo Aguilera, Adalberto Muñoz y Rafael Garrido. El ministro en visita estableció que «el doctor Jorge Mery planteó el diagnóstico de intoxicación botulínica», y que el doctor Alvarez, jefe de la Unidad de Tratamiento Intensivo de la Asistencia Pública, sugirió por su gravedad «el traslado de los pacientes a la entidad asistencial». El 20 de diciembre de 1981, falleció en la Posta Héctor Pacheco. Víctor Corvalán murió a pocas horas de sufrir la intoxicación. Guillermo Rodríguez, que fue jefe de las Milicias de la Resistencia Popular del MIR, había sido condenado a muerte por un Consejo de Guerra.

 

«QUERIAN DEJARNOS MORIR»

Se sabe que la toxina botulínica para envenenar a los presos políticos fue obtenida a través de una solicitud del director del Bacteriológico a Brasil. Se envió por valija diplomática y fue remitida al laboratorio de calle Carmen N° 339, dependiente de la Dine. En dicho laboratorio se fabricaron y manipularon sustancias de alta toxicidad. Los encargados eran el médico Arriagada y el veterinario Rosende.

«Si bien en un caso se utilizó toxina botulínica y en el otro gas mostaza y talio, ambos nos permiten concluir que el ejército tuvo un laboratorio en el que se fabricaron sustancias para causar la muerte a los enemigos del régimen a través de complejas operaciones de inteligencia, en las que los partícipes fueron agentes pertenecientes a la elite del ejército», dice la ex senadora Carmen Frei.

Familiares de Guillermo Rodríguez y demás presos al enterarse del envenenamiento, solicitaron a la Vicaría de la Solidaridad que un médico les visitara. El abogado Jorge Sellán lo solicitó al fiscal militar Luis Berger. Las peticiones fueron rechazadas por el alcaide del penal, Ronald Bennet, con el argumento de que ningún preso requería atención médica.

Al día siguiente, uno de los reos había muerto. Guillermo Rodríguez dice: «El alcaide de la ex Penitenciaría, donde nos trasladaron, era hermano de Bennet… Para mí está claro que nos querían matar, querían dejarnos morir, era parte de una operación de inteligencia, donde hubo complicidad de Gendarmería, y que culminó con el asesinato del ex presidente Frei y del sindicalista Tucapel Jiménez».

Guillermo Rodríguez cuenta que días antes del envenenamiento, la magistrada Canales aceptó «tomarme declaración respecto al castigo injusto al que me había sometido Gendarmería en días previos al Consejo de Guerra… Aproveché de entregarle información sobre la red de gendarmes y reos que trabajaban para la CNI».

Se encontró un escondrijo con copias de informes de la actividad de los presos políticos, sus familiares y abogados. «Arturo Marshall, un ex oficial, que participó en un conato sedicioso contra Allende, preso por delitos comunes, era el informante… Se hizo la denuncia y la jueza abrió un expediente. No recuerdo exactamente cuándo pero concurrió a visitarme una mujer joven. Me contó que era hermana de un detenido desaparecido. Trajo de regalo una torta. No le creí y, como la situación era sospechosa, la torta fue al Codepu. Mandaron analizarla y contenía un insecticida».

Rodríguez recuerda que a su galería en la Cárcel Pública habían llegado los hermanos Ricardo y Elizardo Aguilera, que se sumaron a la «carreta»-compartían alimentos- que mantenían él y Adalberto Muñoz. El 7 de diciembre de 1981 correspondió cocinar a Rodríguez. En la tarde, luego de terminar el turno de cocina y regalar comida a un reo común, fue a jugar fútbol y conversó con Patricio Reyes: «Me senté a un costado de la cancha. Patricio comenzó a poner caras raras y me pedía a cada momento que le repitiera lo que decía porque yo estaba hablando muy enredado. Encendí un cigarrillo y comencé a ver de manera distorsionada. Me tendí un momento y, cuando me enderecé y traté de hablar, me di cuenta que no podía articular bien. Patricio me acompañó a la celda y encontramos a Adalberto vomitando y con agudos dolores. Elizardo y Ricardo estaban igual. Habían envenenado nuestra comida».

Dieron la alarma e intentaron hacerse lavados estomacales con detergente y agua. Los reos comunes golpeaban las puertas llamando a la guardia interna. «No llegó nadie, a pesar de que todos los días la guardia pasaba la cuenta de la tarde y nos encerraba. Los presos comunes gritaban, encendían fogatas y golpeaban latas en las puertas de las celdas, pero nadie aparecía».

Sobrevivieron esa noche. «Tomé bidones de agua con detergente para provocar vómitos y de cierta manera ‘lavar’ los intestinos. Los dolores eran atroces», dice Rodríguez. Avanzaban las horas y Gendarmería los dejaba morir. «Convulsiones, espasmos, vómitos… El estómago se contrae con tal violencia que deja sin respiración. Las dolorosas contracciones se repetían. No sé si perdí el sentido o me dormí… Desperté a mediodía. Algunos reos me arrastraron a la enfermería. Frente a la puerta de entrada de las visitas ví al doctor Manuel Almeyda, que indignado discutía con el alcaide», dice.

Los trasladan a la enfermería de la ex Penitenciaría. «Habían pasado casi 20 horas y no habíamos recibido ningún tratamiento específico. Uno de los reos comunes comenzó a hacer contorsiones, abriendo los ojos de manera desmesurada, finalmente desde su tórax se elevó un bulto y quedó inmóvil… Caía la tarde y recién llegaron a la enfermería gendarmes y practicantes. Corrían y gritaban. Llegó una ambulancia. No quisieron prestarnos atención médica a tiempo. Quedé solo en la enfermería, mirando el cadáver del muchacho que también había recibido nuestra comida… Al final de la tarde gendarmes se llevaron el cadáver y en la ambulancia me engrillaron con el muerto. Luego declararon que murió en el camino, salvando la responsabilidad del alcaide coludido en la operación.

Un doctor me tomó los signos vitales y sin vacilar me preguntó si yo era el jefe mirista recientemente condenado por el Consejo de Guerra. Respondí que sí y para mi sorpresa, se presenta formalmente diciendo que era el doctor Jorge Mery, acusado injustamente de colaborador de la Dina».

 

SECRETOS TOXICOS

Guillermo Rodríguez dice que en 2004, en la oficina del juez Madrid, encontró respuestas: «Existió una brigada del ejército especializada en guerra bacteriológica. El juez logró individualizar a quien compró las cepas de toxina botulínica en Estados Unidos e identificó a quien las transportó a Chile en un avión comercial, violando todas las reglas internacionales de tráfico aéreo; también determinó quien las recibió».

Hoy también se sabe que en septiembre de 1976, el agente de la Dina y CIA, Michael Townley, trasladó en un avión LAN a Washington un frasco de perfume con gas sarín con el que se pretendía asesinar al ex canciller Orlando Letelier.

La Dina fabricó armas químicas bajo supervisión de su director, Manuel Contreras. En una casa en Lo Curro, bajo identidades falsas, participaron el coronel Raúl Iturriaga Neumann y el mayor Rolando Acuña, quien actuaba como abogado en operaciones secretas de la Dina. Allí se instaló el Centro de Investigación y Desarrollo Técnico de la Dina. Sus agentes viajaban a comprar equipos y materiales. Quien también colaboró fue Wolff von Arnswaldt, enviando equipos y materiales desde Alemania. El químico Eugenio Berríos desarrolló toxinas letales y perfeccionó el gas sarín.

También se incorporó el bioquímico Francisco Oyarzún Sjöberg, que junto a Berríos trabajaron en el Proyecto Andrea, cuyo «producto estrella» sería el gas sarín. A principio de 1976 comenzaron a trabajar en otras sustancias similares: Tabun, Soman, Clostridium botulínica, Saxitoxin y Tetrodotoxina.

El juez Víctor Montiglio comprobó que en el cuartel de calle Simón Bolívar se experimentó con gas sarín. Dos detenidos peruanos, de los cuales se desconoce identidad, fueron rociados en presencia de Manuel Contreras con gas sarín por Townley y, luego, la teniente Calderón les inyectó cianuro.

Según la agente Mariana Callejas, esposa de Townley, ese mismo año fue asesinado con sarín el conservador de bienes raíces Renato León. La Operación Andrea consistió en poner a prueba un producto químico que, aplicándolo en el rostro, podía causar lesiones mortales al ser respirado. «Entiendo que causaba convulsiones y provocaba finalmente la muerte. Supe o escuché que también se había eliminado a un notario de quien decían que era homosexual; y de la operación con desaparecidos: de 15 a 20 en Peldehue. Otras operaciones se llevaron a cabo en la Villa Grimaldi», confesó Alejandra Damiani, secretaria de Townley.

En 1981 se inició la construcción de otro laboratorio en la Escuela de Inteligencia del Ejército en Nos, y una Unidad Bacteriológica se instaló en el Complejo Químico Industrial en Talagante. Jefe del nuevo Departamento Bacteriológico fue el doctor Eduardo Arriagada, quien además fue jefe de la Clínica London de la Dina, trabajando más tarde en la Brigada de Inteligencia del Ejército (BIE).

En el caso «envenenamiento en la Cárcel Pública», aparece implicado Marcos Poduje Frugone, químico del Instituto Bacteriológico que dirigía el coronel Joaquín Larraín y cuyo jefe de Seguridad y Finanzas era el teniente coronel Jaime Fuenzalida. Este último recibió la orden de ir a la Cancillería a «retirar un paquete de Brasil». El contenido era toxina botulínica. Poduje señaló en tribunales: «En el Instituto Bacteriológico existió una planta de éter, la que fue traspasada al Complejo Químico del Ejército, en Talagante. Recuerdo también que el doctor Fábrega junto al doctor Salvador Ballard, jefe del Departamento de Producción, ambos de confianza del coronel Larraín, realizaron un curso en el ejército, en una repartición de calle Eliodoro Yáñez (donde funcionaba un cuartel secreto de la BIE). Otro profesional, Hernán Lobos Romero, dijo al juez que en esos años «llegaba hasta allí un médico de Parral», a quien más tarde identificó como Helmut Hopp, de la Colonia Dignidad.

La investigación determinó que los presos del MIR en la Cárcel Pública cocinaban todos los días, para lo cual eran provistos de víveres que compartían con reos comunes. Sus comidas fueron contaminadas con la toxina botulínica que llevó hasta la cárcel José Roa Vera, ex integrante de la Brigada Mulchén de la Dina, y entonces miembro de la Unidad Antiterrorista (UAT) del Dine.

 

 

 

Publicado en «Punto Final», edición Nº 799, 7 de marzo, 2014

 

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