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Con lo que nadie contaba

Fuentes: Cuarto Poder

Desde la izquierda y a vuelapluma, podemos decir que hay tres moldes para abordar los resultados de las elecciones europeas. El primero, ultrarrealista -como lo es el papel secante o una bomba de succión-, consiste en insistir con fundamento en el fracaso de la UE y en la irrelevancia de los comicios, que ocultan el […]

Desde la izquierda y a vuelapluma, podemos decir que hay tres moldes para abordar los resultados de las elecciones europeas.

El primero, ultrarrealista -como lo es el papel secante o una bomba de succión-, consiste en insistir con fundamento en el fracaso de la UE y en la irrelevancia de los comicios, que ocultan el lugar donde realmente se deciden las cosas, al margen de parlamentos y asambleas. Este ultrarrealismo, de modo coherente, postuló la abstención y no se siente concernido por la nueva distribución de fuerzas, considerando que el dato relevante es el de la verdadera mayoría: la de los que no han votado porque rechazan el sistema en su conjunto.

La segunda, razonablemente apocalíptica, llama la atención sobre el ascenso de la ultraderecha y lamenta de manera justificada la pusilanimidad de una izquierda que ha dejado en manos del fascismo el discurso contra el euro y la UE. Esta fundada visión apocalíptica considera, al contrario que la ultrarrealista, que en Europa se juega mucho, si no todo, y que la abstención no ha hecho otra cosa que abrir paso a las fuerzas más reaccionarias y peligrosas del continente.

Finalmente, la tercera postura -que es la mía- aceptaría en parte los dos análisis, pero recolocándolos en el ámbito nacional. A los ultrarrealistas les diría que tienen razón sobre la UE y sobre el «sistema», pero que precisamente lo que caracteriza en España la situación es la erosión paladina del régimen de la transición y que lo que estaba en juego en las elecciones del 25 de mayo, a escala del Estado español, era por tanto la elección entre apuntalar el sistema o contribuir a derribarlo, con todos los peligros que esta última opción entraña. Paradójicamente, en este declive del bipartidismo, la abstención ultrarrealista reforzaba el sistema mientras que el voto contra PP-PSOE lo cuestionaba y, como se ha visto, lo comprometía seriamente. El error de los ultrarrealistas es el de hacer sus cálculos a partir de una realidad pasada o inexistente, la de un sistema hasta ahora cerrado e inmutable, cuando lo cierto es que todas las amenazas y oportunidades del presente derivan de la misma fuente: la apertura repentina de una grieta sin precedentes desde 1978 en la que de pronto la política cuenta. Es verdad que desde Europa poco se puede hacer hoy para cambiar Europa, pero sí para cambiar las relaciones de fuerza en España; y ese efecto, como es patente, se ha producido y estaba asociado en este caso -y sin que implique una norma de aplicación general- al voto.

En cuanto a los sensatos apocalípticos, habría que recordarles que, si algo demuestra el fracaso de Europa, es la desigualdad económica, sí, pero también la heterogeneidad de sus procesos políticos. La vieja historia de la vieja Europa, con todas sus diferencias, sigue presente en la UE y no conviene coger por los pelos el conjunto de la realidad europea, extrapolando los casos de Francia e Inglaterrra, por ejemplo, al resto del continente. El anti-europeismo de extrema derecha asciende de modo desigual, como corresponde a situaciones e historias muy desiguales. En España yo creo que ese discurso aún no está maduro, ni para la derecha ni para la izquierda, como lo está en cambio en Francia e Inglaterra (por razones obvias que tienen que ver con la «soberanía nacional», muy débil o contradictoria en la Europa del sur); por otra parte, en Grecia ha ganado Siryza, lo que a mucha gente le dará tanto miedo como a nosotros Le Pen, y en Portugal ha vencido el PS y en Italia Renzi y en España se ha hundido el bipartidismo sin que haya sido reemplazado, como en otros lugares, desde la extrema derecha. Por no hablar de la Europa del este, donde la abstención deslegitima cualquier voto. Los resultados europeos reflejan precisamente esas fracturas, desconexiones y derivas paralelas dentro de una Europa -cajón en desorden- claramente abocada, si no se desmonta solidariamente, a una trágica e incoherente explosión.

Lo que demuestran los resultados es precisamente que Europa no existe y no ha existido nunca y que su propia heterogeneidad, potencialmente peligrosa, abre también posibilidades, al menos en el sur, a una intervención desde la izquierda. Con todas las reservas, creo que Podemos ha tocado la tecla adecuada y no se puede dejar de recordar que su crecimiento ha sido mucho más rápido y musculoso que el de cualquier fuerza de la ultraderecha europea. No es ni mucho menos una victoria, pero es una muy buena noticia y tan absurdo sería dejarse llevar por la euforia como negar su importancia, que muy pocos -en la derecha y la izquierda- habían sabido anticipar.

Eso dice ya mucho de Podemos: nadie contaba con ellos. Nadie contaba, en realidad, con aquéllos con los que no contaba nadie, con todos aquellos que el doble bipartidismo español (el del PP-PSOE, pero también el de IU-Izquierda Radical) había dejado fuera y que ahora han visto en Podemos, de pronto, como quien ve la palabra en la sopa de letras, un vehículo con tres marchas que ya ninguna otra caja de cambios (ni las de los grandes camiones ni las de las pequeñas motos) permiten: indignación, ilusión y política. Es una combinación potencialmente peligrosa pero también potencialmente ganadora, como así lo demuestra el hecho de que en solo tres meses Podemos haya pasado de la inexistencia a convertirse en la cuarta fuerza política del país.

No se trata sólo de ganar: cualquier PP, cualquier PSOE puede hacerlo. Pero se trata de ganar: eso IU no puede hacerlo. Ganar y no sólo ganar es el desafío de Podemos a partir de ahora: movilizar la indignación sin vaciarla de contenido, no matar la ilusión con demasiada «política», hacer política con los círculos y desde ellos. Hay cosas de Podemos que no me gustan, pero he llegado a una edad en que me fío poco de lo que me gusta; lo que me gusta ha introducido efectos tan poco positivos en este mundo -por no hablar de los negativos- que casi me ocurre, al contrario, que basta que una cosa no me guste del todo para concluir que algo tendrá de bueno. No estoy dispuesto ya a defender lo que me gusta, que tan malos resultados ha dado, y sí a defender cosas que me gustan menos, pero que pueden llegar objetivamente más lejos. No se trata sólo de ganar, pero para ganar habrá que correr riesgos a nivel de significante, buscar ambiguos y hasta peligrosos enganches formales y culturales con las mayorías sociales, dejar los elitismos doctrinales. Se trata de ganar, sí, pero para no-sólo-ganar, para que gane la izquierda -y no otro PSOE- habrá que recordar siempre los motivos por los que el 15-M gritó «no nos representan» y no hacer concesiones ni de contenido ni de práctica política. Todo es negociable, salvo la indignación, la ilusión y la política de la gente, gente que debe ser siempre la única dueña del proyecto si no queremos que vuelva a encerrarse en sus casas, retorne al redil del bipartidismo o -aún peor- se entregue al leviatán del populismo fascista.

No puedo ocultar mi alegría por los resultados de Podemos. Por ellos mismos, sí, pero también como síntoma. Podemos ilumina y acelera una mutación que llevábamos décadas esperando y que llega cuando tenía que llegar: cuando mayor es el peligro. Por eso mismo, y como recordaba Pablo Iglesias en la fiesta electoral, aún no se ha ganado nada; todo sigue igual que ayer y todo va a empeorar; y tan grande es la posibilidad de ser derrotados como real es la posibilidad -que por primera vez existe- de doblar el curso de la historia. Hay que exigir y demostrar, por tanto, el más alto grado de responsabilidad, madurez, compromiso y honestidad. Las elecciones europeas son en realidad el verdadero comienzo.

Santiago Alba Rico. Filósofo y columnista. Su último libro publicado es ¿Podemos seguir siendo de izquierdas? (Panfleto en sí menor) (Pol-len Edicions, Barcelona, 2014).

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