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Nuestra memoria: Miguel Enríquez

Fuentes: Punto Final

Fue Chile, hace cuarenta años -como decir mil años-, otro mundo, otro tiempo. La esperanza tenía un nombre que brillaba en el horizonte: Revolución. Y en lo inmediato, apareció un asesino con anteojos negros, un tal Pinochet. Miguel Enríquez, el líder del MIR, se había quedado en su país después del golpe de Estado el […]

Fue Chile, hace cuarenta años -como decir mil años-, otro mundo, otro tiempo. La esperanza tenía un nombre que brillaba en el horizonte: Revolución. Y en lo inmediato, apareció un asesino con anteojos negros, un tal Pinochet.

Miguel Enríquez, el líder del MIR, se había quedado en su país después del golpe de Estado el 11 de septiembre de 1973, teniendo a su lado a su compañera Carmen Castillo, que esperaba un hijo.

Una calle llamada Santa Fe, una pequeña casa azul…

Detectado, fue rodeado. Se negó a rendirse; intentó una salida disparando para proteger a los suyos. Fue abatido de inmediato.

¿Quién era Miguel? Un joven intelectual de origen acomodado, también un gozador de la vida, que no tenía nada de fanático, que se pasó con armas y bagajes desde el campo de la revolución no armada (al menos no todavía) a una revolución social, política y militante, en desacuerdo pero manteniendo una discusión constante y leal con el presidente electo, Salvador Allende, que había elegido, con todos sus riesgos y peligros también para él, la vía legal, es decir reformista.

Yo no evocaría hoy su figura y el gran eco que suscita todavía, si Miguel no me hubiera honrado con su amistad durante mi estadía en Chile, que me concedió hospitalidad después de mi liberación en 1971.

Un militante que muere expone su vida en defensa de sus ideas. En ese sentido es una víctima, como hubo miles en América Latina durante esos años de plomo. Nuestra Europa pacificada, llena de compasión post histórica y sin convicción firme, prefiere las víctimas a los héroes. Les consagra un culto infinito en nombre de sus buenos sentimientos, pero retrocede resueltamente ante los héroes y desarma sus estatuas una a una, en nombre de su espíritu crítico. Ese mal comportamiento hace que nuestro tiempo sea ciego o tuerto. Si bien es cierto que el culto santificador, escolar y simplificador de los Panteones oficiales significa a menudo una empresa de autosantificación de los sobrevivientes, sería malo olvidar a las víctimas de abominables represiones pasadas que merecen seguir presentes entre nosotros en la memoria de los héroes. Sin grandilocuencia, sin transformarlos en santos de iglesia, sino porque ellos encarnan los valores plenos de futuro que cada uno tiene derecho a sentir, por tarde que sea.

Miguel Enríquez forma parte de esos desaparecidos que se deben arrebatar a los avatares siempre demasiado interesados por la promoción oficial en convertirlos en leyenda para insertarlos en nuestro presente; de esos profetas a pesar de sí mismos, cuyo valor ético supera las circunstancias estrechamente políticas de su existencia; de esos difuntos cuyo recuerdo entre nosotros es como un llamado a romper nuestras limitaciones.

Cuando vuelvo a pensar en esa época y en nuestras discusiones de antaño, vuelvo a ver en él dos rasgos excepcionales que no parecieron ejemplares y prometedores.

El primero: se puede, se debe, ser radical sin ser sectario. Se puede armonizar la integridad, es decir un cierto extremismo moral con una apertura de espíritu hacia otras corrientes de pensamiento. Se puede combatir políticamente una posición (en su caso, al reformismo, la prudencia, la transacción) sin cubrir de oprobio a los que sostienen posiciones diferentes. Así fue su diálogo siempre mantenido, directa o indirectamente, con los defensores de la Unidad Popular.

El segundo: creer en lo que se dice y hacer lo que se dice. Es decir, lo contrario del cinismo. En una época que impulsa la distancia entre el decir y el hacer hasta la comedia o la hipocresía, un ejemplo de coherencia de ese tipo entre lo que se cree y lo que se practica merece, sin duda, ser recordado. El compromiso político desinteresado no está condenado a seguir siendo una fantasía o mera gesticulación.

Reflexionemos. En nuestro mundo mercantil en que el djihadismo está en el centro de la actualidad, el no radical toma la triste figura de un enajenado de Dios. El primero no aprecia la vida sino para expandir la muerte en torno suyo, y decapitar con cuchillo a los refractarios o a los disidentes. Es un camino errado para convertirse en ejemplo. Es algo siniestro no tener más que la elección entre dos formas de nihilismo: el consumo y la destrucción. El economicismo a este lado, y el fanatismo en el otro. Terrible círculo vicioso entre dos formas de humillación. Es bueno recordar que no siempre fue así, y que la resistencia a lo que parece normal puede tomar formas sencillamente más humanas. Los vencidos de ayer pueden dar su testimonio para hacer mejor el presente.

 

Publicado en «Punto Final», edición Nº 819, 12 de diciembre, 2014

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