No resulta fácil en estos días descansar la mente. Semanas enteras en las que balas camufladas en forma de palabras circulan en las redes y nos impactan como a los distraídos transeúntes los tiros al aire. La histeria colectiva expresada en 140 caracteres amilana y afecta incluso a quien levanta alrededor suyo murallas poéticas para […]
No resulta fácil en estos días descansar la mente. Semanas enteras en las que balas camufladas en forma de palabras circulan en las redes y nos impactan como a los distraídos transeúntes los tiros al aire.
La histeria colectiva expresada en 140 caracteres amilana y afecta incluso a quien levanta alrededor suyo murallas poéticas para soportar este «vendaval» desinformativo. En nombre de la paz sus pregoneros caen en la tentación del linchamiento público, del matoneo.
Intentan disfrazarlo argumentando la defensa de la patria, pero esas sutiles violencias, violencias lingüísticas, son perceptibles para quienes trabajan con la palabra y para aquellos que han sido víctimas de la violencia verbal.
La vulgaridad y la bajeza de la campaña política, protagonizada por algunos candidatos, se extendió a las redes sociales. Allí en defensa de diferentes posturas se utiliza cualquier recurso para destruir al otro, no hay debate, hay pelea, no hay persuasión, hay imposición.
En las redes no se atacan las ideas, sino a las personas. Se usan calificativos peyorativos, se juzga descarnadamente, se ridiculiza; también se corre el riesgo de ser lapidado, emocionalmente, con 140 caracteres.
Todos son afectados: quienes son atacados directamente y quienes padecen en silencio el envilecimiento de una comunidad virtual. Involucionamos como sociedad, nos deshumanizamos un poco cuando caemos en la crudeza de la violencia verbal y escrita.
En las redes no se tienden puentes, se dinamitan; en las redes no se dialoga, se grita. Parece que el fin justifica los medios y el anonimato que ofrece un avatar permite vomitar fuego en forma de palabras.
Se puede insultar sin ser visto, sin asumir la responsabilidad por el impacto psicológico que estas «pequeñas» violencias tienen en los colombianos, ya torturados psicológicamente a causa de tanta muerte.
El daño está hecho. El impacto se siente. Una sociedad ávida de paz no puede permitirse caer en el fundamentalismo, ni siquiera a nombre de ella. Un país que está ansioso de armonía, no puede generar más desazón a través de la violencia lingüística, que merma la fe, provoca angustia y arrebata la esperanza.
Es en tiempos de crisis, cuando se requiere la cordura, cuando hay que echar mano de nuestra nobleza, de nuestra capacidad para persuadir al oponente con la palabra que lo restaura en su dignidad, incluso cuando éste, por ignorancia, inconciencia o impulsividad, se haya empequeñecido. La violencia lingüística destruye el frágil tejido de una comunidad virtual llamada a ser un espacio «democrático», confrontador de ideas pero respetuoso del contradictor.
El lenguaje es un instrumento poderoso, de ahí la necesidad de ser impecables al usarlo. Nunca como ahora es tan imprescindible practicar la comunicación no violenta. Bien lo dice el periodista Arturo Guerrero: «Pacificar un país no es solo silenciar armas, sino apaciguar mentes».
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.